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Ted se negó rotundamente a comenzar a trabajar en su defensa hasta no pasar una hora en el gimnasio. Cuando Bartlett y Craig llegaron a su bungalow, acababa de terminar de desayunar y llevaba una camiseta deportiva color azul y pantalones cortos blancos. Al verlo, Henry Bartlett entendió por qué mujeres como Cheryl se le arrojaban encima, por qué una superestrella como Leila LaSalle había estado locamente enamorada de él. Ted poseía esa indefinible combinación de apariencia, inteligencia y encanto que atraía tanto a las mujeres como a los hombres.

A través de los años, Bartlett había defendido a ricos y pobres. La experiencia lo había hecho cínico. Ningún hombre es un héroe para su criado. O su abogado. A Bartlett le daba cierto sentido de poder conseguir que acusados culpables resultaran absueltos, preparando una defensa con pretextos que la misma ley le proporcionaba. Sus clientes le estaban agradecidos y le pagaban enormes sumas de dinero con presteza.

Ted Winters era diferente. Trataba a Bartlett con desprecio. Era el abogado del diablo de su propia estrategia de defensa. No hacía caso de las alusiones que Bartlett le hacía, alusiones que, por ética, Bartlett no podía expresar en forma explícita. Esta vez le dijo:

—Empieza a preparar mi defensa, Henry. Yo me voy al gimnasio por una hora. Y luego tal vez nade un poco. Y puede ser que vuelva a correr. Cuando regrese, quiero ver cuál es exactamente la línea de defensa que vas a seguir, y si estoy de acuerdo con ella. Supongo que te darás cuenta de que no tengo intenciones de decir: sí, tal vez, quizá volví a subir.

—Teddy, yo…

Ted se puso de pie. Hizo a un lado la bandeja del desayuno. Miró al otro hombre con actitud amenazadora.

—Déjame explicarte algo. Teddy es el nombre de un niño de dos años. Te lo describiré. Asiera como mi abuela llamaba a un pequeño rubio, de pelo muy, muy claro. Era un niñito fuerte que comenzó a caminar a los nueve meses y a los quince ya decía oraciones. Él era mi hijo. Su madre era una joven muy dulce que lamentablemente no pudo adaptarse a la idea de que se había casado con un hombre muy rico. Se negaba a tomar un ama de llaves. Hacía las compras ella misma y no tenía chófer. Tampoco quería conducir un automóvil costoso. Kathy temía que la gente de Iowa creyera que se había vuelto engreída. Una noche lluviosa ella volvía de hacer las compras en el supermercado y pensamos que una maldita lata de tomates se le cayó de la bolsa y fue a parar bajo su pie. Así que no pudo detenerse cuando vio la señal de stop y un camión con remolque arrolló ese montón de chatarra que ella llamaba coche. Y ella y ese niñito rubio llamado Teddy murieron. Eso fue hace ocho años. ¿Ahora entiendes por qué cuando me llamas Teddy veo a un niñito rubio que empezó a caminar y a hablar temprano y que dentro de un mes cumpliría diez años?

A Ted le brillaban los ojos.

—Ahora planea mi defensa. Para eso te pago. Yo iré al gimnasio. Craig, haz lo que prefieras.

—Iré contigo.

Salieron del bungalow y se dirigieron al sector de hombres.

—¿De dónde lo sacaste? ¡Por Dios!

—Tranquilízate, Ted. Es el mejor criminalista del país.

—No, no lo es. Y te diré por qué. Porque vino con una idea preconcebida y trata de amoldarme para que sea el acusado ideal. Y es estúpido.

El jugador de tenis salía del bungalow con su novia. Saludaron a Ted con amabilidad.

—Te eché de menos la última vez en Forest Hills —le dijo el jugador.

—El año que viene, seguro.

—Estamos contigo. —Esta vez fue la muchacha quien habló con su sonrisa de modelo.

Ted le devolvió la sonrisa.

—Si pudiera tenerlos en el jurado… —Hizo un gesto de asentimiento con la mano y siguió caminando. La sonrisa desapareció.

—Me pregunto si habrá celebridades del tenis en Attica.

—No tiene que importarte. No tendrá nada que ver contigo. —Craig se detuvo—. ¿Ésa no es Elizabeth?

Estaban casi frente a la casa principal. Desde el otro extremo observaron cómo la esbelta figura de Elizabeth bajaba la escalera de la terraza y se dirigía hacia la salida. El color miel del cabello, la posición de la barbilla, la gracia de sus movimientos eran inconfundibles. Estaba frotándose los ojos y, luego, sacó un par de gafas oscuras del bolsillo y se las puso.

*****

—Pensé que volvía a su casa esta mañana —dijo Ted con tono impersonal—. Algo anda mal.

—¿Quieres averiguar qué es?

—Es obvio que mi presencia sólo empeorará más las cosas. ¿Por qué no la sigues tú? Ella no cree que tú hayas matado a Leila.

—¡Ted, por favor, basta! Pondría las manos en el fuego por ti y lo sabes, pero ser un saco de arena no me hará funcionar mejor. Y tampoco veo en qué puede servirte a ti.

Ted se encogió de hombros.

—Lo siento. Tienes razón. Ve si puedes ayudar a Elizabeth. Te veré en mi bungalow en una hora.

*****

Craig la alcanzó en la entrada. Ella le explicó rápidamente lo sucedido. Su reacción la tranquilizó.

—¿Quieres decir que hace horas que Sammy pudo haber desaparecido y todavía no avisaron a la Policía?

—Lo harán en cuanto revisen el lugar y yo pensé en buscar en caso de que tal vez… —Elizabeth no pudo terminar—. Recuerdas cuando tuvo el primer ataque. Se sintió tan desorientada y tan avergonzada…

Craig la rodeó con un brazo.

—Muy bien, tranquilízate. Caminemos un poco. —Cruzaron el camino para dirigirse al sendero que conducía al Ciprés Solitario. El sol había dispersado toda la niebla de la mañana y el día era brillante y cálido. Las gaviotas volaban por encima de sus cabezas y regresaban a sus nidos en la costa rocosa. Las olas se estrellaban contra las piedras despidiendo espuma para luego regresar al mar. El Ciprés Solitario, una atracción turística constante, ya estaba rodeado de cámaras fotográficas.

Elizabeth comenzó a interrogar a las personas.

—Estamos buscando a una señora mayor… Puede estar enferma… Es pequeña…

—Chaqueta y blusa color beige y una falda oscura.

—Parece mi madre —comentó un turista de camiseta deportiva roja y cámara al hombro.

—Podría ser la madre de cualquiera —comentó Elizabeth.

Llamaron a las puertas de las casas ocultas tras los árboles del bosque. Las camareras, algunas molestas y otras amables, prometieron avisar si veían algo.

Fueron al «Pebble Beach Lodge».

—Sammy desayuna aquí a veces, en su día libre —dijo Elizabeth. Esperanzada, revisó los comedores, rogando hallar la figura pequeña y erguida, y a una Sammy sorprendida por todo ese alboroto. Sin embargo, sólo encontraron veraneantes, vestidos con costosos equipos deportivos, la mayoría aguardando la hora del recreo.

Elizabeth se volvió para partir y Craig la tomó de un brazo.

—Apuesto a que no desayunaste. —Le hizo señas al camarero.

Mientras tomaban el café, se estudiaron mutuamente.

—Si no hay señales de ella cuando regresemos, insistiremos en llamar a la Policía —le dijo él.

—Algo le ha sucedido.

—No puedes estar segura de eso. Dime exactamente cuándo la viste y si mencionó algo acerca de tener que salir.

Elizabeth dudó. No estaba segura de querer contarle a Craig lo de la carta que Sammy iba a copiar o de la que habían robado. Sentía, sin embargo, que la preocupación de su rostro la tranquilizaba bastante y que si era necesario, utilizaría todo el poder de las Empresas Winters para hallar a Sammy. Su respuesta fue medida.

—Cuando Sammy me dejó, dijo que regresaría a la oficina por un rato.

—No puedo creer que tuviera tanto trabajo acumulado y que ello la obligara a trabajar de noche.

Elizabeth sonrió.

—No toda, hasta las nueve y media. —Para evitar más preguntas, bebió lo que le quedaba del café.

»¿Craig, no te molesta si regresamos? Puede ser que ya tengan noticias.

*****

Pero no las había. Y de acuerdo con el informe de las camareras, el jardinero y el chófer, se había registrado cada centímetro de los alrededores. En ese momento, incluso Helmut estuvo de acuerdo en no aguardar hasta el mediodía, y en informar a la Policía sobre la desaparición.

—No es suficiente —les dijo Elizabeth—. Quiero llamar a Scott Alshorne.

Aguardó a Scott junto al escritorio de Sammy.

—¿Quieres que me quede? —le preguntó Craig.

—No.

Echó un vistazo al cesto de papeles.

—¿Qué es todo eso?

—La correspondencia de los admiradores de Leila. Dora se ocupaba de contestarla.

—No la mires, sólo te deprimirá. —Craig echó un vistazo hacia la oficina de Min y Helmut. Estaban sentados juntos en el sillón Art Déco, hablando en voz baja. Se inclinó hacia delante y dijo—: Elizabeth, tienes que saber que estoy entre la espada y la pared. Pero cuando esto termine, sin importar cómo, tenemos que hablar. Te he extrañado mucho. —Con un movimiento ágil, se colocó del otro lado del escritorio, le apoyó una mano en el cabello y le dio un beso en la mejilla—. Estoy siempre para ti —le susurró—. Si algo le sucedió a Sammy y necesitas un hombro o un oído… Ya sabes dónde encontrarme.

Elizabeth le tomó la mano y la sostuvo un momento contra su mejilla. Sentía su fuerza a través de sus gruesos dedos. Sin querer, pensó en las manos gráciles y los dedos finos de Ted. Le quitó la mano y se apartó.

—Basta o me harás llorar —le dijo tratando de que su voz no traicionara la intensidad del momento.

Craig pareció comprender. Se enderezó y dijo con indiferencia:

—Estaré en el bungalow de Ted por si me necesitas.

La espera era lo peor. Recordó la noche en la que había permanecido sentada en el apartamento de Leila esperando, rezando para que Leila y Ted se arreglaran, salieran juntos, a pesar de que su instinto le decía que algo andaba mal. Estar sentada ante el escritorio de Sammy la llenaba de angustia. Quería echar a correr hacia cualquier parte, preguntar a la gente si la había visto, buscar en el Bosque Croker por si había entrado allí confundida.

En lugar de eso, Elizabeth abrió una de las sacas de correspondencia y sacó un manojo de sobres. Por lo menos, haría algo. Buscaría más cartas anónimas.