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El teléfono de Elizabeth comenzó a sonar a las seis de la mañana. Contestó todavía dormida. Sentía los párpados pesados y a punto de cerrarse en cualquier momento. Los efectos del sedante no la dejaban pensar con claridad.

Era William Murphy, el ayudante del fiscal de distrito de Nueva York. Las palabras con las que la saludó terminaron de despertarla.

—Señorita Lange, pensé que quería que el asesino de su hermana fuera condenado. —Sin esperar una respuesta, prosiguió—: ¿Puede explicarme por qué está en el mismo lugar que Ted Winters?

Elizabeth se incorporó y apoyó los pies en el suelo.

—No sabía que estaría aquí. No me he acercado a él.

—Puede ser verdad, pero en cuanto lo vio tendría que haber regresado a casa. Mire la edición del Globe de esta mañana. Hay una foto de ustedes dos abrazados.

—Yo nunca…

—Fue tomada durante el funeral de Leila, pero la forma en que se miran está abierta a interpretaciones. ¡Salga de allí ahora mismo! ¿Y qué es esta historia de la secretaria de su hermana?

—Es por ella que no me puedo ir. —Elizabeth le contó acerca de las cartas y de la muerte de Sammy—. No me acercaré a Ted —le prometió—, pero me quedaré hasta mañana, tal como lo había planeado. Eso me da dos días para tratar de encontrar la carta que tenía Dora o saber quién se la quitó.

Como Elizabeth no quiso cambiar de opinión, por fin Murphy se decidió a cortar, no sin antes advertirle:

—Si el asesino de su hermana anda suelto, pregúntese de quién es la culpa. —Hizo una pausa y agregó—: Y ya se lo dije antes: cuídese.

*****

Corrió hasta Carmel. Allí conseguiría los diarios de Nueva York. Era otro hermoso día de verano. Las limusinas y los «Mercedes» descapotables se dirigían en fila hacia los campos de golf. Otros corredores la saludaron con amabilidad. Los cercos particulares protegían las residencias de la mirada indiscreta de los turistas, pero en los espacios intermedios podía verse el Pacífico. «Un hermoso día para estar viva», se dijo Elizabeth y tembló al pensar en la imagen del cuerpo de Sammy en el depósito de cadáveres.

Se detuvo en una cafetería sobre Ocean Avenue para leer el Globe. Alguien les había tomado la fotografía al finalizar el funeral. Ella había comenzado a llorar. Ted estaba a su lado. La había abrazado y atraído hacia sí. Trató de no recordar lo que había sentido el estar en sus brazos.

Con un repentino desprecio hacia sí misma, dejó el dinero en la mesa y salió. Caminó hacia la salida, y arrojó el diario a un cubo de basura. Se preguntó quién habría filtrado la información al diario. Pudo haber sido alguien del personal. Min y Helmut sufrían muchas filtraciones. También podía haber sido uno de los huéspedes quien, a cambio de un poco de publicidad personal, mantenía informados a los columnistas. O la misma Cheryl.

Cuando regresó a su bungalow, Scott estaba sentado en el porche, aguardándola.

—Eres madrugador —le dijo ella.

Scott tenía ojeras.

—No dormí bien anoche. Hay algo en la caída de Sammy a la piscina que no termina de convencerme.

Elizabeth tuvo un sobresalto al pensar en la cabeza manchada de sangre de Sammy.

—Lo siento —se disculpó Scott.

—Está bien. Yo también me siento así. ¿Hallaste alguna otra de esas cartas?

—No. Tengo que pedirte que revisemos juntos los efectos personales de Sammy. No sé qué estoy buscando, pero tú podrías ver algo que a mí se me pase por alto.

—Dame diez minutos para ducharme y cambiarme.

—¿Estás segura de que no te hará daño?

Elizabeth se apoyó contra la barandilla del porche y le pasó una mano por el cabello.

—Si hubiera encontrado esa carta, podría pensar que Sammy sufrió un ataque y se metió en la casa de baños. Pero al desaparecer la carta… Scott, si alguien la empujó o la asustó para que cayera, esa persona es una asesina.

Las puertas de los demás bungalows comenzaban a abrirse. Hombres y mujeres con idénticas batas de toalla color marfil se dirigían a los edificios respectivos.

—Los tratamientos comienzan dentro de quince minutos —le explicó Elizabeth—. Masajes, tratamientos de belleza, baños de vapor y Dios sabe qué otras cosas. ¿No es increíble pensar que una de estas personas que recibe todos estos cuidados dejó que Sammy muriera en ese maldito mausoleo?

*****

La llamada que Craig recibió temprano era del detective privado. Evidentemente estaba preocupado.

—No hay nada más sobre Sally Ross —le dijo—, pero he oído que el ladrón que arrestaron en el edificio dice que tiene información acerca de la muerte de Leila LaSalle. Quiere llegar a un acuerdo con el fiscal de distrito.

—¿Qué tipo de información? Puede ser lo que estamos buscando.

—Mi contacto no lo cree así.

—¿Y eso qué quiere decir?

—El fiscal de distrito está contento. Tiene que pensar que ahora su posición es más fuerte.

Craig llamó a Bartlett y le relató la conversación.

—Le informaré en mi oficina —dijo Bartlett—. Puede ser que mi gente encuentre algo. Tendremos que quedamos tranquilos hasta saber qué ocurre. Mientras tanto iré a ver al comisario Alshorne. Quiero que me dé una buena explicación acerca de las cartas anónimas de las que habló. ¿Estás seguro de que Teddy no salía con otra mujer, alguien a quien esté protegiendo? Parece no darse cuenta de lo mucho que esto podría ayudarnos. Quizá, sería conveniente que se lo mencionaras.

*****

Syd estaba a punto de salir a caminar cuando sonó el teléfono. Algo le dijo que era Bob Koening. Se equivocó. Durante tres interminables minutos estuvo intentando conseguir más tiempo para pagar el resto de sus deudas.

—Si Cheryl consigue este papel, puedo pedir parte de mi comisión —explicó—. Juro que tiene más posibilidades que Margo Dresher… Koening mismo me lo dijo… Lo juro…

Cuando cortó la comunicación, se sentó en el borde de la cama. Estaba temblando. No tenía elección. Tenía que ir a ver a Ted y utilizar lo que sabía para conseguir el dinero que necesitaba.

No tenía más tiempo.

*****

Había algo indefiniblemente diferente en el apartamento de Sammy. Elizabeth sintió como si su aura hubiese desaparecido con su cuerpo físico. No habían sido regadas las plantas y había hojas muertas sobre las macetas.

—Min se puso en contacto con la prima de Sammy para ultimar los detalles del funeral —explicó Scott.

—¿Dónde está su cuerpo ahora?

—Lo recogerán hoy del depósito de cadáveres y lo enviarán a Ohio para ser enterrado en el solar de la familia.

Elizabeth pensó en el polvo de cemento pegado en la falda y la chaqueta de Sammy.

—¿Puedo darte ropa para Sammy? —preguntó—. ¿Es demasiado tarde?

—No, no lo es.

La última vez que hizo eso había sido para Leila. Sammy la había ayudado a elegir el vestido con el cual Leila sería enterrada.

—Recuerda que el ataúd estará cerrado —le había advertido Sammy.

—No es eso —le había respondido Elizabeth—. Ya conoces a Leila. Si se ponía algo que no la hacía sentir cómoda estaba mal toda la noche, a pesar de que todos los demás la vieran espléndida. Si uno supiera…

Sammy comprendió. Y juntas eligieron el vestido de seda y terciopelo verde que Leila usó la noche en que le dieron el Oscar. Ellas dos fueron las únicas que la vieron en el ataúd. La empresa funeraria se había encargado de reconstruir el hermoso rostro, de borrar las heridas, y entonces, por fin, tenía una expresión de paz. Estuvieron un rato sentadas juntas, recordando, hasta que por fin llegó el momento de dejar que los admiradores pasaran junto al féretro; el director del funeral necesitaba tiempo para cerrar el ataúd y envolverlo en el manto floral que Elizabeth y Ted habían encargado.

Ahora, mientras Scott la observaba, Elizabeth revisó el armario.

—El vestido de seda azul oscuro —murmuró—. El que Leila le regaló para su cumpleaños. Sammy solía decir que si hubiese tenido esa ropa de joven, toda su vida habría sido diferente.

Hizo un paquete con la ropa interior, las medias, los zapatos y un costoso collar de perlas que Sammy usaba con los «vestidos buenos».

—Por lo menos, puedo hacer algo por ella —le dijo a Scott—. Ahora, ocupémonos de averiguar qué le sucedió.

Los cajones del vestidor de Sammy sólo contenían efectos personales. En su escritorio, encontraron el talonario, papel de cartas y una agenda. En un estante del armario, detrás de una pila de suéteres, hallaron una agenda de hacía dos años y un ejemplar encuadernado de la obra Merry-Go-Round, de Clayton Anderson.

—La obra de Leila —le explicó Elizabeth—. Nunca la leí. —Abrió la portada y recorrió las páginas—. Mira, es su libreto. Siempre escribía notas y cambiaba algunas líneas para que sonaran mejor.

Scott observó cómo Elizabeth pasaba los dedos sobre la florida caligrafía que ocupaba los márgenes de las páginas.

—¿Por qué no te lo llevas? —le preguntó.

—Me gustaría.

Scott abrió la agenda. Estaba escrita con el mismo tipo de letra ornamentada.

—También era de Leila. —No aparecía nada más después del 31 de marzo. En esa página, Leila había escrito: ¡NOCHE DE ESTRENO! Scott revisó las páginas anteriores. En la mayoría estaba escrita la palabra ensayo tachada.

Había citas para la peluquería, para pruebas de ropa, para visitar a Sammy en el monte Sinaí, enviar flores a Sammy, apariciones en público. En las últimas seis semanas, había más y más citas tachadas. También algunas anotaciones: Sparrow, L. A.; Ted, Budapest; Sparrow, Montreal; Ted, Bonn…

—Parece que llevaba el control de los programas de ambos.

—Lo hacía para saber dónde poder localizarnos.

Scott se detuvo en una página.

—Vosotros dos estabais en la misma ciudad aquella noche. —Comenzó a volver las páginas con mayor lentitud—. De hecho, parece que Ted aparecía un poco temprano en las mismas ciudades donde se iba a representar tu obra.

—Sí, a veces salíamos a cenar después de la representación y llamábamos a Leila juntos.

Scott estudió el rostro de Elizabeth. Por un instante se le cruzó una idea. ¿Era posible que Elizabeth estuviera enamorada de Ted y se negara a reconocerlo? Y de ser así, ¿era posible que un sentimiento de culpa le estuviera exigiendo, inconscientemente, que Ted fuese castigado por la muerte de su hermana, sabiendo así que también ella sería castigada al mismo tiempo? Era un pensamiento inquietante y trató de borrarlo de su mente.

—Puede ser que esta agenda no tenga ninguna importancia para el caso, pero creo de todas maneras que el fiscal de distrito de Nueva York debería tenerla.

—¿Por qué?

—Ninguna razón en particular. Pero podría ser considerado una prueba instrumental.

No quedaba nada más que encontrar en el apartamento de Sammy.

—Tengo una idea —sugirió Scott—. Regresa y sigue el programa que hayas planeado. Tal como te dije, no hay más anónimos en la correspondencia de Leila. Mis muchachos revisaron todas las bolsas anoche. Nuestra posibilidad de encontrar a quien las haya enviado es remota. Hablaré con Cheryl, pero ella es bastante astuta. Y no creo que hable.

Juntos caminaron por el sendero que conducía al edificio principal.

—¿Todavía no has revisado el escritorio de la oficina de Sammy? —le preguntó Scott.

—No. —Elizabeth se dio cuenta de la fuerza con que sostenía el libreto. Algo le decía que lo leyera. Sólo había visto aquella horrible representación. Había oído decir que era buena para Leila. Ahora, quería juzgarlo por sí misma. De mala gana, acompañó a Scott hasta la oficina. Ese se había convertido en otro de los lugares que quería evitar.

Helmut y Min estaban en sus oficinas privadas. La puerta estaba abierta. Henry Bartlett y Craig estaban con ellos. Bartlett no perdió tiempo y preguntó directamente acerca de los anónimos.

—Pueden servir para la defensa de mi cliente —le explicó a Scott—. Tenemos derecho a saber de qué se trata.

Elizabeth observó cómo Henry Bartlett atendía la explicación de Scott acerca de las cartas anónimas. Su mirada era intensa. Ése era el hombre que la interrogaría en el juicio. Parecía un ave de rapiña aguardando a su presa.

—Déjeme entenderlo con claridad —dijo Bartlett—. ¿La señorita Lange y la señorita Samuels estuvieron de acuerdo en que Leila LaSalle pudo sentirse profundamente deprimida por las cartas anónimas que sugerían que Ted Winters salía con otra mujer? ¿Y ahora esas cartas desaparecieron? ¿El lunes a la noche la señorita Samuels escribió sus impresiones de la primera carta? ¿La señorita Lange transcribió la segunda? Quiero copias.

—No veo por qué no pueda tenerlas —le dijo Scott. Dejó la agenda de Leila sobre el escritorio de Min—. Ah, esto también lo enviaré a Nueva York —dijo—. Era la agenda de Leila de los últimos tres meses de vida.

Sin pedir autorización, Henry Bartlett se apoderó de la agenda. Elizabeth supuso que Scott protestaría, pero no lo hizo. Al ver que Bartlett revisaba la agenda personal de Leila, sintió que se entrometía en su vida. ¿Qué derecho tenía? Elizabeth miró a Scott con enojo. Él la observaba con indiferencia.

«Está tratando de prepararme para la semana que viene», pensó Elizabeth y se dio cuenta de que tal vez tendría que sentirse agradecida. La semana siguiente, todo lo que fue Leila quedaría al descubierto frente a doce personas que lo analizarían; su relación con Leila, con Ted… Nada quedaría oculto.

—Revisaré el escritorio de Sammy —dijo ella de repente.

Todavía tenía en la mano el libreto de la obra. Lo colocó sobre el escritorio de Sammy y revisó rápidamente los cajones. No había nada personal en ellos. Carpetas de publicidad, cartas tipo, notas, los artículos habituales de una oficina.

Min y el barón la habían seguido. Cuando Elizabeth levantó la mirada estaban de pie frente al escritorio. Ambos tenían la mirada clavada en el libreto con tapas de cuero con el título Merry-Go-Round impreso.

—¿La obra de Leila? —preguntó Min.

—Sí. Sammy guardaba la copia de Leila. Yo me la llevaré ahora.

Craig, Bartlett y el sheriff salieron de la oficina privada. Henry Bartlett sonreía, una sonrisa de satisfacción, presumida y fría.

—Señorita Lange, ha sido de gran ayuda para nosotros en el día de hoy. Debo advertirle que al jurado no le agradará el hecho de que, al haber sido despreciada como mujer, hizo que Ted Winters pasara por toda esta pesadilla.

Elizabeth se puso de pie, los labios blancos.

—¿De qué está hablando?

—Estoy hablando de que con el propio puño y letra de su hermana, aparece señalado el hecho de que usted y Ted coincidían en las mismas ciudades digamos que… demasiado a menudo. Estoy hablando acerca de su mirada cuando Ted la rodeó con los brazos en el servicio fúnebre. Imagino que habrá visto el diario de esta mañana. Al parecer, lo que pudo ser un flirteo para Ted, para usted fue mucho más serio y por eso, cuando él la dejó, usted descubrió la manera de vengarse.

—¡Maldito mentiroso! —Elizabeth no se dio cuenta de que le había arrojado la copia de la obra hasta que ésta le pegó en el pecho.

Su expresión pareció indiferente, incluso complacida. Se inclinó para recoger el escrito y se lo devolvió.

—Hágame un favor, señorita, y repita este exabrupto frente al jurado la semana próxima —le dijo—. Exonerarán a Ted.