El primer rayo de luz de la mañana encontró a Min despierta en la cama que compartía con Helmut. Con cuidado para no despertarlo, volvió la cabeza y se apoyó sobre un codo. Aun dormido era un hombre apuesto. Dormía de costado, mirando hacia ella, con una mano extendida como si quisiera tocarla; su respiración era pausada y suave.
No había dormido así toda la noche. No sabía a qué hora se había acostado, pero a las dos se había despertado al oír un movimiento agitado, Helmut que movía la cabeza y se quejaba con voz sorda y enojada. Min no pudo volver a conciliar el sueño cuando oyó lo que él decía: «Maldita Leila, maldita».
Instintivamente, ella le apoyó una mano en el hombro, murmuró algunas palabras tranquilizadoras y él volvió a calmarse. ¿Recordaría luego el sueño y lo que había gritado? Ella no mostró indicio alguno de haberlo oído. Sería inútil esperar que le contara la verdad. Por increíble que pudiera parecer, ¿había sucedido algo entre él y Leila después de todo? ¿O había sido una atracción sólo por parte de Helmut hacia Leila?
Eso no lo hacía más fácil.
La luz, más dorada que rosada ahora, comenzó a iluminar el cuarto. Con cuidado, Min salió de la cama. Aun con su aflicción, apreció por un momento la belleza de la habitación. Helmut había elegido los muebles y el color de la decoración. ¿Quién otro podía haber equilibrado el exquisito gusto de las cortinas y cubrecama de satén color rosado contra el violeta oscuro de la alfombra?
¿Cuánto tiempo más seguiría viviendo allí? Esa podía ser la última temporada juntos. «El millón de dólares en la cuenta suiza —recordó ella—. Sólo el interés de eso será suficiente…».
¿Suficiente para quién? ¿Para ella? Tal vez. ¿Helmut? ¡Nunca! Siempre supo que parte de la atracción que sentía por él era ese lugar, su habilidad para pavonearse en ese ambiente, para mezclarse con las celebridades. ¿Creía en realidad que él se contentaría con llevar un estilo de vida simple junto a una esposa que envejecía?
Sin hacer ruido, Min atravesó el cuarto, se puso una bata y bajó las escaleras. Helmut dormiría otra media hora. Siempre tenía que despertarlo a las seis y media. En esa media hora, podía revisar tranquila alguna de las cuentas, en especial la de «American Express». Durante las semanas anteriores a la muerte de Leila, Helmut se había ausentado con frecuencia de «Cypress Point». Lo habían invitado a dar conferencias en varios seminarios y convenciones médicas; había prestado su nombre para algunos bailes de caridad y tuvo que presentarse en ellos. Eso era bueno para el negocio. ¿Pero qué otra cosa había estado haciendo durante su visita a la Costa Este? Ésa fue la época en que Ted tuvo que viajar mucho. Ella entendía a Helmut. El evidente desprecio que Leila sentía por él sería un desafío. ¿La había estado viendo?
La noche antes de que Leila muriera, habían asistido al preestreno de su obra; también estuvieron en «Elaine’s». Se habían hospedado en el «Plaza», y por la mañana, habían volado a Boston para asistir a un almuerzo de caridad. A las seis y media de la tarde, él la puso en un avión hacia San Francisco. ¿Había asistido a la cena a la que estaba invitado en Boston o había tomado el avión de las siete a Nueva York?
Esa posibilidad la atormentaba.
A medianoche, hora de California, tres de la mañana en el Este, Helmut la llamó para ver si había llegado bien. Supuso que la llamaba desde el hotel de Boston.
Era algo que podía verificar.
Al pie de la escalera, Min se dirigió hacia la izquierda con la llave de la oficina en la mano. La puerta estaba abierta. Se sorprendió por el estado en que encontró el cuarto. Las luces estaban encendidas y había una bandeja con la cena sin tocar junto al escritorio de Dora, el cual estaba cubierto de cartas. En los extremos, había bolsas de plástico cuyo contenido yacía desparramado por el suelo. La ventana estaba entreabierta y entraba una brisa fría que removía los papeles. Hasta la fotocopiadora estaba encendida.
Min revolvió un poco el escritorio y revisó las cartas. Enojada, se dio cuenta de que todas eran de los admiradores de Leila. Estaba harta de esa expresión sombría que adoptaba Dora cuando respondía las cartas. Por lo menos, hasta ahora había tenido la prudencia de no mezclar esa bebería con las cosas de la oficina. Desde ese momento en adelante, si quería contestar esas cartas, lo haría desde su propia habitación. Punto. ¿O tal vez había llegado el momento de librarse de alguien que insistía en canonizar a Leila? Qué fiesta se habría dado Cheryl si hubiese entrado allí y revisado los legajos personales. Probablemente Dora se sintió cansada y decidió ordenar todo por la mañana. Pero dejar la fotocopiadora y las luces encendidas era imperdonable. Decididamente, le diría a Dora que comenzara a hacer planes para su jubilación.
Pero ahora tenía que llevar a cabo el objetivo que la había conducido hasta allí. En el cuarto de archivo, Min sacó el legajo titulado: GASTOS DE VIAJE, BARÓN VON SCHREIBER.
Le llevó menos de dos minutos encontrar lo que buscaba. La llamada de la Costa Este a «Cypress Point» la noche en que Leila murió figuraba en la cuenta de teléfono de su tarjeta de crédito.
Había sido hecha desde Nueva York.