«¿Y eso que prueba?», se preguntó Elizabeth mientras se dirigía del edificio principal a la clínica. Si Helmut escribió la obra, debe de estar pasando un mal momento. El autor había invertido un millón de dólares en la producción. Era por eso que Min quería llamar a Suiza. Su canasta de huevos en una cuenta numerada era una broma permanente.
—Nunca estaré arruinada —solía jactarse.
Min quería que absolvieran a Ted para poder poner los «Cypress Point» en todos sus nuevos hoteles. Helmut tenía una razón mucho más importante. Si él era «Clayton Anderson», sabía que la canasta de huevos estaba vacía.
Elizabeth decidió que le obligaría a decirle la verdad.
La recepción de la clínica estaba en silencio, pero la recepcionista no estaba en su escritorio. Del otro lado del pasillo, Elizabeth oyó pasos y voces. Corrió hacia el lugar de donde provenían los sonidos. Se iban abriendo puertas en el corredor a medida que los pacientes terminaban sus tratamientos.
Al final del corredor había una puerta abierta. Era la de la sala C, donde la señora Meehan iba a recibir su tratamiento. Y de allí provenían los ruidos. «¿Algo había salido mal?», pensó Elizabeth. Invadida por la angustia, hizo a un lado a una enfermera que intentaba cerrarle el paso y se introdujo en la sala.
—¡No puede entrar allí! —dijo la enfermera temblando.
Elizabeth la hizo a un lado.
Helmut estaba inclinado sobre la camilla de tratamientos. Le estaba comprimiendo el pecho a Alvirah Meehan. Ésta tenía colocada una máscara de oxígeno. El ruido del pulmón artificial dominaba el lugar. Le habían sacado la manta y quitado el vestido, que yacía arrugado debajo de ella con ese incongruente broche mirando hacia arriba. Mientras Elizabeth observaba, demasiado horrorizada como para hablar, una enfermera le entregó a Helmut una aguja. Este la puso en una jeringa y luego la aplicó en el brazo de Alvirah. Un enfermero siguió comprimiéndole el pecho.
A la distancia, Elizabeth sintió la sirena de una ambulancia que se acercaba.
*****
Eran las cuatro y cuarto de la tarde cuando Scott fue informado de que Alvirah Meehan, la ganadora de cuarenta millones de dólares a la lotería, se hallaba en el hospital de Monterrey y de que podría ser la víctima de un intento de homicidio. El patrullero que le avisó había respondido a la llamada de emergencia y acompañado la ambulancia a «Cypress Point». Los asistentes sospechaban que se trataba de alguna mala jugada y el médico de guardia estaba de acuerdo con ellos. El doctor Von Schreiber sostenía que todavía no le habían puesto ninguna inyección de colágeno, pero una gota de sangre en su rostro indicaba que había recibido una inyección hacía muy poco.
¡Alvirah Meehan! Scott se frotó los ojos cansados. La mujer era inteligente. Recordó sus comentarios durante la cena. Era como el niño de la fábula El Traje Nuevo del Emperador que dice: «¡El Emperador está desnudo!».
¿Por qué querría alguien herir a Alvirah Meehan? Pensar que habían querido matarla le parecía increíble.
—Voy para allá —dijo antes de colgar el teléfono.
La sala de espera del hospital era agradable y abierta, con plantas y una fuente, muy parecida al vestíbulo de un hotel pequeño. Cada vez que la veía, recordaba las horas que había pasado en ella cuando Jeanie estaba internada…
Le informaron que los médicos estaban atendiendo a la señora Meehan, y que el doctor Whitley lo recibiría en poco tiempo. Elizabeth llegó mientras él esperaba.
—¿Cómo está?
—No lo sé.
—No tendría que haberse dado esas inyecciones. Estaba muy asustada. Tuvo un ataque cardíaco, ¿verdad?
—Aún no lo sabemos. ¿Cómo llegaste hasta aquí?
—Min. Vinimos en su coche. Ahora está aparcando. Helmut ha venido en la ambulancia con la señora Meehan. Esto no puede ser verdad. —Elizabeth había levantado el tono de voz y las demás personas de la sala la observaban.
Scott hizo que se sentase en el sofá, a su lado.
—Elizabeth, contrólate. Sólo hace unos días que conoces a la señora Meehan. No puedes dejar que esto te afecte así.
—¿Dónde está Helmut? —Min acababa de llegar y su voz era tan inexpresiva como si no le quedara emoción alguna. Ella también parecía no creer en lo que estaba sucediendo. Se acercó al sofá y se dejó caer en una silla frente a ellos—. Debe de estar tan perturbado… Ah, aquí está.
Para el ojo práctico de Scott, el barón parecía haber visto un fantasma. Llevaba el exquisito traje azul que usaba para trabajar. Se dejó caer pesadamente en una silla junto a Min y le tomó la mano.
—Está en coma. Dicen que le dieron alguna inyección. Min, es imposible, te lo juro, imposible.
—Quédense aquí —dijo Scott dirigiéndose a los tres. Desde el otro extremo del largo corredor, había visto que el director del hospital le hacía señas.
*****
Hablaron en su oficina privada.
—Le dieron alguna inyección que le provocó un shock —dijo directamente el doctor Whitley. Era un hombre alto, de sesenta años y de expresión afable. Ahora, su mirada era fría y Scott recordó que su viejo amigo había estado en la Fuerza Aérea durante la Segunda Guerra Mundial.
—¿Vivirá?
—No puedo decirlo. Tal vez sea irreversible. Trató de decir algo antes de caer en coma profundo.
—¿Qué?
—Algo así como «voy». Es todo lo que dijo.
—Eso no ayuda. ¿Y qué dice el barón? ¿Tiene alguna idea de cómo pudo pasar esto?
—La verdad, Scott, es que no lo dejamos que se le acercara.
—Supongo que no lo tienes en buen concepto.
—No tengo razones para dudar de su capacidad. Pero hay algo en él que me resulta falso cada vez que lo miro. Y si él no fue quien le dio la inyección a la señora Meehan, ¿quién diablos lo hizo?
Scott echó la silla hacia atrás.
—Es lo que trataré de averiguar.
Cuando salía de la oficina, Whitley lo llamó y le dijo:
—Scott, algo que podría ayudamos… ¿Alguien podría revisar la habitación de la señora Meehan y traemos cualquier medicamento que haya estado tomando? Hasta que nos pongamos en contacto con su marido y conozcamos su historial clínico no sabemos a qué atenemos.
—Me ocuparé en persona.
*****
Elizabeth regresó a «Cypress Point» con Scott. En el camino, le contó que había encontrado un pedazo de la carta en la habitación de Cheryl.
—¡Entonces fue ella quien escribió las cartas! —exclamó.
Scott meneó la cabeza.
—Sé que puede parecer una locura, y que Cheryl puede mentir con la misma facilidad que nosotros respiramos, pero estuve pensando en esto todo el día y tengo la sensación de que dice la verdad.
—¿Y qué pasa con Syd? ¿Has hablado con él?
—Todavía no. Es probable que ella haya admitido que robó la carta, y entonces él la rompió para que no se viera comprometida. Decidí esperar un poco antes de interrogarlo. A veces funciona. Pero te digo que me inclino a creer su historia.
—Pero si ella no fue, ¿quién lo hizo?
Scott la miró antes de responder.
—No lo sé. Quiero decir, todavía no lo sé.
*****
Min y el barón siguieron el coche de Scott en el descapotable de ella. Min conducía.
—La única forma de ayudarte es saber la verdad —le dijo a su marido—. ¿Le hiciste algo a esa mujer?
El barón encendió un cigarrillo e inhaló profundamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas. El tinte rojizo de su cabello parecía cobrizo bajo la luz del sol de la tarde. Llevaban abierta la capota. Una brisa fresca había reemplazado la humedad del día. En el aire había una sensación otoñal.
—¿Qué tontería estás diciendo Minna? Fui a la sala y ella no podía respirar. Le salvé la vida. ¿Qué razón tendría para hacerle daño?
—¿Helmut, quién es Clayton Anderson?
—No sé de qué estás hablando —murmuró.
—Oh, creo que sí lo sabes. Elizabeth vino a verme. Leyó la obra. Por eso estabas tan molesto esta mañana, ¿verdad? No era por la agenda. Era la obra. Leila había hecho notas en el margen. Ella señaló esa frase estúpida que utilizas en los anuncios. Elizabeth la vio. Y también la señora Meehan. Ella asistió a uno de los ensayos. Por eso trataste de matarla, ¿no es así? Querías seguir encubriendo que tú escribiste esa obra.
—Minna, te lo repito: ¡Estás loca! Por lo que sabemos, esa mujer pudo haberse auto-inyectado.
—Tonterías. Se pasaba el tiempo hablando de su miedo a las inyecciones.
—Pudo haber estado disimulando.
—El autor invirtió un millón de dólares en la obra. Si tú eres ese autor, ¿de dónde pudiste sacar el dinero?
Habían llegado a la entrada de «Cypress Point». Min disminuyó la velocidad y lo miró con expresión seria.
—Traté de llamar a Suiza para que me dieran el saldo de mi cuenta. Por supuesto que era después del horario de trabajo. Volveré a llamar mañana. Helmut, espero que, por tu bien, ese dinero esté en mi cuenta.
*****
Se encontraron en el porche del bungalow de Alvirah Meehan. El barón abrió la puerta y entraron. Scott vio que Min se había aprovechado de la ingenuidad de Alvirah. Ése era el bungalow más caro de todos: el lugar que utilizaba la Primera Dama cuando creía adecuado tomarse un descanso. Había una sala, un comedor, una biblioteca, un inmenso dormitorio con una cama enorme y dos baños completos en el primer piso. «Se lo encajaste bien», pensó Scott.
Su inspección del lugar fue bastante breve. El cajón de medicamentos del baño sólo contenía cosas comunes: aspirinas, gotas nasales, pastillas para la artritis y «Vicks Vaporub». «Una buena señora a quien a la noche se le tapa la nariz y que probablemente sufre de artritis».
Le pareció que el barón quedaba desilusionado. Bajo el cuidadoso escrutinio de Scott, Helmut insistió en que se abrieran todos los frascos y se examinara el contenido para ver si no había algún otro medicamento mezclado con las píldoras comunes. ¿Estaría actuando? ¿Qué tan buen actor era el Soldadito de Juguete?
En el armario de Alvirah encontraron camisones viejos junto a vestidos y túnicas costosas, todas compradas en «Martha Park Avenue» y en la boutique de «Cypress Point».
Una nota incongruente era el costoso cassette japonés escondido en uno de sus bolsos que hacía juego con el resto de su equipaje «Louis Vuitton». Scott alzó la mirada. ¡Equipo profesional y sofisticado! No lo hubiese esperado de Alvirah Mechan.
Elizabeth observó cómo revisaba las cassettes. Tres de ellas estaban marcadas en orden numérico. El resto, en blanco. Scott se encogió de hombros, las guardó en el bolso y lo cerró. Se fue a los pocos minutos. Elizabeth lo acompañó hasta su automóvil. Durante el viaje, no le había comentado nada acerca de su sospecha de que Helmut había escrito la obra. Primero quería estar segura, hablar con Helmut para asegurarse. «Aún es posible que Clayton Anderson exista», se dijo.
Eran las seis en punto cuando el automóvil de Scott desapareció tras las puertas de «Cypress Point». Estaba refrescando. Elizabeth metió las manos en los bolsillos y encontró el broche con forma de sol de Alvirah. Lo había sacado de su ropa después de que partiera la ambulancia. Era obvio que tenía un gran valor sentimental para ella.
Habían mandado llamar al marido de Alvirah. Le daría el broche cuando lo viera, al día siguiente.