12

Eran casi las diez cuando quedaron a solas en su apartamento. Min había sufrido todo el día pensando en si debía o no enfrentar a Helmut con la prueba de que él había estado en Nueva York la noche en que murió Leila. Hacerlo era forzarlo a admitir que tuvo algo que ver con Leila. Y no hacerlo, era permitir que permaneciera vulnerable. ¡Qué estúpido había sido en no destruir el recibo de la llamada!

Helmut fue directamente a su vestidor. Cuando regresó, Min lo aguardaba en uno de los sillones cerca de la chimenea del dormitorio. Lo estudió de manera impersonal. Estaba peinado tan formalmente como si tuviera que asistir a un baile de etiqueta; llevaba una bata de seda anudada con un cordón también de seda; su postura militar lo hacía parecer más alto de lo que era en realidad, casi un metro ochenta era apenas superior al normal de los hombres.

Se preparó un escocés con soda y sin preguntar, le sirvió un jerez a Min.

—Ha sido un día difícil, Minna. Lo manejaste bien —le dijo. Ella seguía sin hablar y por fin, Helmut se dio cuenta de que su silencio era desusado—. Este cuarto es tan placentero… —le dijo—. ¿No estás contenta de haberme dado el gusto de seguir adelante con los colores que había elegido para ti? Y además, te quedan bien. Colores fuertes y hermosos para una mujer fuerte y hermosa.

—No diría que el rosado es un color fuerte.

—Se hace fuerte cuando está junto a un violeta profundo. Como yo, Minna. Me hago fuerte porque estoy contigo.

—Y entonces, ¿por qué esto? —Sacó de su bata el resumen de la cuenta de teléfono y observó cómo la expresión de Helmut pasaba del asombro al temor—. ¿Por qué me mentiste? Estabas en Nueva York aquella noche. ¿Estabas con Leila? ¿Fuiste a verla?

Helmut suspiró.

—Minna, me alegro de que lo hayas descubierto. Quería decírtelo.

—Dímelo ahora. Estabas enamorado de Leila y salías con ella.

—No, te juro que no.

—Mientes.

—Minna, te digo la verdad. Fui a verla como amigo, como médico. Llegué allí a las nueve y media. La puerta de su apartamento estaba entreabierta. Sentí que Leila lloraba histéricamente y Ted le gritaba que colgara el teléfono. Ella le contestó gritando. En ese momento, llegaba el ascensor y no quería que me vieran. Así que me escondí…

Helmut se arrodilló a los pies de Min.

—Minna, me moría por decírtelo. Minna, Ted la empujó. La oí gritar: «No, no…». Y luego, el grito al caer.

Min palideció.

—¿Quién salió del ascensor? ¿Alguien te vio?

—No lo sé. Bajé corriendo por la escalera de incendios.

Luego, como si su compostura, su sentido del orden, lo hubieran abandonado, se inclinó hacia delante, apoyó la cabeza en las manos y se puso a llorar.