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A las siete en punto, un repique de campanas proveniente de la casa principal anunció la hora del cóctel y de inmediato, los pasillos se llenaron de gente: personas solas, en pareja o en grupos de tres o de cuatro. Todos estaban bien vestidos, con ropa poco formal: las mujeres con elegantes túnicas sueltas y los hombres con pantalones, camisas y chaquetas deportivas. Gemas auténticas se mezclaban con alegres fantasías. Famosas se saludaban entre sí con afecto o con una distante inclinación de cabeza. Había algunas luces encendidas en la galería, donde los camareros uniformados de azul y marfil, servían delicados canapés y bebidas sin alcohol.

Elizabeth decidió ponerse el traje rosa agrisado con la faja color magenta que Leila le había regalado en su último cumpleaños. Leila siempre escribía una nota en su papel personal. Elizabeth siempre llevaba la nota que había acompañado ese traje en el fondo de su cartera, como un talismán de amor. Decía: «Hay un largo, largo camino desde mayo a diciembre. Amor y felicitaciones para mi querida hermana capricorniana, de la muchacha de tauro».

De alguna manera, ponerse ese traje y volver a leer la nota hizo que fuera más fácil para Elizabeth abandonar su bungalow y dirigirse hacia la casa principal. Mantuvo una sonrisa a medias en el rostro mientras reconocía a algunos de los clientes habituales. La señora Lowell, de Boston, que iba siempre desde que Min había abierto el lugar; la condesa d’Aronne, la madura belleza que ya tenía más de setenta años. La condesa tenía dieciocho años cuando mataron a su marido, que era mucho mayor que ella. Se había casado cuatro veces desde entonces, pero después de cada divorcio, pedía a las cortes francesas que le restituyeran el título de condesa.

—Estás espléndida. Yo misma ayudé a Leila a elegir ese traje en «Rodeo Drive» —le murmuró Min al oído. El brazo de Min se aferraba con fuerza al de Elizabeth. Elizabeth sintió como si la empujara hacia delante. El olor del océano se mezclaba con el perfume de las buganvillas. Voces fuertes y risas provenientes de la galería murmuraban alrededor. La música de fondo era de Serber que tocaba el Concierto para violín en mi menor. Leila dejaba cualquier cosa para asistir a un concierto de Serber.

El camarero le ofreció una bebida: vino sin alcohol o algún refresco. Elizabeth eligió el vino. Leila se había mostrado bastante cínica con respecto a la firme regla de Min que prohibía el alcohol. «Mira, Sparrow, muchos de los que vienen aquí son bebedores. Todos traen algo, pero a pesar de eso, bajan bastante el nivel de bebida. Así que pierden peso y Min reclama la cuenta de “Cypress Point”. ¿Crees que el barón no tiene una buena provisión en su oficina? ¡Por supuesto que sí!».

«Tendría que haber ido a East Hampton —pensó Elizabeth—. A cualquier lugar menos aquí». Era como si Leila estuviera allí, tratando de comunicarse con ella…

—Elizabeth. —La voz de Min era aguda. Aguda y tensa—. La condesa te está hablando.

—Oh, lo siento mucho —se disculpó Elizabeth y tomó la mano aristocrática que le tendía la condesa.

La condesa sonrió afectuosa.

—Vi tu última película. Te estás convirtiendo en una excelente actriz, chérie.

Fue muy típico de la condesa d’Aronne darse cuenta de que no quería hablar de Leila.

—Era un buen papel. Tuve suerte. —Y luego, Elizabeth sintió que se le agrandaban los ojos—. Min, los que vienen por el pasillo, ¿no son Syd y Cheryl?

—Sí, me llamaron esta mañana. Olvidé decírtelo. Espero que no te moleste que estén aquí…

—Claro que no. Es sólo que… —No terminó la oración. Se sentía avergonzada por la forma en que Leila había humillado a Syd aquella noche en «Elaine’s». Syd había convertido a Leila en una estrella. No importaba cuántos errores había cometido durante todos esos años, no tenían valor si se los comparaba con las veces que había conseguido los papeles que Leila quería…

¿Y Cheryl? Bajo un velo de amistad, ella y Leila habían mantenido una intensa rivalidad tanto personal como profesional. Leila le había quitado a Ted. Y Cheryl casi arruinó su carrera al reemplazar a Leila en su papel…

Inconscientemente, Elizabeth se puso tensa. Por otra parte, Syd había hecho una fortuna gracias a las ganancias de Leila. Cheryl había intentado todos los trucos posibles para recuperar a Ted. «Si lo hubiera conseguido, Leila seguiría con vida…», pensó Elizabeth.

La habían visto. Ambos parecieron tan sorprendidos como ella. La condesa murmuró:

—No, esa desagradable buscona, Cheryl Manning…

Subían en su dirección. Elizabeth estudió a Cheryl con objetividad. Una masa de cabello le rodeaba el rostro. Lo tenía más oscuro que la última vez que la había visto y le quedaba bien. ¿La última vez? Eso fue en el funeral de Leila.

Elizabeth tuvo que aceptar que Cheryl nunca había lucido mejor. Su sonrisa era deslumbrante; los famosos ojos color ámbar asumieron una expresión tierna. Su saludo hubiera engañado a cualquiera que no la conociera.

—¡Elizabeth, querida, nunca imaginé encontrarte aquí, me parece maravilloso! ¿Cómo estás?

Luego, fue el turno de Syd. Syd, pon su mirada cínica y expresión sombría. Sabía que había invertido un millón de dólares de su propio dinero en la obra de Leila, dinero que probablemente había pedido prestado. Leila lo había bautizado: El negociante: «Claro que trabaja duro para mí, Sparrow, pero lo hace porque le hago ganar mucho dinero. El día que deje de representar un ingreso para él, pasará por encima de mi cadáver».

Elizabeth sintió un escalofrío cuando Syd le dio un indiferente beso de compromiso.

—Estás bien. Tal vez tenga que robarte a tu agente. No esperaba verte hasta la semana próxima.

La semana próxima. Por supuesto. La defensa sin duda usaría a Cheryl y a Syd para testimoniar el estado emocional de Leila aquella noche en «Elaine’s».

—¿Te has apuntado con alguno de los instructores? —preguntó Cheryl.

—Elizabeth está aquí porque yo la invité —respondió Min.

Elizabeth se preguntó por qué Min parecía tan nerviosa. Min observaba ansiosa a la gente y seguía aferrada al brazo de Elizabeth como si temiera perderla.

Les ofrecieron bebidas. Algunos amigos de la condesa se acercaron al grupo. Un famoso publicista se acercó a saludar a Syd:

—La próxima vez que quieras que contratemos a uno de tus clientes, asegúrate de que esté sobrio.

—Ése nunca está sobrio.

Luego, sintió una voz familiar que provenía de atrás, una voz sorprendida.

—¿Elizabeth, qué estás haciendo aquí?

Se volvió y sintió que la rodeaban los brazos de Craig… Los brazos sólidos y de confianza del hombre que había corrido hacia ella cuando se enteró de la noticia, que se quedó con ella en el apartamento de Leila escuchando cómo descargaba su dolor, que la había ayudado a responder a las preguntas de la Policía y que por fin había localizado a Ted…

Había visto a Craig unas tres o cuatro veces el año anterior. La última vez mientras rodaba. «No puedo estar en la misma ciudad sin pasar a saludarte», le había dicho. Por un acuerdo tácito, evitaban discutir sobre el próximo juicio, pero nunca terminaban una comida sin nombrarlo. Por Craig se había enterado de que Ted estaba en Maui, se encontraba nervioso e irritable, prácticamente ignoraba el negocio y no veía a nadie. Y fue a través de Craig, inevitablemente, que oyó la pregunta: «¿Estás segura?».

La última vez que lo vio, había estallado: «¿Cómo se puede estar segura de algo o de alguien?». Luego le pidió que no se comunicara con ella hasta después del juicio. «Sé dónde debe estar tu lealtad».

¿Pero qué estaba haciendo allí, ahora? Imaginaba que estaría con Ted preparando el juicio. Y luego, cuando Craig la soltó, vio que Ted subía la escalera que daba a la galena.

Sintió que se le secaba la boca. Comenzaron a temblarle las manos y las piernas y el corazón le latía con tanta fuerza que le retumbaba en los oídos. En esos meses, había logrado borrar su imagen de la conciencia, y en sus pesadillas siempre aparecía borroso: sólo había visto las manos asesinas que empujaban a Leila, los ojos despiadados que la miraban caer…

Ahora, subía la escalera hacia ella con su imponente presencia habitual. Andrew Edward Winters III, con el cabello oscuro que contrastaba con la chaqueta blanca, los rasgos fuertes, la piel bronceada; se lo veía demasiado bien después de su autoexilio en Maui.

Un sentimiento de rabia y odio hizo que Elizabeth quisiera lanzarse sobre él; arrojarlo por esa escalera tal como él había arrojado a Leila, arañarle ese rostro compuesto y bien parecido tal como lo había hecho Leila al tratar de salvarse. Sintió el gusto amargo de la bilis en su boca y tuvo que tragar saliva para luchar contra las náuseas.

—¡Aquí está! —exclamó Cheryl. En un momento, se deslizó por entre los grupos de gente allí reunidos, los tacones golpeando contra el suelo, la chalina de seda roja flotando detrás de ella. La conversación se detuvo y todas las cabezas se volvieron cuando se arrojó a los brazos de Ted.

Como un robot, Elizabeth los miró. Era como si estuviera mirando a través de un caleidoscopio. Fragmentos de colores e impresiones giraban alrededor de ella. El blanco de la chaqueta de Ted; el rojo del vestido de Cheryl; el cabello oscuro de Ted; sus manos largas y bien formadas mientras trataba de liberarse.

Elizabeth recordó que en la audiencia ante el gran jurado había pasado junto a él y entonces se odió por haber creído en la actuación de Ted durante el funeral de Leila, simulando ser un novio dolorido. Alzó la mirada y supo que él ya la había visto. Parecía sorprendido y desalentado, ¿o era otra de sus actuaciones? Se soltó de las garras de Cheryl y terminó de subir la escalera. Sin poder moverse, fue consciente del silencio que la rodeaba, de los murmullos y las risas de aquellos más alejados que no sabían qué estaba sucediendo, de los últimos acordes del concierto y de las mezclas de fragancias a flores y océano.

Parecía haber envejecido. Las líneas alrededor de los ojos y la boca que habían aparecido con la muerte de Leila eran ahora más profundas, marco permanente de su rostro. Leila lo había amado tanto, y él la había asesinado. Elizabeth sintió que una nueva ola de odio le sacudía el cuerpo. Todo el dolor intolerable, la sensación de pérdida, la culpa que le perforaban el alma como un cáncer, porque sentía que en el final, le había fallado a Leila. Este hombre era la causa de todo.

—Elizabeth…

¿Cómo se atrevía a hablarle? Elizabeth salió de su inmovilidad, se volvió, cruzó la galería con paso vacilante y entró en el vestíbulo. Sintió el resonar de unos pasos detrás de ella. Min la había seguido. Elizabeth se volvió y la miró furiosa.

—Al diablo contigo, Min. ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

—Vamos allí. —Min le señaló la sala de música. No habló hasta que cerró la puerta detrás de ella—. Elizabeth, sé lo que hago.

—Pues yo no lo creo. —Elizabeth la miró sintiéndose traicionada. Por eso estaba tan nerviosa. Y ahora lo estaba aún más. Siempre perdía ese aire de autosuficiencia cuando estaba así. Min temblaba como una hoja.

—Elizabeth, cuando nos vimos en Venecia me dijiste que algo dentro de ti no podía creer que Ted hubiera lastimado a Leila. No me importa cómo suene. Yo lo conozco mejor que tú, y desde hace más tiempo… Estás cometiendo un error. No olvides que esa noche yo también estuve en «Elaine’s». Escucha, Leila se había vuelto loca. No hay otra forma de decirlo. ¡Y tú lo sabías! Dijiste que al día siguiente pusiste el reloj en hora. Estabas aturdida, ¿eres tan infalible que no pudiste haberlo puesto mal? Cuando Leila hablaba contigo antes de morir, ¿estabas mirando la hora? En estos días trata de mirar a Ted como si fuera un ser humano y no un monstruo. Piensa en lo bueno que fue con Leila.

La expresión de Min era apasionada. Su voz intensa y baja era más penetrante que un grito. Tomó a Elizabeth del brazo.

—Eres una de las personas más honestas que conozco. Siempre has dicho la verdad, desde que eras una niña. ¿No puedes enfrentarte al hecho de que tu error hará que Ted se pudra en la cárcel durante el resto de su vida?

El melodioso sonido de unas campanillas resonó en la habitación. Estaba a punto de servirse la cena. Elizabeth asió la muñeca de Min y luchó para que la soltara. En ese momento recordó cómo unos minutos antes, Ted había luchado para zafarse de Cheryl.

—Min, la semana que viene un jurado comenzará a decidir quién está diciendo la verdad. Crees que puedes dirigirlo todo, pero esta vez no estás en tu campo. Haz que me llamen un taxi.

—¡Elizabeth, no puedes irte!

—¿No? ¿Tienes un número donde pueda comunicarme con Sammy?

—No.

—¿Exactamente cuándo va a regresar?

—Mañana, después de la cena. —Min unió las manos en gesto de súplica—. Elizabeth, te lo ruego.

Detrás de ella, Elizabeth sintió que abrían la puerta. Era Helmut Rodeó con sus brazos a Elizabeth en un gesto que era a la vez un abrazo y un intento por retenerla.

—Elizabeth —dijo en tono suave y perentorio—, traté de advertir a Minna. Tenía la loca idea de que si veías a Ted, pensarías en todos los buenos momentos, recordarías cuánto amaba a Leila. Le rogué que no lo hiciera. Ted está tan sorprendido y perturbado como tú.

—Tiene razón para estarlo. ¿Puedes soltarme, por favor?

La voz de Helmut se tomó suplicante:

—Elizabeth, la semana que viene es el Día del Trabajador. La península se llena de turistas. Vienen muchos estudiantes en la última escapada antes de que comiencen las clases. Podrías conducir toda la noche y no hallar una sola habitación. Quédate aquí. Ponte cómoda. Habla con Sammy mañana por la noche, y luego podrás irte si quieres.

«Es verdad —pensó Elizabeth—. Carmel y Monterrey son mecas para los turistas a fines de agosto».

—Elizabeth, por favor —imploró Min llorando—. Fui una tonta…, pensé…, creí que si veías a Ted…, no en el juicio sino aquí… Lo siento.

Elizabeth sintió que desaparecía su furia y un vacío enorme le invadía el cuerpo. Min era Min. Recordó la vez que ella había enviado a una renuente Leila a una selección para un anuncio de cosméticos. Min había explotado: «Escucha, Leila, no necesito que me digas que ellos no te llamaron. Ve allí. Entra a la fuerza. Eres lo que ellos están buscando. En este mundo, cada uno debe abrirse su propio camino».

Leila consiguió el trabajo y se convirtió en la modelo que la compañía usó para todos sus anuncios durante los siguientes tres años.

Elizabeth se encogió de hombros.

—¿En qué comedor cenará Ted?

—El «Cypress» —respondió Helmut esperanzado.

—¿Syd y Cheryl?

—El mismo.

—¿Adónde planearon ponerme?

—También con nosotros. Pero la condesa te invitó a su mesa en el comedor «Océano».

—Muy bien. Me quedaré hasta ver a Sammy. —Elizabeth miró con dureza a Min, que parecía encogida—. Min, ahora soy yo la que te hace una advertencia. Ted es el hombre que mató a mi hermana No te atrevas a arreglar otro encuentro «accidental» entre él y yo.