Craig y Bartlett caminaron juntos hasta el salón comedor. Habían preferido saltar la hora del cóctel y vieron a los últimos huéspedes que abandonaban la terraza ante el gong que anunciaba la cena. Había comenzado a soplar la brisa fresca del océano y los líquenes que pendían de los gigantescos pinos en el extremo norte de la propiedad se balanceaban en un movimiento rítmico y solemne, acentuado por las luces esparcidas por todo el predio.
—No me gusta —comentó Bartlett—. Elizabeth Lange está planeando algo extraño si nos pide cenar con nosotros. Te aseguro que al fiscal de distrito no le gustará nada que su principal testigo comparta la mesa con el enemigo.
—Ex principal testigo —le recordó Craig.
—Sigue siéndolo. Esa mujer, Ross, es una loca. El otro testigo es un ladrón. No me molestará ser quien interrogue a esos dos en el estrado.
Craig se detuvo y lo tomó del brazo.
—¿Quieres decir que Ted todavía tiene una oportunidad?
—Diablos, claro que no. Es culpable. Y no es tan buen mentiroso como para ayudarse a sí mismo.
Había un anuncio en el vestíbulo. Esa noche habría un recital de flauta y arpa. Barden leyó el nombre de los artistas.
—Son de primera. Los oí el año pasado en el «Carnegie Hall». ¿Alguna vez vas allí?
—A veces.
—¿Qué tipo de música te gusta?
—Las fugas de Bach. Y supongo que esto te sorprende.
—La verdad, no pensé en nada —contestó Bartlett cortante.
«Dios —pensó—, no veo el momento de terminar con este caso. Un cliente culpable que no sabe cómo mentir y un segundón resentido que nunca se sobrepondrá a su complejo de inferioridad».
*****
Min, el barón, Syd, Cheryl y Elizabeth ya estaban sentados a la mesa. Sólo Elizabeth parecía estar perfectamente relajada. Fue ella quien asumió el papel de anfitriona en lugar de Min. Había dos lugares vacíos a cada lado de ella. Cuando los vio aproximarse, extendió los brazos en gesto de bienvenida.
—Reservé estos asientos para ustedes.
«¿Y esto qué diablos significa?», se preguntó Bartlett con amargura.
Elizabeth observó cómo el camarero llenaba las copas con un vino sin alcohol.
—Min, tengo que confesarte que en cuanto llegue a casa tomaré algo bueno y fuerte —le dijo.
—Tendrías que hacer como todos los demás —sugirió Syd—. ¿Dónde está tu maletín secreto?
—Su contenido es mucho más interesante que el licor —le respondió Elizabeth. Ella dirigió la conversación durante toda la cena recordando la época en que habían estado todos juntos en «Cypress Point».
Cuando sirvieron el postre, Bartlett la desafió:
—Señorita Lange, tengo la clara impresión de que está jugando a algún tipo de juego, y a mí no me gusta participar en ninguno a menos que conozca las reglas.
Elizabeth se estaba llevando una cucharada de frambuesas a la boca. Las tragó y luego dejó la cuchara.
—Tiene razón —le dijo—. Quería estar con vosotros esta noche por una razón en especial. Tenéis que saber que ya no creo que Ted haya sido el responsable de la muerte de mi hermana.
Todos la miraron con el rostro petrificado.
—Dejadme hablar sobre eso —continuó Elizabeth—. Alguien la destruyó en forma deliberada con esas cartas anónimas. Creo que fuisteis tú, o tú. —Señaló primero a Cheryl y luego a Min.
—Te equivocas por completo —protestó esta última indignada.
—Yo te sugerí que encontraras más cartas para investigarlas. —Cheryl escupió las palabras.
—Puede ser que lo haga —respondió Elizabeth—. Señor Bartlett, ¿Ted le comentó que Syd y el barón estuvieron cerca del apartamento de mi hermana la noche en que ella murió? —Elizabeth parecía disfrutar de su expresión de asombro—. Hay mucho más en torno a la muerte de mi hermana de lo que ha salido a la luz. Lo sé. Uno de ustedes, o tal vez ambos, lo saben. Existe un nuevo argumento. Syd y Helmut habían invertido dinero en la obra. Syd sabía que Helmut era el autor. Y juntos fueron a hablar con Leila. Algo salió mal y Leila murió. Habría sido considerado un accidente si esa mujer no hubiera jurado haber visto a Ted luchar con Leila. En ese punto, mi testimonio de que Ted había regresado, lo atrapó.
El camarero estaba cerca y Min le hizo señas para que se alejara. Bartlett se dio cuenta de que las personas de las mesas cercanas los observaban, sintiendo la creciente tensión.
—Ted no recuerda haber regresado al apartamento de Leila —continuó Elizabeth—, pero supongamos que sí lo hizo y supongamos que se fue en seguida. ¿Y si uno de vosotros peleó con Leila? Todos tenéis la misma estatura. Estaba lloviendo. La testigo Ross pudo haber visto a Leila peleando y supuso que se trataba de Ted. Ambos os pusisteis de acuerdo en dejar que Ted fuera acusado de la muerte de Leila y en la historia que luego le contaríais. Es una posibilidad, ¿no es cierto?
—Minna, esta mujer está loca —se quejó el barón—. Debes saber…
—Niego absolutamente haber estado en el apartamento de Leila aquella noche —declaró Syd.
—Admites haber corrido detrás de Ted. Pero ¿desde dónde? ¿Desde el apartamento? Habría sido un golpe de suerte que Ted quedara tan traumatizado como para perder la memoria. El barón sostiene que oyó a Leila discutir con Ted. Pero yo también los oí. Estaba al otro lado de la línea telefónica. ¡Y yo no escuché lo que él sostiene haber escuchado!
Elizabeth apoyó los codos sobre la mesa y observó con atención los dos rostros furiosos que tenía frente a ella.
—Le agradezco mucho esta información —le dijo Henry Bartlett—, pero parece haber olvidado que hay un nuevo testigo.
—Un nuevo testigo muy conveniente —comentó Elizabeth—. Hablé con el fiscal de distrito esta tarde. El testigo no es muy inteligente que digamos. La noche que sostiene haber estado en ese apartamento observando cómo Ted arrojaba a Leila, estaba en la cárcel. —Se puso de pie—. ¿Craig, me acompañas hasta mi cabaña? Quiero terminar de hacer el equipaje y luego ir a nadar un poco. Puede ser que pase mucho tiempo antes de que regrese a este lugar… Si es que alguna vez lo hago.
Afuera, la oscuridad era absoluta. La luna y las estrellas habían quedado cubiertas por la niebla; los faroles esparcidos en los arbustos y los árboles eran apenas un punto de luz. Craig pasó un brazo por encima del hombro de Elizabeth.
—Fue una buena actuación —le dijo.
—Pero no fue más que eso: una actuación. No puedo probar nada. Si se mantienen unidos, no hay evidencia.
—¿Tienes alguna otra de esas cartas que recibía Leila?
—No, era un engaño.
—Gran sorpresa lo del nuevo testigo.
—Mentí también acerca de eso. Él estaba en la cárcel aquella noche, pero lo soltaron bajo fianza a las ocho. Leila murió a las nueve y treinta y uno. Lo mínimo que pueden hacer es lograr que duden sobre su credibilidad.
Cuando llegaron a su bungalow se reclinó sobre él.
—Oh, Craig, todo esto es una locura. Siento como si estuviera excavando y excavando para hallar la verdad, tal como hacen los buscadores de oro… El único problema es que no me queda tiempo y por eso tuve que comenzar con las explosiones. Pero por lo menos, pude haber molestado a uno de ellos, de modo que él… o ella, puedan cometer algún error.
Craig le acarició el cabello.
—¿Regresas mañana?
—Sí. ¿Y tú?
—Ted aún no ha aparecido. Puede ser que se esté emborrachando y no lo culpo. Aunque no sería propio de él… Obviamente, tenemos que esperarlo. Pero cuando todo esto termine, cuando estés lista… prométeme que me llamarás.
—¿Y oír tu imitación de un japonés en el contestador? Ah, me olvidé que dijiste que lo habías cambiado. ¿Por qué lo hiciste, Craig? Siempre pensé que era muy gracioso. Y Leila también.
Craig pareció avergonzado y Elizabeth no aguardó la respuesta.
—Este lugar era tan divertido —murmuró ella—. ¿Recuerdas cuando Leila te invitó aquí la primera vez, antes de que llegara Ted?
—Por supuesto que lo recuerdo.
—¿Cómo conociste a Leila? Lo he olvidado.
—Ella se alojaba en el «Beverly Winters». Le envié flores a su suite. Llamó para agradecérmelo y tomamos una copa. Ella venía para aquí y me invitó a acompañarla.
—Y luego conoció a Ted… —Elizabeth le dio un beso en la mejilla—. Ruega que lo de esta noche funcione. Si Ted es inocente, quiero que esté fuera de esto tanto como tú…
—Lo sé. Estás enamorada de él, ¿no?
—Lo estuve desde la primera vez que nos lo presentaste a Leila y a mí.
*****
En su bungalow, Elizabeth se puso el traje de baño y la bata. Fue hasta el escritorio y escribió una larga carta a Scott Alshorne. Luego llamó a la camarera. Era una muchacha nueva, nunca la había visto antes, pero tenía que correr el riesgo. Colocó el sobre dentro de otro y escribió una nota.
—Entrégale esto a Vicky por la mañana —le explicó—. A nadie más. ¿Entendido?
—Por supuesto —respondió la muchacha un tanto ofendida.
—Gracias. —Elizabeth observó a la muchacha que se iba y se preguntó qué diría ella si hubiera leído la nota de Vicky. Ésta decía: «En caso de que muera, entrégale esto al sheriff Alshorne de inmediato».
*****
A las ocho, Ted ingresó en un cuarto privado del hospital de Monterrey. El doctor Whitley le presentó a un psiquiatra que lo estaba aguardando para darle la inyección. Ya habían preparado una cámara de vídeo. Scott y un ayudante serían los testigos de las declaraciones hechas bajo el pentotal.
—Sigo pensando que tu abogado debería estar aquí —le sugirió Scott.
Ted hizo una mueca.
—Bartlett fue justamente quien insistió en que no me sometiera a esta prueba. No quiero perder más tiempo hablando de ello. Quiero que se conozca la verdad.
Se quitó la chaqueta y los zapatos y se acomodó en el diván.
Unos minutos después de que le hiciera efecto la inyección comenzó a responder a las preguntas sobre la última hora que pasó con Leila.
—Ella seguía acusándome de que la engañaba. Tenía fotos mías con otras mujeres. Le dije que eso era parte de mi trabajo. Los hoteles. Nunca estuve solo con otra mujer. Traté de que razonáramos juntos. Ella había estado bebiendo todo el día. Yo bebí con ella. Me sentía mal. Le advertí que debía confiar en mí; no podía enfrentarme a este tipo de escenas por el resto de mi vida. Me dijo que sabía que trataba de romper el compromiso con ella. Leila. Leila. Se volvió loca. Traté de calmarla y ella me arañó las manos. En ese momento sonó el teléfono. Era Elizabeth. Leila seguía gritándome. Salí y fui a mi apartamento que quedaba debajo del de Leila. Me miré en el espejo. Tenía sangre en las mejillas. Y en las manos. Traté de llamar a Craig. Sabía que no podía seguir viviendo así. Sabía que todo había terminado. Pero pensé que tal vez Leila podía lastimarse a sí misma. Será mejor que me quede con ella hasta que pueda localizar a Elizabeth. Dios, estoy tan ebrio. El ascensor. El piso de Leila. La puerta estaba abierta. Leila gritaba.
Scott se inclinó hacia delante y preguntó:
—¿Qué está gritando, Ted?
—«¡No! ¡No!». —Ted temblaba y movía la cabeza de un lado a otro como si no pudiera creer lo que veía.
»Abro bien la puerta. La habitación está a oscuras. La terraza. Leila. Sostente. Sostente. Ayúdala. ¡Sostenía! ¡No la dejes caer! ¡No dejes caer a mami!
Ted comenzó a llorar… Un llanto profundo, desgarrador, que llenaba el cuarto. Contorsionaba el cuerpo con movimientos convulsivos.
—Ted, ¿quién le hizo eso?
—Manos. Sólo manos. Ella se ha ido. Es mi padre. —Se le quebró la voz—. Leila está muerta. Papá la empujó. Papá la mató.
El psiquiatra miró a Scott.
—No obtendrá nada más por ahora. O es todo lo que sabe o sigue sin poder enfrentarse a la verdad.
—Eso es lo que temía —susurró Scott—. ¿En cuánto tiempo se recuperará?
—No tardará mucho. Será mejor que descanse un poco.
John Whitley se puso de pie.
—Iré a ver a la señora Meehan. Vuelvo en seguida.
—Quisiera ir contigo. —El cámara estaba guardando su equipo—. Deja la película en mi oficina —le dijo Scott. Luego se volvió hacia su asistente—: Quédate aquí. No dejes que el señor Winters se vaya.
La enfermera jefe de la unidad de vigilancia intensiva parecía muy excitada.
—Doctor, estábamos por ir a buscarlo. La señora Meehan parece estar saliendo del coma.
—Volvió a decir la palabra «voces» —anunció Willy Meehan esperanzado—. Y con claridad. No sé a qué se refería, pero trataba de decir algo.
—¿Eso significa que está fuera de peligro? —le preguntó Scott al doctor Whitley.
Éste estudió su tabla de anotaciones y le tomó el pulso. Respondió en voz baja para que Willy Meehan no lo oyera.
—No necesariamente. Pero es un buen signo. Si sabes alguna plegaria comienza a rezar, ahora.
Alvirah abrió los labios. Miraba hacia delante y clavó la mirada en Scott hasta poder distinguirlo con claridad. Tenía una expresión de urgencia.
—Voces —susurró—. No era.
Scott se inclinó sobre ella.
—Señora Meehan, no comprendo.
Alvirah se sintió igual que cuando limpiaba la casa de la vieja señora Smythe. La señora Smythe siempre le decía que corriera el piano para poder barrer detrás. Era como tratar de empujar el piano, pero mucho más pesado. Quería decirles quién la había herido, pero no recordaba cómo se llamaba. Lo podía ver con claridad, pero no recordaba el nombre. Con desesperación, trató de comunicarse con el sheriff.
—No fue el doctor quien me hizo esto… No era su voz… Otra persona… —Cerró los ojos y sintió que se quedaba dormida.
—Está mejorando —dijo Willy Meehan con alegría—. Está tratando de decirles algo.
«No era el doctor… No era su voz… ¿A qué diablos se referiría?», se preguntó Scott.
Corrió hasta el cuarto donde Ted lo aguardaba. Estaba sentado con las manos cruzadas.
—Abrí la puerta —dijo sin expresión—. Unas manos sostenían a Leila sobre la balaustrada. Puede ver el satén blanco que flotaba en el aire y cómo agitaba los brazos…
—¿No viste quién la tenía en brazos?
—Todo fue tan rápido. Creo que traté de gritar, pero ya había caído y sea quien fuere el que la arrojó, se había ido. Debió de haber salido corriendo por la terraza.
—¿Recuerdas qué tamaño tenía?
—No, era como si estuviera viendo a mi padre cuando le hizo eso a mi madre. Incluso vi la cara de mi padre. —Alzó la mirada—. No te he ayudado en nada; ni a mí, ¿verdad?
—No, no me has ayudado en absoluto —respondió Scott bruscamente—. Quiero que hagas una asociación libre. «Voces». Dime lo primero que se te ocurra.
—Identificación.
—Continúa.
—Únicas. Personales.
—Sigue.
Ted se encogió de hombros.
—La señora Mechan. Ella sacó varias veces el tema. Al parecer tenía la idea de tomar clases de fonética y armó una discusión sobre acentos y voces.
Scott pensó en lo que Alvirah había susurrado. «No era el doctor… No era su voz…». Mentalmente, repasó las conversaciones que Alvirah había grabado. Identificación. Únicas. Personales.
La voz del barón en la última cinta. De repente, contuvo el aliento.
—¿Ted, recuerdas alguna otra cosa que haya dicho la señora Meehan acerca de las voces? ¿Algo sobre Craig imitando la tuya?
Ted frunció el entrecejo.
—Me preguntó acerca de una historia que había leído hace años en la revista People… Que Craig solía contestar mis llamadas durante la universidad y que las muchachas no se daban cuenta de la diferencia. Le dije que era cierto. Que en la universidad Craig nos entretenía a todos con sus imitaciones.
—Y ella trató de que le hiciera una demostración y él se negó. —Scott vio la mirada de sorpresa y meneó la cabeza con impaciencia—. No importa cómo lo supe, pero eso era lo que Elizabeth quería que notara al escuchar las cintas.
—No sé de qué estás hablando.
—La señora Meehan le insistía a Craig para que imitara tu voz. ¿No te das cuenta? No quería que nadie pensara que es un buen imitador. El testimonio de Elizabeth en tu contra se basa en el único hecho de haber oído tu voz. Elizabeth sospecha de él, y si él se da cuenta, irá tras ella.
Alarmado, cogió a Ted de un brazo.
—¡Vamos! —le gritó—. Tenemos que apresurarnos antes de que sea demasiado tarde. —Mientras corría hacia la salida, le gritó las órdenes al patrullero—: Llama a Elizabeth Lange a «Cypress Point». Dile que se quede en su cuarto y que cierre la puerta con llave. Envía otro patrullero para allá.
Corrió por el vestíbulo con Ted pisándole los talones. Ya en el coche, Scott conectó la sirena. «Es demasiado tarde para ti —pensó mientras en su mente se dibujaba la imagen del asesino—. Matar a Elizabeth no te ayudará en nada…».
El automóvil corría por la autopista entre Salinas y Pebble Beach. Scott daba instrucciones por radio. Mientras Ted escuchaba, el impacto de lo que oía penetró en su conciencia; las manos que habían sostenido a Leila por encima de la balaustrada se convirtieron en brazos, un hombro, tan conocido como el suyo, y al darse cuenta de que Elizabeth estaba en peligro, apretó los pies contra el suelo en un esfuerzo inútil por hacer contacto con un acelerador imaginario.
*****
¿Ella había estado jugando con él? Por supuesto que sí. Pero al igual que los demás, lo había subestimado. Y, como los demás, pagaría por ello.
Con metódica calma, se quitó la ropa y abrió la maleta. La máscara estaba encima del traje de neopreno y de la botella de oxígeno. Le hacía gracia recordar cómo, en el último momento, Sammy lo había reconocido a través de las gafas. Cuando la llamó imitando la voz de Ted, ella corrió a su encuentro. Pero toda la evidencia que había planeado con tanto cuidado, incluso el nuevo testigo, no habían convencido a Elizabeth.
El traje de neopreno era una molestia. Cuando todo terminara, se desharía de todo ese equipo. En caso de que alguien cuestionara la muerte de Elizabeth, no sería bueno tener una prueba visible de que era un excelente buzo. Ted, por supuesto, lo recordaría. Pero en todos esos meses, a Ted ni siquiera se le había cruzado por la cabeza que tenía esa habilidad especial para imitarlo. Ted, tan estúpido, tan ingenuo. «Traté de llamarte, lo recuerdo bien». Y así, Ted se había convertido en la coartada perfecta. Hasta que esa estúpida de Alvirah Mechan comenzó a acosarlo: «Déjeme oír cómo imita la voz de Ted. Sólo una vez. Por favor, diga cualquier cosa». Hubiera querido ahorcarla ahí mismo, pero había tenido que esperar hasta ayer, cuando se adelantó y entró primero en la sala C y la aguardó en la habitación con la aguja hipodérmica en la mano. Qué lástima que no se haya dado cuenta de su gran imitación cuando creyó escuchar la voz del barón.
Se había puesto el traje. Se colocó la botella de oxígeno en la espalda, apagó las luces y aguardó. Todavía se le helaba la sangre al pensar que la noche anterior había estado a punto de abrir la puerta y encontrar a Ted. Ted había querido conversar con él. «Estoy empezando a pensar que tú eres mi único amigo verdadero», le había dicho.
Abrió levemente la puerta y aguardó. No había nadie a la vista y no se oían pisadas. Comenzaba a caer la niebla, de modo que le sería fácil esconderse detrás de los árboles hasta llegar a la piscina. Tenía que llegar allí antes que ella, aguardarla y, cuando pasara a su lado, sacarle el silbato antes de que pudiera usarlo.
Salió sin hacer ruido y comenzó a caminar por el césped, evitando las zonas iluminadas por los faroles. Si hubiera podido terminar todo el lunes a la noche… Pero había visto a Ted de pie, cerca de la piscina, observando a Elizabeth…
Ted siempre en su camino. Siempre el que tenía el dinero y la apariencia, siempre rodeado de mujeres hermosas. Se había forzado a aceptarlo, a tratar de ser útil para Ted, primero en la universidad, luego en el trabajo: el tenaz, ayudante. Había tenido que luchar para ascender hasta que ese accidente aéreo donde murieron los ejecutivos lo convirtió en la mano derecha de Ted, y luego, cuando perdió a Kathy y a Teddy, había podido reemplazarlo y tomar las riendas de la compañía…
Hasta Leila.
Sintió un dolor en el pecho al recordar a Leila. Cómo había sido hacer el amor con ella. Hasta que lo llevó allí y le presentó a Ted. Y ella lo descartó, como la basura que se arroja al cesto.
Vio esos brazos esbeltos abrazar a Ted, ese cuerpo impúdico apoyarse contra el de Ted, y se había alejado pues no podía soportar el verlos juntos. Entonces planeó vengarse, esperando el momento justo.
Y lo había encontrado con la obra. Tuvo que demostrar que la inversión en ella había sido un error. Ya era obvio que Ted comenzaba a enfriarse. Y era su oportunidad para destruir a Leila. El exquisito placer de enviar esas cartas, de verla caer. Incluso se las había mostrado al recibirlas. Y le había aconsejado que las quemara, que no se las mostrara a Ted ni a Elizabeth. «Ted se está cansando de tus celos y si le dices a Elizabeth lo triste que estás, ella podría abandonar la obra para venir a estar contigo. Eso podría arruinar su carrera».
Agradecida por el consejo, Leila estuvo de acuerdo. «Pero dime —le había rogado—. ¿Hay otra mujer?». Sus elaboradas protestas tuvieron el efecto deseado. Ella creyó en las cartas.
No se había preocupado por las últimas dos. Creyó que la correspondencia sin abrir se había arrojado a la basura. Pero no importaba. Cheryl había quemado una y él le había quitado a Sammy la otra. Por fin todo le estaba saliendo bien. Mañana se convertiría en el presidente y director de las «Empresas Winters».
Llegó a la piscina.
Entró en el agua oscura y nadó hasta la parte más profunda. Elizabeth siempre se tiraba al agua en ese extremo. Aquella noche en «Elaine’s» supo que había llegado el momento de matar a Leila. Todos creerían que se había suicidado. Había entrado por una de las suites de invitados del piso superior del dúplex y los oyó pelear, oyó cuando Ted salió y, entonces, tuvo la idea de imitar su voz y de hacer que Elizabeth creyera que estaba con Leila antes de que ella muriera.
Oyó pasos en el camino. Ella se acercaba. Pronto, él estaría a salvo. En esas semanas después de la muerte de Leila llegó a pensar que había perdido. Ted no quedó deshecho. Se volcó hacia Elizabeth. La muerte fue considerada un accidente. Hasta ese inesperado golpe de suerte cuando apareció la loca y dijo que había visto a Ted luchar con Leila. Y Elizabeth se convirtió en el testigo principal.
Estaba destinado a que todo saliera así. Ahora Helmut y Syd se habían convertido en testigos materiales en contra de Ted. El barón no podría negar que oyó a Ted pelear con Leila. Syd lo vio en la calle. Hasta Ted debió de haberlo visto en la terraza, pero con lo ebrio y muy oscuro, relacionó ese episodio con lo sucedido con su padre.
Los pasos se acercaban cada vez más. Se sumergió hasta el fondo de la piscina. Ella estaba tan segura de sí misma, era tan inteligente…, esperaba que fuera allí, que la atacara, segura de poder nadar más rápido que él, lista para tocar el silbato y pedir ayuda. Pero no tendría oportunidad de hacerlo.
*****
Eran las diez y la atmósfera de «Cypress Point» era diferente. Muchos de los bungalows ya estaban a oscuras y Elizabeth se preguntó cuántas personas ya se habrían marchado. El show había terminado; la condesa y sus amigas debieron de partir antes de la cena; el jugador de tenis y su amiguita no estuvieron en el comedor.
La niebla ya se había asentado, pesada, penetrante, envolvente. Hasta los faroles a lo largo del sendero parecía que tuvieran los cristales empañados.
Dejó la bata junto a la piscina y estudió con atención el agua. Estaba totalmente quieta. Todavía no había nadie.
Palpó el silbato que llevaba al cuello. Lo único que tendría que hacer era apoyar los labios sobre él. Un toque y la ayuda vendría de inmediato.
Se tiró al agua. Esta le parecía fría. ¿O era porque estaba asustada? «Puedo nadar más aprisa que cualquiera», se tranquilizó a sí misma. Es la única forma. ¿Le aceptarían el desafío?
«Voces». Alvirah Meehan había insistido en eso. Y esa insistencia podría haberle costado la vida. Eso era lo que había tratado de decirles. Se había dado cuenta de que no era la voz de Helmut.
Había llegado al extremo norte de la piscina; giró y comenzó a nadar de espaldas. «Voces». Era su identificación de la voz de Ted la que lo situó en aquel cuarto con Leila, unos minutos después de su muerte.
La noche del crimen, Craig dijo que estaba en su apartamento mirando un programa de televisión cuando Ted trató de comunicarse con él. Ted había sido su coartada.
«Voces».
Craig quería que Ted fuera declarado culpable, y ahora estaba a punto de delegar en él la dirección de las «Empresas Winters».
¿Cuando le preguntó a Craig si había cambiado el mensaje de su contestador, lo había asustado lo suficiente como para forzarlo a un ataque?
Elizabeth comenzó a nadar en estilo libre. Desde abajo sintió que un par de brazos la rodeaban, aprisionándole los suyos a ambos lados del cuerpo. Al abrir la boca sorprendida tragó un poco de agua. Mientras tosía luchando por respirar, se vio arrastrada hacia el fondo de la piscina. Comenzó a dar patadas con los talones, pero resbalaban sobre el pesado traje de goma de su asaltante. Con un desesperado golpe de fuerza, le clavó ambos codos en las costillas. Por un instante, los brazos que la sostenían se aflojaron y Elizabeth logró subir a la superficie. Apenas pudo emerger la cabeza y tomar una bocanada de aire, cuando los brazos volvieron a envolverla y arrastrarla hacia abajo, a las oscuras aguas de la piscina.