Ted salió del sector masculino a las siete. Después de dos horas de ejercicios en los aparatos «Nautilus» y unos cuantos largos en la piscina, se dio un masaje y luego se sentó en uno de los jacuzzi individuales al aire libre. El sol era cálido, no había brisa; una bandada de cormoranes oscureció por un momento un cielo sin nubes. Los camareros estaban poniendo las mesas para el almuerzo en el patio. Las sombrillas rayadas en tonos suaves de verde limón y amarillo hacían juego con las coloridas baldosas del piso.
Ted volvió a pensar en lo bien dirigido que estaba el lugar. Si las cosas fueran diferentes, pondría a Min y al barón al frente de una docena de «Cypress Point» en todo el mundo. Casi sonrió. No totalmente al frente. Los gastos del barón serían controlados por un administrador muy cuidadoso.
Bartlett habría hablado con el fiscal de distrito. Ahora ya tendría una idea del tipo de sentencia que podía esperar. Seguía pareciéndole increíble. Algo que no recordaba haber hecho lo había obligado a convertirse en una persona completamente diferente, lo había obligado también a cambiar de estilo de vida.
Caminó lentamente hacia su bungalow, saludando con la cabeza a los huéspedes que estaban sentados cerca de la piscina olímpica después de la clase de ejercicios. No se sentía con ánimo de conversar con ninguno de ellos. Tampoco quería enfrentarse a las discusiones que tendría con Henry Bartlett.
Recuerdos. Una palabra que lo obsesionaba. Fragmentos. Pedazos. Volvía a subir en el ascensor. Estaba en el pasillo. Se balanceaba. Estaba ebrio. ¿Y luego, qué? ¿Por qué se había bloqueado? ¿Porque no quería recordar lo que había hecho?
La prisión. Confinamiento en una celda. Sería mejor que…
No había nadie en su bungalow. Por lo menos, era un alivio. Estaría más en paz. Sin embargo, estaba seguro de que regresarían para el almuerzo.
Craig. Era un hombre detallista. La compañía no llegaría a la cima con él, pero podría mantenerla donde estaba. Tendría que estarle agradecido. Craig había aparecido cuando el avión con los ocho mejores ejecutivos de la empresa se estrelló en París. Le fue indispensable cuando Kathy murió, y le era indispensable ahora. Y pensar…
¿Cuántos años estaría encerrado? ¿Siete? ¿Diez? ¿Quince?
Le quedaba sólo una cosa por hacer. Tomó el papel de carta con membrete personal y se puso a escribir. Cuando terminó, cerró el sobre, llamó a una camarera e hizo que lo llevara al bungalow de Elizabeth.
Hubiera preferido esperar hasta el día siguiente en que partía, pero tal vez si sabía que no habría juicio ella se quedaría allí un poco más de tiempo.
*****
Al regresar a su bungalow al mediodía, Elizabeth encontró el sobre en la mesa. Cuando vio el nombre Winters escrito con aquella letra tan firme y derecha que le era tan familiar, sintió que se le secaba la boca. ¿Cuántas veces había recibido una nota en ese papel, con esa letra, en su camerino durante los entreactos? «Hola, Elizabeth. Acabo de llegar a la ciudad. ¿Qué te parece si cenamos juntos? A menos que estés cansada. El primer acto estuvo sensacional. Con amor, Ted». Entonces cenaban y llamaban a Leila desde el restaurante. «Cuídalo por mí, Sparrow. No dejes que una putita barata lo enloquezca».
Ambos tenían el oído pegado al teléfono «Tú ya me enloqueciste, Estrella», le decía Ted.
Y ella era consciente de su cercanía, de su mejilla rozando la suya, y apretaba con fuerza el teléfono, siempre deseando haber tenido el coraje de rechazar la invitación.
Abrió el sobre. Pudo leer dos oraciones antes de dejar escapar un grito ahogado y luego tuvo que esperar un momento, antes de poder seguir leyendo.
Querida Elizabeth:
Sólo puedo decirte que lo siento, y esa palabra no tiene mucho significado. Tenías razón. El barón me oyó pelear con Leila aquella noche. Syd se cruzó conmigo en la calle. Le dije que Leila estaba muerta. Es inútil seguir simulando que no estuve allí. Créeme, no recuerdo nada de todos esos momentos, pero en vista de los hechos, voy a declararme culpable de asesinato en cuanto regrese a Nueva York.
Por lo menos, esto pondrá punto final a este terrible asunto y te evitará la agonía de tener que atestiguar en mi juicio y de verte forzada a revivir las circunstancias de la muerte de Leila.
Que Dios te bendiga y te proteja. Hace mucho tiempo, Leila me contó que cuando eras pequeña y salisteis de Kentucky para venir a Nueva York, tú estabas muy asustada y que ella te cantó esa hermosa canción… «No llores más, my Lady…».
Piensa en ella cantándote esa canción ahora, y trata de comenzar un nuevo y más feliz capítulo de tu vida.
TED
Durante las dos horas siguientes, Elizabeth permaneció acurrucada en el sofá, abrazada a sus rodillas y con la mirada perdida. «Esto era lo que querías —trató de convencerse—. Pagará por lo que le hizo a Leila». Pero el dolor era tan intenso que gradualmente se fue convirtiendo en aturdimiento.
*****
Cuando por fin se levantó, le dolían las piernas y caminaba con la vacilación de los ancianos. Todavía quedaba por desvelar el asunto dejas cartas anónimas.
No descansaría hasta descubrir quién las había enviado y precipitado esa tragedia.
Eran más de la una cuando Bartlett llamó a Ted.
—Tenemos que hablar en seguida —le dijo Henry en tono cortante—. Ven en cuanto te sea posible.
—¿Existe alguna razón por la que no podamos vernos aquí?
—Estoy esperando algunas llamadas de Nueva York. Y no quiero arriesgarme a perderlas.
Cuando Craig le abrió la puerta, Ted no perdió tiempo con rodeos.
—¿Qué sucede?
—Algo que no te gustará.
Bartlett no estaba frente a la mesa oval que solía utilizar como escritorio. Esta vez, estaba reclinado sobre el teléfono como si esperara que saltara en cualquier momento. Tenía una expresión meditativa. «Como un filósofo enfrentado a un problema demasiado difícil», pensó Ted.
—¿Es muy malo? —Preguntó Ted—. ¿Diez años? ¿Quince?
—Peor. No aceptan tu declaración. Ha surgido un nuevo testigo ocular.
Con pocas palabras e incluso, con brusquedad, le explicó:
—Como sabrás, pusimos detectives privados para que se ocuparan de Sally Ross. Queríamos desacreditarla en todas las formas posibles. Uno de los detectives estaba en su edificio hace dos noches. Atraparon a un ladrón con las manos en la masa en el apartamento que queda en el piso de arriba de la señora Ross. Hizo un trato con el fiscal de distrito. Ya había estado una vez en el lugar. La noche del veintinueve de marzo. ¡Él dice que te vio empujar a Leila por la terraza!
Observó que Ted palidecía.
—No podré declarar culpabilidad y negociar la sentencia —murmuró Ted en un tono tan bajo que Henry tuvo que inclinarse hacia delante para oír lo que decía.
—Con un testigo así, no tienen necesidad de hacer ningún trato. Por lo que me informó mi gente, su visión no tenía ningún obstáculo. Sally Ross tenía ese eucalipto en la terraza, obstruyendo su línea de visión. Esto fue un piso más arriba, y sin árbol.
—No me interesa cuántas personas vieron a Ted aquella noche —estalló Craig—. Estaba ebrio. No sabía lo que hacía. Voy a perjurar. Diré que estaba hablando por teléfono conmigo a las nueve y media.
—No puedes perjurar —le respondió Bartlett—. Ya declaraste haber oído el teléfono y no haber respondido.
Ted se puso las manos en los bolsillos.
—Olvidaros de ese maldito teléfono. ¿Qué es exactamente lo que este testigo dice haber visto?
—Hasta el momento, el fiscal de distrito se ha negado a atender mis llamadas. Tengo algunos contactos allí y pude saber que este tipo sostiene que Leila estuvo luchando por su vida.
—¿Entonces, podrían darme la pena máxima?
—El juez asignado a este caso es un imbécil. Puede dejar ir a un magnicida con sólo una palmada en la mano, pero le gusta mostrar lo rudo que es con la gente importante. Y tú eres importante.
Sonó el teléfono. Bartlett ya lo tenía en el oído antes de que sonara por segunda vez. Ted y Craig vieron cómo fruncía el entrecejo, se humedecía los labios con la lengua y luego se mordía el labio inferior. Escucharon mientras él ladraba instrucciones.
—Quiero un informe con los cargos de ese tipo. Quiero saber qué tipo de trato le ofrecieron. Quiero que saquen fotografías del balcón de esa mujer en una noche de lluvia. Pónganse a trabajar.
Cuando colgó el auricular, estudió a Ted y Craig: Ted se había derrumbado en su silla mientras que Craig se había enderezado en la suya.
—Vamos a juicio —anunció—. Ese nuevo testigo había estado antes en el apartamento. Describió el interior de varios armarios. Esta vez lo pillaron cuando puso los pies en el pasillo de entrada. Dice que te vio, Teddy. Leila estaba aferrada a ti, tratando de salvar su vida. Tú la levantaste, la pusiste del otro lado de la balaustrada y la sacudiste hasta que se soltó. No será una escena muy agradable cuando la describan en el juicio.
—Yo… la… sostuve… al otro… lado… de… —Ted tomó un florero que estaba encima de la mesa y lo arrojó contra la chimenea de mármol en el otro extremo del cuarto. Se hizo añicos, y pedazos del fino cristal quedaron desparramados por la alfombra—. ¡No! ¡No es posible! —Se volvió y corrió enloquecido hacia la puerta. La cerró detrás de sí con tanta fuerza que destrozó el panel de vidrio.
*****
Lo vieron correr atravesando el parque hacia los árboles que separaban «Cypress Point» del Bosque Crocker.
—Es culpable —dijo Bartlett—. No hay forma de salvarlo ahora. Si me dan un mentiroso, puedo trabajar con él. Si lo llevo al estrado, el jurado encontrará que Teddy es arrogante. Si no lo hago, Elizabeth describirá la forma en que le gritó a Leila, y tendremos a los dos testigos relatando cómo la mató. ¿Y yo tengo que trabajar con eso? —Cerró los ojos—. A propósito, acaba de demostrarnos que tiene un temperamento violento.
—Hay una razón especial para ese exabrupto —explicó Craig con calma—. Cuando Ted tenía ocho años, su padre, en un arranque de furia estando ebrio, sostuvo a su madre por encima de la terraza de su apartamento, que quedaba en el último piso.
Hizo una pausa para recuperar el aliento.
—La diferencia es que su padre decidió no arrojarla.