Con una inquietud nada familiar, Alvirah recorrió el sendero bordeado por setos que conducía a la sala de tratamientos C. Las instrucciones que le había dado la enfermera fueron confirmadas por la nota que recibió con la bandeja del desayuno esa mañana. Éstas eran tranquilizadoras, pero, aun así, ahora que había llegado el momento, Alvirah sentía un poco de temor.
Para asegurar una total intimidad, la nota decía que los pacientes accedían a las salas de tratamiento por puertas externas individuales. Alvirah tenía cita a las tres de la tarde en la sala C, donde podría acostarse sola en la camilla. Como Alvirah Meehan sentía un especial temor por las agujas, le darían un «Valium» más fuerte que le permitiría descansar hasta las tres y media, hora en la que el doctor Von Schreiber le aplicaría el tratamiento. Permanecería descansando media hora más, para permitir que desaparecieran los efectos del sedante.
Los setos floridos tenían una altura de un metro ochenta, y caminar entre ellos la hizo sentir como una muchachita en una morada campestre. El día era cálido, pero allí la vegetación mantenía la humedad y las azaleas le recordaban las que adornaban la fachada de su casa. Habían estado realmente hermosas la primavera pasada.
Llegó a la puerta de la sala de tratamientos. Estaba pintada de azul claro y una letra C dorada le confirmó que estaba en el lugar indicado. Con vacilación, giró el pomo y entró en la sala.
El lugar parecía el tocador de una mujer. Estaba empapelado con motivos florales y la alfombra era de un verde claro: había un tocador pequeño y un sillón. La camilla estaba preparada como una cama, con sábanas que hacían juego con el empapelado de la pared, una manta de color rosa claro y una almohada con puntilla. Sobre la puerta del armario había un espejo con bordes dorados. Sólo la presencia de un armario con elementos médicos sugería el verdadero propósito del cuarto, e incluso ese mueble era de madera blanca con puertas de vidrio.
Alvirah se quitó las sandalias y las dejó, una junto a la otra, debajo de la camilla. Calzaba el 40 y no quería que el médico tropezara con ellos en medio del tratamiento. Se acostó en la camilla, se cubrió con la manta y cerró los ojos.
Los abrió un segundo después, al oír entrar a la enfermera. Era Regina Owens, la asistenta principal, la misma que le había hecho la ficha personal.
—No esté tan afligida —le dijo la señorita Owens. A Alvirah le caía bien. Le recordaba a una de las mujeres a las que les limpiaba la casa. Tenía unos cuarenta años, cabello corto y oscuro, ojos grandes y una sonrisa agradable.
La enfermera le alcanzó un vaso de agua y un par de pastillas.
—La harán sentirse bien y un poco soñolienta, y ni siquiera se dará cuenta cuando la estén embelleciendo.
Obedientemente, Alvirah se las puso en la boca y tragó el agua.
—Me siento como un bebé —se disculpó.
—De ninguna manera. Se sorprendería al saber cuántas personas tienen miedo de las agujas. —La señorita Owens se colocó detrás de ella y comenzó a masajearle las sienes—. Está tensa. Ahora, le pondré un paño frío en los ojos y usted se relajará y se dejará caer en un sueño. El doctor y yo regresaremos en media hora. Para entonces, es probable que ni se entere de que estamos aquí.
Alvirah sintió la presión de los dedos en las sienes.
—Eso me hace bien —murmuró.
—Ya lo creo. —Durante unos minutos, la señorita Owens continuó masajeándole las sienes y luego la nuca. La invadió un agradable sopor. Luego, sintió que le colocaban un paño frío sobre los ojos. Casi no oyó el ruido de la puerta cuando la señorita Owens salió.
Muchas ideas le daban vueltas por la cabeza, como hebras sueltas que no lograba unir.
«Una mariposa flotando en una nube…».
Comenzaba a recordar por qué le resultaba familiar. Estaba casi ahí.
—¿Me oye, señora Meehan?
No se dio cuenta de que había entrado el barón Von Schreiber. Su voz le parecía baja y ronca. Esperaba que el micrófono pudiera captarla. Quería grabarlo todo.
—Sí. —Su voz también sonaba lejana.
—No se asuste, sentirá un leve pinchazo.
Tenía razón. Casi no sintió nada, sólo una ligera sensación como de picadura de un mosquito. ¡Y pensar lo asustada que llegó a sentirse! El doctor le había dicho que le aplicaría el colágeno en diez o doce puntos a ambos lados de la boca. ¿Qué estaba esperando?
Se le hacía difícil respirar. No podía respirar.
—¡Auxilio! —gritó, pero las palabras no le salían. Abrió la boca tratando de respirar con desesperación. Se estaba marchando. No podía mover ni el pecho ni los brazos. «Oh, Dios, ayúdame, ayúdame», pensó.
Luego, sobrevino la oscuridad. En ese momento se abrió la puerta y la enfermera Owens le preguntó:
—Aquí estamos, señora Meehan. ¿Está preparada para su tratamiento de belleza?