Craig pasó el resto de la tarde en el bungalow de Ted revisando la abultada correspondencia que le habían enviado de su oficina de Nueva York. Con práctica, revisó notas, informes y proyectos. A medida que leía, su expresión se tornaba cada vez más hostil. Ese grupo de «Harvard y Wharton Business M.B.A». que Ted había contratado hacía un par de años era una continua preocupación. Si se hubieran salido con la suya, Ted estaría construyendo hoteles en plataformas espaciales.
Por lo menos, habían tenido la inteligencia suficiente como para darse cuenta de que no podían acudir más a Craig. Las notas y cartas estaban todas dirigidas a él y Ted juntos.
Ted regresó a las cinco. Era obvio que la caminata no lo había calmado. Estaba de mal humor.
—¿Hay alguna razón por la que no puedas trabajar en tu bungalow?
—Ninguna, excepto que me pareció más fácil estar aquí por ti. —Craig le indicó algunos papeles—. Me gustaría que vieras algunas cosas.
—No me interesa. Haz lo que te parezca mejor.
—Creo que lo «mejor» sería que te tomaras un whisky y te relajaras un poco. Y creo que lo «mejor» para las «Empresas Winters» es deshacerse de estos dos estúpidos de «Harvard». Sus cuentas de gastos parecen un robo a mano armada.
—No quiero tratar eso ahora.
Bartlett llegó enrojecido después de haber pasado toda la tarde al sol. Craig notó la forma en que Ted apretó la boca ante el saludo de Bartlett. Luego se tomó el primer whisky de un trago y no protestó cuando Craig volvió a llenarle la copa.
Bartlett quería discutir la lista de testigos de la defensa que Craig le había preparado. Se la leyó en voz alta: un resonante conjunto de nombres famosos.
—Falta el Presidente —dijo Ted con tono sarcástico.
Bartlett cayó en la trampa.
—¿Qué Presidente?
—El de los Estados Unidos, claro. Era uno de mis compañeros en el golf.
Bartlett se encogió de hombros y cerró el legajo.
—Es obvio que no será una buena sesión de trabajo. ¿Piensan ir a comer fuera esta noche?
—No voy a quedarme aquí, y ahora pienso irme a dormir una siesta.
Craig y Bartlett salieron juntos.
—Como verás, la situación se hace imposible —le dijo Bartlett.
*****
A las seis y media, Craig recibió una llamada de la agencia que había contratado para que investigara a la testigo Sally Ross.
—Hubo un revuelo en el edificio donde vive Ross —le informaron—. La mujer que vive en el piso superior entró justamente cuando trataban de robarle. Atraparon al tipo, un ladrón con un largo historial delictivo. Ross no salió para nada.
A las siete, Craig se encontró con Bartlett en el bungalow de Ted. No estaba allí. Se dirigieron entonces hacia el edificio principal.
—Estos días, eres tan popular para Teddy como yo —comentó Bartlett.
Craig se encogió de hombros.
—Escuche, si quiere desquitarse conmigo, no me importa. En cierta forma, es por mi culpa que está en esta situación.
—¿Y eso a qué viene?
—Yo le presenté a Leila. Ella salía conmigo.
Llegaron a la terraza a tiempo para oír la última broma: «En “Cypress Point”, por cuatro mil dólares a la semana, se podían utilizar las piscinas que tenían agua».
No hubo rastros de Elizabeth durante la hora del cóctel. Craig esperó un rato por si la veía llegar, pero no apareció. Bartlett se unió al tenista y su novia. Ted estaba conversando con la condesa y su grupo; Cheryl estaba cogida de su brazo. Un Syd malhumorado estaba solo. Craig se le acercó.
—¿Esa prueba de la que habló Cheryl anoche, estaba ebria o era la estupidez habitual?
Sabía que a Syd no le hubiese molestado dirigir un golpe contra él. Syd lo consideraba, como a todos los parásitos del mundo de Ted, el obstáculo para la generosidad de Ted. Craig se consideraba más bien un guardameta: había que pasar a través de él para hacer un gol.
—Diría, más bien —respondió Syd—, que Cheryl nos estaba regalando con una de sus habituales y espléndidas actuaciones dramáticas.
*****
Min y Helmut no aparecieron en el comedor hasta que todos los invitados estuvieron sentados. Craig notó lo demacrados que estaban y lo artificial de sus sonrisas mientras iban saludando de mesa en mesa. ¿Y por qué no? Su negocio consistía en retardar la vejez, la enfermedad y la muerte y esa tarde, Sammy les probó que era un esfuerzo inútil.
Al sentarse, Min se disculpó por llegar tarde. Ted ignoró a Cheryl cuya mano seguía aferrada a él con insistencia.
—¿Cómo está Elizabeth?
Fue Helmut quien le respondió.
—No muy bien. Tuve que darle un sedante.
«¿Alvirah Mechan no dejará nunca de jugar con ese maldito broche?», se preguntó Craig. Se había colocado entre él y Ted. Miró alrededor. Min, Helmut, Syd, Cheryl, Bartlett, Ted, la señora Meehan, él mismo. Había un lugar más preparado a su lado. Le preguntó a Min para quién era.
—Para el sheriff Alshorne. Acaba de regresar. En estos momentos está hablando con Elizabeth. Por favor, todos sabemos lo tristes que estamos por haber perdido a Sammy, pero sería mejor que no habláramos de ello durante la cena.
—¿Por qué el sheriff quiere hablar con Elizabeth Lange? —preguntó Alvirah Mechan—. No creerá que hay algo raro en que la señorita Samuels haya muerto en la casa de baños, ¿no?
Siete pares de ojos petrificados desalentaron nuevas preguntas.
La sopa era de melocotón helado y fresas, una de las especialidades de «Cypress Point». Alvirah tomó la suya con satisfacción. El Globe estaría muy interesado en saber que Ted se preocupaba por Elizabeth.
Estaba ansiosa por conocer al sheriff.