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Cuando dejó a Elizabeth, Dora llevaba la carta anónima envuelta en la bolsa de plástico dentro de su chaqueta. Habían decidido que Dora haría una copia de la carta en la fotocopiadora y por la mañana, Elizabeth llevaría el original a la oficina del sheriff, en Salinas.

Scott Alshorne, el sheriff del condado, era un invitado regular en las cenas de «Cypress Point». Había sido amigo del primer marido de Min y siempre ayudaba cuando surgía un problema, como la desaparición de una joya. Leila lo adoraba.

—Estas malditas cartas no son lo mismo que una joya robada —le advirtió Dora a Elizabeth.

—Lo sé, pero Scott podrá decirme adonde puedo enviar la carta para que la analicen o si debo entregarla a la oficina del fiscal de distrito en Nueva York. Yo también quiero una copia.

—Entonces, déjame hacerla esta noche. Mañana, cuando Min esté cerca, no podemos arriesgarnos a que la lea.

Cuando Dora estaba por partir, Elizabeth la abrazó.

—Tú no crees que Ted sea culpable, ¿verdad, Sammy?

—¿De asesinato premeditado? No, no puedo creerlo. Y si estaba interesado en otra mujer, no tenía motivos para matar a Leila.

*****

De todas formas. Dora tenía que regresar a la oficina. Había dejado las cartas desparramadas sobre el escritorio y la bolsa de plástico con la correspondencia sin revisar, en la oficina de recepción. Min podía sufrir un ataque si lo veía.

La bandeja con su cena seguía sobre una mesa cerca del escritorio sin que la hubiera probado. Era gracioso el poco apetito que tenía en esos días. Setenta y un años no eran tantos. Era sólo que con la operación y la muerte de Leila se había apagado una chispa, el entusiasmo con el que recibía las bromas de Leila.

La fotocopiadora estaba disimulada en un armario de nogal. Abrió la parte superior y encendió la máquina; sacó la carta del bolsillo y le quitó el envoltorio de plástico tomándola con cuidado por las puntas. Sus movimientos eran rápidos. Existía siempre la posibilidad de que Min se diera una vuelta por la oficina. Helmut, sin duda, estaría encerrado en su estudio. Sufría de insomnio y leía hasta muy tarde.

Miró por la ventana entreabierta. El rugido truculento del Pacífico y el olor a sal eran vigorizantes. No le molestaba la ráfaga de aire frío que la hacía temblar. Pero ¿qué le había llamado la atención?

Todos los invitados ya estaban en sus bungalows y podía ver la luz a través de las cortinas. Contra el horizonte pudo ver las siluetas de las mesas con sombrilla alrededor de la piscina olímpica. A la izquierda el contorno de la casa de baños se recortaba contra el cielo. La noche comenzaba a cubrirse de niebla. La visión se hacía difícil. Luego, Dora se inclinó hacia delante. Alguien caminaba oculto bajo la sombra de los cipreses, como si temiera ser visto. Se ajustó los lentes y logró ver que la silueta llevaba un equipo de buceo. ¿Qué estaría haciendo allí? Parecía dirigirse hacia el sector de la piscina olímpica.

Elizabeth le había dicho que iría a nadar. Dora sintió una oleada de irracional temor. Guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta y salió corriendo de la oficina. Bajó la escalera con toda la rapidez que le permitía su cuerpo reumático, atravesó el vestíbulo a oscuras y salió por una puerta lateral que rara vez se utilizaba. El intruso iba ya por la casa de baños. «Sería probablemente uno de los estudiantes que paraban en la posada de Pebble Beach», se dijo. Cada tanto, se colaban en «Cypress Point» para nadar en la piscina olímpica. Pero no le gustaba la idea de que ése se encontrara con Elizabeth mientras ella estaba allí.

Se volvió y se dio cuenta de que la figura la había visto. Las luces del carrito del guardia de seguridad se acercaban desde la loma cerca de las puertas de acceso. La figura con el traje de buceo corrió hacia la casa de baños. Dora pudo ver que la puerta estaba entreabierta. Ese tonto de Helmut no se había molestado en cerrarla aquella tarde.

Le temblaban las rodillas cuando corrió detrás del hombre. El guardia pasaría por allí en cualquier momento y no quería que el intruso escapara. A tientas, dio unos pasos dentro de la casa de baños.

El vestíbulo de entrada era una extensión enorme con dos escaleras en el extremo. La luz que se filtraba de los faroles externos la ayudó a comprobar que estaba vacío. Las obras habían avanzado bastante desde la última vez que había estado allí, unas semanas atrás.

Por una puerta entreabierta de la izquierda, alcanzó a ver el haz de luz de una linterna. La arcada conducía a los armarios y más atrás, se encontraba la primera de las piscinas con agua salada.

Por un instante, la indignación dejó paso al temor. Decidió salir y esperar al guardia.

—¡Dora, aquí!

La voz familiar hizo que se sintiera aliviada. Con cuidado, avanzó por el vestíbulo a oscuras, atravesó el área de los armarios y llegó a la piscina cubierta.

Él estaba esperándola con la linterna en la mano. La oscuridad del traje mojado, las gruesas gafas para el agua, la inclinación de la cabeza, el repentino movimiento convulsivo de la linterna, la hicieron retroceder con inseguridad.

—Por Dios, no me apuntes con esa cosa que no me deja ver —le dijo ella.

Una mano gruesa y amenazadora con el pesado guante negro se extendió en dirección a su garganta. La otra le apuntaba la linterna directamente a los ojos, cegándola.

Horrorizada, Dora comenzó a retroceder. Levantó las manos como para protegerse sin darse cuenta de que había tirado la carta que llevaba en el bolsillo. Casi no sintió el vacío debajo de sus pies antes de que su cuerpo cayera hacia atrás.

Su último pensamiento antes de que su cabeza golpeara contra el suelo de cemento de la piscina fue que por fin sabía quién había matado a Leila.