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Mucho antes de que los primeros rayos de sol anunciaran otro día brillante en la península de Monterrey, Ted estaba despierto pensando en las semanas que tenía por delante. El juicio. El banquillo del acusado, donde se sentaría, sintiendo las miradas de los demás posadas sobre él, tratando de captar el impacto del testimonio sobre los miembros del jurado. El veredicto: culpable de asesinato en segundo grado. «¿Por qué segundo grado? —le había preguntado a su primer abogado—. Porque en el Estado de Nueva York, el primer grado se reserva para los agentes del orden público. Pero en realidad, en lo referente a sentencias, es lo mismo»… «De por vida —se dijo—. Una vida en prisión».

*****

A las seis se levantó para salir a correr. La mañana era clara y fresca, pero sería un día caluroso. Sin saber muy bien adonde ir, dejó que sus pasos eligieran solos el camino y no se sorprendió cuando, al cabo de veinte minutos, se encontró frente a la casa de su abuelo en Carmel. Quedaba frente al océano. En aquel entonces era blanca, pero los actuales propietarios la habían pintado de un verde musgo; era bonita, pero él la prefería de blanco porque de ese modo reflejaba el sol de la tarde. Uno de sus primeros recuerdos era de esa playa. Su madre lo ayudaba a construir castillos de arena, riendo, con el cabello oscuro sobre el rostro, feliz de estar allí y no en Nueva York, agradecida por el descanso. ¡Ese maldito bastardo que había sido su padre! La forma en que trataba a su madre, la ridiculizaba, se burlaba de ella. ¿Por qué? ¿Qué hace que una persona sea tan cruel? ¿O era el alcohol lo que poco a poco fue convirtiendo a su padre en ese ser salvaje y maligno en que finalmente se convirtió? Eso era su padre: botella y puños. ¿Había heredado él su carácter siniestro?

Ted permaneció de pie en la playa, observando la casa, viendo a su madre en el porche, recordando a sus abuelos en el funeral de su madre, escuchando que su abuelo decía: «Tendríamos que haber hecho que lo dejara». Y su abuela que le respondía: «Ella no lo habría dejado, porque ello habría significado dejar a Ted».

De niño se preguntó si todo habría sido por su culpa. Aún seguía haciéndose la misma pregunta. Y seguía sin hallar la respuesta.

Vio que alguien lo miraba desde una ventana y, rápidamente, retomó la marcha.

Bartlett y Craig lo aguardaban en su bungalow. Ellos ya habían desayunado. Ted fue hasta el teléfono y ordenó un zumo, café y tostadas.

—Regresaré en seguida —les dijo. Se duchó y se puso un par de pantalones cortos y una camiseta de algodón. Cuando salió, la bandeja del desayuno estaba aguardándolo—. Qué servicio más rápido. Min sí que sabe cómo dirigirlo. Habría sido una buena idea hacer una franquicia de este lugar para nuevos hoteles.

Ninguno de los dos hombres le respondió. Permanecieron sentados junto a la mesa de la biblioteca observándolo como si supieran que Ted no esperaba, o no quería, ningún comentario al respecto. Bebió el zumo de un trago y tomó la taza de café.

—Mañana partiremos a Nueva York. Craig, organiza una reunión de dirección urgente para el sábado por la mañana. Voy a renunciar como presidente y director de la compañía y te nombraré en mi lugar.

Su expresión hizo que Craig no discutiera. Se volvió hacia Bartlett con frialdad.

—He decidido declararme culpable, Henry. Quiero que me prepares para la mejor y para la peor sentencia que puedo esperar.