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Mientras que Craig y Bartlett salieron para enfrentarse al sheriff, Ted se quedó haciendo gimnasia. Cada aparato que utilizaba parecía enfatizar su propia situación. El bote de remo que no conducía a ninguna parte; la bicicleta que por mucho que pedaleara no se movía del lugar. Logró intercambiar algunas bromas superficiales con los otros hombres que estaban en el gimnasio: el director de la Bolsa de valores de Chicago, el presidente del «Atlantic Banks», un almirante retirado.

Sintió que ninguno de ellos sabía qué decirle, y que no querían desearle «buena suerte». Era más fácil para ellos —y para él— dedicarse a los aparatos y concentrarse en sacar músculos.

Los hombres se ablandan en la prisión. Ejercicio insuficiente. Aburrimiento. Palidez. Ted estudió su piel bronceada. No le duraría mucho tras las rejas.

Había quedado en reunirse con Craig y Bartlett a las diez en su bungalow pero resolvió ir a nadar a la piscina cubierta. Hubiera preferido la piscina olímpica, pero Elizabeth podía estar allí y no quería encontrársela.

Había nadado unas diez veces la piscina cuando vio que Syd entraba por el otro extremo. Estaban a seis calles de distancia, pero luego de una breve brazada, prefirió ignorarlo. Pero después de veinte minutos, cuando los tres nadadores que estaban entre los dos se fueron, lo sorprendió el ver que Syd nadaba a su lado. Tenía una brazada potente y se movía con precisión de un extremo a otro de la piscina. Ted quiso adelantarse, pero Syd obviamente lo alcanzó. Después de seis vueltas, los dos habían empatado.

Salieron del agua al mismo tiempo. Syd se colocó una toalla sobre los hombros y se acercó al otro lado de la piscina.

—Buen trabajo. Estás en buena forma.

—Estuve nadando todos los días en Hawai durante un año y medio. Debería estarlo.

—La piscina de mi club no es como Hawai, pero me mantiene en forma. —Syd miró alrededor. Había jacuzzi en los dos extremos del salón vidriado—. Ted, tengo que hablarte en privado.

Se dirigieron al extremo opuesto. Había dos nadadores nuevos en la piscina, pero no podían oírlos. Ted observó cómo Syd se pasaba la toalla por el cabello castaño oscuro. Notó, sin embargo, que el pelo del pecho de Syd era totalmente gris. «Eso sería lo siguiente —pensó—. Envejeceré y se me pondrá el cabello gris en la prisión».

Syd fue directamente al grano.

—Ted, estoy en serios problemas. Y con tipos que juegan duro. Todo comenzó con esa maldita obra. Pedí prestado demasiado. Pensé que me arreglaría. Si Cheryl consigue este papel, estoy otra vez en línea. Pero ya no puedo detenerlos más. Necesito un préstamo. Ted, me refiero a un préstamo. Pero lo necesito ahora.

—¿Cuánto?

—Seiscientos mil dólares. Ted, no significa mucho para ti. Y me lo debes.

—¿Te lo debo?

Syd miró alrededor y se aproximó más. Acercó la boca al oído de Ted.

—Nunca lo habría dicho… Nunca te dije ni siquiera a ti que lo sabía… Pero Ted, yo te vi aquella noche. Pasaste junto a mí a una calle de distancia del apartamento de Leila. Tenías la cara ensangrentada y las manos arañadas. Estabas en estado de shock. No lo recuerdas, ¿no es así? Ni siquiera me oíste cuando te llamé. Seguiste corriendo. —La voz de Syd se convirtió en un susurro—. Ted, yo te alcancé y te pregunté qué había sucedido y tú me dijiste que Leila había muerto, que había caído por la terraza. Ted, luego agregaste… Juro por Dios que lo hiciste…: «Mi papá la empujó, mi papá la empujó». Eras como un niñito que trataba de echarle a otro la culpa por algo que tú habías hecho. Incluso hablabas como un niño pequeño.

Ted sintió una oleada de náuseas.

—No te creo.

—¿Y por qué mentiría? Ted, tú corriste por esa calle. Se acercó un taxi. Casi te pasa por encima cuando lo detuviste. Pregúntale al taxista que te llevó hasta Connecticut. Será uno de los testigos, ¿verdad? Pregúntale si no estuvo a punto de atropellarte. Soy tu amigo. Sé lo que sentiste cuando Leila se volvió loca en «Elaine’s». Cuando te vi, iba a verla para tratar de hacerla entrar en razones. Estaba tan enojado como para haberla matado yo mismo. ¿Te lo había mencionado alguna vez? ¿Se lo he mencionado a alguien? Tampoco lo haría ahora, pero estoy desesperado. ¡Tienes que ayudarme! Si no aparezco con el dinero en cuarenta y ocho horas, estoy acabado.

—Tendrás el dinero.

—Oh, Dios, sabía que podía contar contigo. Gracias, Ted. —Syd apoyó las manos en los hombros de Ted.

—No me pongas las manos encima —le gritó. Los nadadores los miraron con curiosidad. Ted se soltó, tomó la toalla y salió corriendo.