en el que Simplicius y el carpintero escapan con vida y, después de sufrir un naufragio, se ven premiados con un país propio
Mis compatriotas me dijeron que me vistiera de otro modo, y como no tenía nada que hacer trabé amistad con todos los europeos que, por amor cristiano y por mi fantástico testimonio, gustaban de tenerme a su alrededor y me invitaban a menudo. Y como no eran buenas las esperanzas de que la guerra damascena dejara pronto un paso entre Siria y Judea para poder emprender y culminar mi viaje a Jerusalén, cambié de opinión y decidí ir con un gran carguero portugués (en cuanto estuviera listo para zarpar a casa con sus mercancías) a Portugal, y en vez de peregrinar a Jerusalén visitar Santiago de Compostela, y luego asentarme en paz en algún sitio y consumir lo que Dios me había dado. Y, para poder hacerlo sin especiales costes (porque en cuanto tenía mucho dinero empezaba a escatimar), me puse de acuerdo con el armador del barco en que le entregaría todo mi dinero y él lo emplearía en su propio beneficio y a mi llegada a Portugal me lo devolvería, y entretanto en vez de los intereses me sentaría a su mesa en el barco y me llevaría consigo a casa. A cambio, yo me prestaría de buen grado a cuantos servicios fueran necesarios tanto en mar como en tierra, según la ocasión y necesidades del barco. Así que hice la cuenta sin el posadero, porque no sabía lo que el buen Dios me tenía deparado, y emprendí ese largo y peligroso viaje con tanta mayor ansia cuanto que los pasados en el Mediterráneo habían terminado tan felizmente.
Cuando subimos a bordo, salimos del Seno Arábigo o mar Rojo al océano, y tuvimos el viento deseado, tomamos nuestro rumbo para doblar el cabo de Buena Esperanza, y navegamos varias semanas tan felizmente que no habríamos podido desear mejor tiempo. Pero cuando creíamos ir a dejar pronto atrás la isla de Madagascar, se levantó de manera abrupta tal tempestad que apenas tuvimos tiempo de arriar las velas. La tormenta no hizo sino crecer, con lo que también tuvimos que cortar los mástiles y dejar el barco a la voluntad y violencia de las olas, que en un instante nos llevaban hacia lo alto, por así decirlo hasta las nubes, y al instante siguiente nos bajaban al abismo, lo cual duró una media hora y nos enseñó a rezar con devoción. Por fin, nos lanzó contra un arrecife sumergido con tanta fuerza que el barco se quebró con terrible crujido, alzándose un lamentable y mísero griterío. La zona quedó cubierta en un momento de cestas, balas y ruinas del barco. Entonces pudo verse y oírse aquí y allí, en lo alto de las olas y en las profundidades, a los desdichados aferrándose a aquellas cosas que primero les habían venido a las manos en tal angustia, lamentándose con mísero alarido de su ruina y encomendando sus almas a Dios. Un carpintero y yo quedamos sobre un gran trozo de barco que había conservado las cuadernas, y a ellas nos agarramos y nos hablamos el uno al otro. El terrorífico viento fue calmándose, las furiosas olas del mar iracundo fueron apaciguándose poco a poco y disminuyendo su tamaño. En cambio, les siguió la más negra de las noches, con una espantosa lluvia que nos dio la impresión de que en medio del mar iba a ahogarnos desde arriba. Esto duró hasta medianoche, y durante ese tiempo pasamos gran angustia. Luego el cielo volvió a aclararse, de forma que pudimos contemplar las estrellas, por las que vimos que el viento nos llevaba cada vez más lejos de África, hacia el mar abierto, hacia la Terra Australem incognitam, lo que nos consternó mucho a ambos. Hacia el amanecer, volvía a estar tan oscuro que no podíamos vernos, aunque estábamos tumbados el uno al lado del otro. En esa tiniebla y lamentable estado seguimos siendo arrastrados, hasta que de repente nos dimos cuenta de que habíamos tocado fondo y nos habíamos detenido. El carpintero se había metido un hacha en el cinturón, y con ella sondeó la profundidad del agua y halló que por uno de los lados no medía más de un pie, lo que nos alegró sobremanera y nos dio la indudable esperanza de que Dios nos había ayudado a llegar a tierra en algún sitio, como nos dio a entender un agradable olor que recibimos cuando volvimos un poco en nosotros. Pero como estaba tan oscuro y los dos estábamos agotados, además de que nos acordábamos del día anterior, no tuvimos corazón para echarnos al agua y explorar esa tierra, aunque lejos de nosotros creímos oír cantar algunos pájaros, como en efecto estaba ocurriendo. Pero en cuanto el buen día se mostró un poco por el este, vimos por entre las tinieblas un poco de tierra con boscajes muy cerca de nosotros, con lo que nos echamos al agua, que fue haciéndose cada vez menos profunda, hasta que por fin, con gran alegría, llegamos a tierra seca. Entonces caímos de rodillas, besamos el suelo y dimos gracias a Dios en el cielo por habernos cuidado tan paternalmente y llevado a tierra. Y de ese modo llegué a esta isla.
No podíamos saber si estábamos en un lugar habitado o deshabitado; en tierra firme o solo en una isla. Pero enseguida nos dimos cuenta de que tenía que ser un territorio espléndido y fértil, porque todo ante nosotros estaba poblado, por así decirlo, de forma tan espesa como un campo de trigo, de matorrales y árboles, de manera que apenas podíamos avanzar. Cuando fue completamente de día y nos apartamos de la costa alrededor de un cuarto de hora en dirección al bosque, no solo no pudimos encontrar rasgo alguno de vivienda humana, sino que además hallamos muchos pájaros desconocidos que no se asustaban de nosotros, que incluso se dejaban coger con las manos, por lo que pudimos advertir sin dificultad que teníamos que estar en una isla sin duda desconocida pero muy fértil. Encontramos limones, pomelos y cocos, con cuyas frutas nos refrescamos a conciencia, y cuando el sol estuvo en lo alto salimos a un claro totalmente cubierto de palmeras (de las que se saca el vino de palma), lo que a mi compañero, que gustaba mucho de este vino, le alegró más de lo que cabe decir. Allí nos sentamos al sol, a secar nuestras ropas, que nos quitamos y colgamos con ese fin de un árbol, quedándonos en camisa. Mi carpintero clavó el hacha en una de las palmeras, y halló que eran ricas en vino, pero no teníamos con qué recogerlo, porque habíamos perdido hasta el sombrero en el naufragio.
Cuando el buen sol hubo secado nuestras ropas, nos las pusimos y subimos a una montaña que había a mano derecha, hacia el ocaso, entre aquella llanura y el mar, y miramos a nuestro alrededor: enseguida vimos que no nos encontrábamos en tierra firme, sino solo en esta isla, que no tendría más de hora y media a pie de contorno. Y como no divisamos cerca ni lejos territorio alguno, sino tan solo el agua y el cielo, nos entristecimos y perdimos toda esperanza de volver a ver seres humanos en el futuro. Sin embargo, nos consolaba constatar que el buen Dios nos había enviado a este lugar seguro y fertilísimo, y no a uno que hubiera sido infértil o habitado por caníbales. Luego empezamos a pensar qué podíamos hacer o dejar de hacer, y como teníamos que vivir por así decirlo como presos juntos en esa isla, nos juramos el uno al otro permanente lealtad.
En la mencionada montaña no solo se posaban y volaban toda clase de pájaros de variadas especies, sino que además estaba llena de nidos con huevos, de lo que no dejábamos de asombrarnos. Nos bebimos algunos y descendimos de la montaña con muchos más, y a su pie hallamos un manantial de agua dulce que se vertía en el mar hacia el este, tan fuerte que habría podido mover un pequeño molino, lo que nos produjo nueva alegría, y decidimos poner nuestra vivienda junto a él.
Para esa nueva casa no teníamos más utensilios que un hacha, una cuchara, tres cuchillos, un tenedor y unas tijeras; no había nada más. Mi compañero llevaba consigo un ducado o treinta, que habríamos dado gustosos por recado de encender si hubiéramos podido comprarlo con ellos, pero no nos servían de nada, valían menos que mi cuerno de pólvora. Sequé esta al sol (porque estaba tan blanda como una pasta), la esparcí sobre una roca, la cubrí con materia fácilmente inflamable, de la que había más que suficiente con la pelusa de los cocos, la froté con el cuchillo y prendí fuego, lo que nos alegró tanto como habernos salvado del mar. Si hubiéramos tenido sal, pan y recipiente con el que recoger nuestra bebida, nos habríamos tenido por las personas más felices del mundo, aunque hacía veinticuatro horas que nos contábamos entre las más desdichadas. Así de leal y misericordioso es Dios, sea venerado por toda la eternidad. Amén.
Enseguida cazamos alguna ave de las muchas que caminaban sin miedo a nuestro alrededor, la desplumamos, la limpiamos y la clavamos en un palo de madera. Empecé a asarla, mientras mi compañero traía leña y construía un cobertizo en el que quizá pudiéramos resguardarnos si volvía a llover, porque la lluvia india suele ser muy insana en dirección a África, y la sal que no teníamos la sustituimos con zumo de limón, para volver sabrosas nuestras comidas.