Ted pasó la tarde trabajando en el gimnasio de hombres. Con Craig a su lado, remó en botes estáticos, pedaleó en bicicletas estáticas y corrió en los aparatos de gimnasia.
Decidieron terminar con natación y encontraron a Syd en la piscina cubierta. Impulsivamente, Ted los desafió a una carrera. Había estado nadando todos los días en Hawai, pero llegaba apenas antes que Craig. Para su sorpresa, hasta Syd llegó a pocos centímetros detrás de él.
—Te mantienes en forma —le dijo. Siempre había pensado que Syd era sedentario, pero el hombre tenía una fuerza sorprendente.
—Tuve tiempo de mantenerme en forma. Estar todo el día sentado en una oficina esperando que suene el teléfono es aburrido. —Con un tácito acuerdo, se dirigieron hacia las sillas más alejadas de la piscina para evitar ser oídos.
—Me sorprendí al encontrarte aquí, Syd. Cuando hablamos la semana pasada no me dijiste que vendrías. —Ted lo miró con frialdad.
Syd se encogió de hombros.
—Vosotros tampoco me dijisteis que vendríais. No fue idea mía. Cheryl tomó la decisión. —Miró a Ted—. Debe de haber escuchado que estañas aquí.
—Min tendría que empezar por callarse la boca…
Syd interrumpió a Ted. Le hizo señas al camarero que iba de mesa en mesa ofreciendo bebidas.
—«Perrier».
—Que sean tres —dijo Craig.
—¿Piensas tragarla por mí también? —Preguntó Ted—. Yo quiero un refresco —le dijo al camarero.
—Nunca tomas refrescos —comentó Craig con suavidad. Lo miró con ojos tolerantes y cambió de opinión—. Traiga dos «Perrier» y un zumo de naranja.
Syd prefirió ignorar el juego.
—No creo que Min hablara, pero hay empleados que reciben dinero de los columnistas a cambio de información. Bettina Scuda llamó a Cheryl ayer por la mañana. Seguramente le dijo que vosotros estabais en camino. ¿Qué diferencia hay? Ella trata de atraparte otra vez. ¿Acaso es algo nuevo? Úsala. Se muere por salir de testigo por ti en el juicio. Si alguien puede convencer al jurado de lo loca que estuvo Leila en «Elaine’s», ésa es Cheryl. Y yo la apoyaré.
Puso una mano sobre el hombro de Ted en gesto amistoso.
—Todo esto apesta. Te ayudaremos a vencerlo. Puedes contar con nosotros.
—Traducido, eso significa que le debes una —comentó Craig mientras se dirigían al bungalow de Ted—. No dejes que te afecte. ¿Qué hay si perdió un millón de dólares en esa maldita obra? Tú perdiste cuatro millones y fue él quien te convenció de que invirtieras.
—Invertí porque leí la obra, y sentí que alguien había logrado captar la esencia de Leila; había creado un personaje que era divertido, vulnerable, obstinado, imposible y compasivo a la vez. Tendría que haber sido todo un éxito para ella.
—Fue un error de cuatro millones —dijo Craig—. Lo siento Ted, pero me pagas para que te aconseje.
*****
Henry Bartlett se pasó la mañana en el bungalow de Ted revisando la transcripción de la audiencia con el gran jurado y hablando por teléfono con su oficina de Park Avenue.
—Si decidimos la defensa por locura temporal, necesitaremos mucha documentación acerca de casos similares que hayan tenido éxito —les dijo—. Llevaba una camiseta de algodón de cuello abierto y pantalones cortos color caqui. «¡El sahib!», pensó Ted. Se preguntó si Bartlett usaba pantalones hasta la rodilla en el campo de golf.
La mesa estaba cubierta de papeles escritos.
—¿Recuerdas cuando Leila, Elizabeth, tú y yo jugábamos al «Scrabble» en esta mesa? —le preguntó a Craig.
—Y tú y Leila ganabais siempre. Elizabeth perdía conmigo. Tal como Leila decía: «Los bulldogs no saben deletrear».
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Henry.
—Oh, Leila le ponía sobrenombres a todos sus amigos íntimos —le explicó Craig—. El mío era Bulldog.
—No estoy seguro de que me hubiese gustado que me llamara así.
—Sí, le hubiese gustado. Cuando Leila apodaba a alguien era que ese alguien formaba parte de su círculo íntimo.
«¿Era eso verdad?», se preguntó Ted. Si se analizaban los sobrenombres que Leila ponía, siempre tenían un doble sentido. Halcón: ave entrenada para cazar y matar. Bulldog: un perro de pelo corto, mandíbulas cuadradas, musculatura pesada y fuertes garras.
—¿Qué os parece si almorzamos? —propuso Henry—. Nos espera una larga tarde de trabajo.
Mientras comían un emparedado, Ted explicó su encuentro con Elizabeth.
—Así que puedes olvidar la sugerencia de ayer —le dijo a Henry—. Es como pensaba. Si admito la posibilidad de que regresé al apartamento de Leila, cuando Elizabeth termine con su testimonio estaré camino a Ática.
De hecho fue una tarde larga. Ted escuchó la teoría sobre locura temporal que explicó Henry Bartlett.
—Leila te rechazó en público y, además, había abandonado la obra donde invertiste cuatro millones de dólares. Al día siguiente, trataste de convencerla para que os reconciliarais, pero ella siguió insultándote.
—Podía permitirme esa pérdida de dinero —lo interrumpió Ted.
—Tú lo sabes. Yo lo sé. Pero el tipo del jurado que está atrasado en los pagos del coche no lo creerá.
—Me niego a aceptar que pude haber matado a Leila. Ni siquiera lo consideraré.
El rostro de Bartlett comenzaba a encenderse.
—Ted, es mejor que entiendas que estoy tratando de ayudarte. No podemos admitir que pudiste haber regresado al apartamento de Leila. Si no admitimos un bloqueo total de tu parte, tenemos que destruir el testimonio de Elizabeth Lange o el de la testigo. Pero ambos, no. Ya te lo dije antes.
—Hay una posibilidad que me gustaría examinar —sugirió Craig—. Tenemos información psiquiátrica acerca de esa testigo. Yo le había sugerido al primer abogado de Ted que pusiera un detective para que la siguiera y tener así un panorama más completo sobre ella. Sigo pensando que es una buena idea.
—Lo es. —Los ojos de Bartlett desaparecieron bajo el entrecejo fruncido—. Quisiera que se hubiese hecho hace mucho tiempo.
«Están hablando de mí —pensó Ted—. Están discutiendo lo que puede o no hacerse para ganar mi eventual libertad como si yo no estuviera aquí». Sintió una furia que ya le era familiar y deseos de darles una patada. ¿Darles una patada? ¿Al abogado que supuestamente ganaría su caso? ¿Al amigo que había sido sus ojos, sus oídos y su voz durante esos últimos meses? «Pero no quiero que me saquen la vida de las manos —pensó Ted y sintió un gusto amargo en la boca—. No puedo culparlos, pero tampoco puedo confiar en ellos. No importa cómo, pero será lo que he sabido desde siempre: tendré que cuidarme solo».
Bartlett seguía hablando con Craig.
—¿Tienes alguna agencia en mente?
—Dos o tres. Las usamos cuando tuvimos un problema interno y no quisimos que trascendiera. —Le nombró las agencias de investigación.
Bartlett asintió.
—Todas son buenas. Averigua cuál puede ocuparse de inmediato del caso. Quiero saber si Sally Ross bebe; si tiene amigos en los que confía; si ha discutido el caso con ellos; si alguien estuvo con ella la noche en que murió Leila LaSalle. No olvides que todos creen que estaba en su piso mirando hacia la terraza de Leila en el preciso momento en que la empujaron.
Miró a Ted.
«Con la ayuda de Teddy o sin ella», pensó.
Cuando por fin Craig y Henry lo dejaron, a las cinco y cuarto, Ted se sentía exhausto. Encendió el televisor pero lo apagó al instante. Por cierto que no aclararía sus ideas mirando melodramas. Un paseo le haría bien, un largo paseo a fin de poder respirar el aire salado del mar y pasar quizá por la casa de sus abuelos, donde habían transcurrido tantos momentos felices de su niñez.
Sin embargo, prefirió darse una ducha. Fue hasta el baño y se quedó mirando su imagen en el espejo. Tenía algunas canas en las sienes, marcas de cansancio alrededor de los ojos y tirantez alrededor de la boca. «La tensión se manifiesta tanto mental como físicamente». Había oído decir esa frase a un psicólogo en un programa de noticias matutino. «No miente», pensó.
Craig le había sugerido que compartieran un bungalow con dos dormitorios, pero no obtuvo respuesta y captó el mensaje.
¿No sería agradable que todos entendieran, sin tener que decirlo, que necesitaba un poco de espacio? Se desvistió y arrojó la ropa sucia al cesto. Con una sonrisa a medias recordó cómo Kathy, su primera esposa, le había quitado la costumbre de ir arrojando la ropa por doquier a medida que se desvestía. «No me importa lo rica que sea tu familia —le gritaba—. Creo que es desagradable esperar que otro ser humano vaya recogiendo lo que dejas tirado por ahí».
—Pero es ropa distinguida.
Su rostro en el cabello de ella. Su perfume de veinte dólares.
«Ahorra tu dinero. No puedo usar perfumes caros. Me trastornan».
La ducha helada lo alivió del fuerte dolor de cabeza. Sintiéndose un poco mejor, Ted se envolvió en la bata y llamó a la camarera para que le llevara un poco de té helado. Hubiera sido agradable disfrutarlo fuera, pero era demasiado riesgo. No quería entablar conversación con nadie. Cheryl. Sería típico de ella pasar «por casualidad» por allí. ¿Nunca se repondría de esa relación pasajera que habían tenido? Era hermosa, había sido divertida y tenía una cierta habilidad para lograr lo que quería pero, aun cuando no estuviera pendiente el juicio, no volvería a salir con ella.
Se acomodó en el sofá desde donde podía observar las gaviotas sobrevolando la espuma del mar, alejadas de la amenaza de las mareas y del poder de las olas que podían estrellarlas contra las rocas.
Sintió que empezaba a sudar al pensar en el juicio. Impaciente, se puso de pie y abrió la puerta que daba a uno de los lados. Los últimos días de agosto solían tener ese aire fresco. Se apoyó contra la barandilla.
¿Cuándo había empezado a darse cuenta de que, después de todo, él y Leila no lo lograrían? La desconfianza en los hombres tan arraigada en su mente se había tornado insoportable. ¿Era ésa la razón por la que sin escuchar el consejo de Craig, había invertido todo ese dinero en su obra? ¿Inconscientemente había deseado que ella alcanzara un éxito tan grande que le hiciera olvidar los requerimientos sociales de su vida o su deseo de formar una familia? Leila era actriz, en primer y último lugar, siempre lo había sido. Hablaba de querer tener un hijo, pero no era verdad. Había satisfecho sus instintos maternales al criar a Elizabeth.
Comenzaba a caer el sol sobre el Pacífico. Un rumor de grillos y saltamontes llenaba el aire. Noche. Cena. Ya podía imaginar la expresión de los rostros alrededor de la mesa. Min y Helmut, sonrisas tontas, miradas preocupadas. Craig tratando de leerle la mente. Syd, con un cierto nerviosismo desafiante. ¿Cuánto les debía Syd a las personas que equivocadamente habían invertido dinero en sus obras? ¿Cuánto le pediría prestado? ¿Cuánto valía su testimonio? Cheryl, toda seducción. Alvirah Meehan, jugando con ese maldito broche en forma de sol, y mirándolo todo con curiosidad. Henry, mirando a Elizabeth a través de los cristales que dividían el comedor. Y finalmente, Elizabeth, con el rostro frío y lleno de desprecio, estudiándolos a todos.
Ted bajó la mirada. El bungalow había sido construido sobre una loma y desde allí podía observar los arbustos con sus flores rojas. Ciertas imágenes acudieron a su mente y se apresuró a entrar.
Todavía temblaba cuando la camarera le llevó el té helado. Sin prestarle atención a la delicada colcha de satén, se arrojó sobre la cama. Deseó que la noche, con todo lo que acarreaba, hubiera terminado.
Sus labios se curvaron en un débil intento por sonreír. ¿Por qué quería que finalizara el día? ¿Qué tipo de comidas sirven en la prisión?
Tendría mucho tiempo para descubrirlo.