de cómo el peregrino se despide del castillo
Era ya bastante avanzado el día cuando el señor del castillo volvió ante mi cama con sus criados:
—Bien, señor Simplicius —dijo—, ¿qué tal se ha pasado la noche, habéis necesitado algún látigo?
—No, monsieur —respondí yo—, aquellos que suelen habitar aquí no lo necesitaban como aquel que quería burlarse de mí en Saurbrunnen.
—Pero ¿qué ha pasado? —siguió preguntando él—. ¿Seguís sin tener miedo a los espíritus?
Yo respondí:
—No volveré a decir que los espíritus son un pasatiempo y confesaré siempre que por eso los temo; pero lo que ha ocurrido lo atestigua en parte esta sábana quemada, y se lo contaré a mi señor en cuanto me llevéis a vuestro salón verde, donde voy a enseñaros el verdadero retrato del espíritu principal que hasta ahora ha entrado aquí.
Él me miró asombrado, y pudo fácilmente imaginarse que tenía que haber hablado con los espíritus, porque no solo supe hablarle del salón verde, que yo aún no había oído mencionar a nadie, sino que también la sábana quemada lo atestiguaba.
—¿Creéis entonces —dijo— lo que os conté antaño en Saurbrunnen?
Yo respondí:
—¿Para qué necesito creer cuando sé y he visto en persona una cosa?
—Sí —siguió diciendo él—, daría mil florines por librar a esta casa de esta cruz.
Yo respondí:
—Mi señor se dará por satisfecho, se verá librado de ella sin que le cueste un céntimo. Hasta recibirá dinero a cambio.
Con esto me levanté, y fuimos directamente al salón verde, que era al mismo tiempo una sala de recreo y una sala de arte. Por el camino vino el hermano del señor del castillo, al que yo había azotado en Saurbrunnen, porque le había hecho venir a toda prisa de su casa, que distaba dos horas de allí. Y como parecía un poco malhumorado, temí que estuviera pensando en vengarse, pero no mostré el menor temor, sino que, cuando llegamos a la mencionada sala, vi entre otras pinturas y antigüedades de gran valor artístico el retrato que estaba buscando.
—Este —dije a los dos hermanos— era vuestro antepasado, y arrebató ilegítimamente dos pueblos, N. y N. a la familia de N., los cuales ahora han vuelto a su legítimo señor. Vuestro antepasado recaudó en esos pueblos una importante cantidad de dinero, y lo hizo emparedar en vida en aquella habitación en la que yo he expiado hoy lo que con el látigo cometí en Saurbrunnen, razón por la cual se muestra con sus ayudantes tan espantosamente en esta casa. Si queréis devolverle la paz y que en adelante la casa esté tranquila, debéis recoger ese dinero e invertirlo como creáis que es justo ante Dios. Yo os mostraré dónde está, y luego seguiré mi camino en el nombre de Dios.
Sin duda pensaron que yo había dicho la verdad sobre la persona de su antepasado y los dos pueblos, y que no mentiría acerca del tesoro escondido, así que encaminaron nuevamente conmigo a mi dormitorio, donde levantamos la losa de piedra de la que los espíritus habían sacado los instrumentos de afeitar y habían vuelto a meterlos, pero no encontramos nada más que dos vasijas de barro que parecían completamente nuevas, la una llena de arena roja y la otra de arena blanca, por lo que ambos hermanos perdieron la esperanza de pescar un tesoro allí. Pero yo no me desanimé, sino que me alegré de tener la ocasión de poder probar lo que el maravilloso Theofrasto Paracelso escribe en el tomo nueve de sus escritos, la Philosophia occulta, acerca de la transmutación de los tesoros ocultos. Así que fui con las dos vasijas y los materiales que contenían a la herrería que el señor del castillo había hecho instalar en el patio del mismo, las apliqué al fuego y les di un fuerte calentamiento, como suele procederse cuando se quiere fundir el metal, y después de dejarlas enfriar encontramos en una de las vasijas una gran cantidad de ducados de oro, y en la otra en cambio una bola de plata de catorce quilates, y no pudimos saber qué moneda había sido. Para cuando hubimos dado fin a ese trabajo había llegado el mediodía, en cuyo momento no solo no quise ni comer ni beber, sino que me sentía tan mal que tuvieron que llevarme a la cama, no sé cuál fue la causa, si el haberme mortificado en exceso bajo la lluvia un día antes o el que los espíritus me hubieran asustado de tal modo la noche pasada.
Tuve que guardar cama durante doce días, y habría tenido que morir para estar más enfermo de lo que estuve. Tan solo una sangría me sentó bien, junto con el buen cuidado que recibí. Entretanto, sin yo saberlo, los dos hermanos habían hecho llamar a un orfebre y probar las masas fundidas, porque temían un engaño. Una vez que las hallaron justas, y que además ya no se mostraba un solo fantasma en toda la casa, casi no sabían qué idear para rendirme honores y hacerme servicio, incluso me tomaban por un hombre santo, al que todos los secretos le son revelados, y que les había sido especialmente enviado por Dios para devolver la casa a su correcto estado. Por eso el señor del castillo casi no se apartaba de mi cama, y se alegraba cuando podía discurrir conmigo, y estuvo haciéndolo hasta que alcancé plenamente mi anterior estado de salud.
En aquel tiempo, el señor del castillo me contó con toda sinceridad que (cuando aún era un chiquillo) un audaz vagabundo se había presentado ante su señor padre y le había prometido interrogar al espíritu y librar así a la casa de tal monstruo, con cuyo fin se hizo encerrar en la estancia en la que yo había tenido que pasar la noche. Aquellos espíritus, en la figura en que yo los había descrito, se habían lanzado sobre él, lo habían sacado de la cama, sentado en una silla y acosado y rapado a su albedrío, y al cabo de unas horas lo habían atormentado y atemorizado de tal modo que por la mañana se le halló allí tumbado medio muerto. Durante la noche el pelo y la barba se le habían vuelto completamente grises, cuando la noche antes se había ido a la cama siendo un hombre de treinta años y cabellos negros. Me confesó también que no tenía ningún otro motivo para meterme en tal estancia que el deseo de su hermano de vengarse de mí y hacerme creer lo que él me había contado hacía años acerca de estos espíritus y yo no había querido creer. Por eso, al mismo tiempo me pedía perdón y quedaba obligado a ser mi fiel amigo y servidor por el resto de sus días.
Cuando volví a estar sano y quise seguir mi camino, me ofreció un caballo, ropa y dinero para alimento. Como lo rechacé todo en redondo no quería dejarme partir, rogándome que no le convirtiera en el hombre más ingrato del mundo, sino que por lo menos llevara conmigo un poco de dinero para el camino, si pensaba terminar mi peregrinación en tan mísero hábito.
—¿Quién sabe —dijo— qué necesitaréis, señor?
Yo no pude por menos de reír, y dije:
—Mi señor, me sorprende cómo podéis llamarme a mí señor, cuando veis que me esfuerzo en seguir siendo un pobre mendigo.
—Bien —respondió él—, entonces quedaos conmigo toda la vida, y recibid limosna de mi mesa todos los días.
—Señor —repliqué yo—, si hiciera tal cosa, ¿no sería mayor señor que vos? ¿Cómo subsistiría mi cuerpo animal, viviendo sin preocupaciones como vivía el hombre rico a costa del antiguo emperador? ¿No le harían saltar tan buenos días? Si mi señor quiere honrarme, ruego que le mande poner un forro a mi hábito, porque se acerca el invierno.
—Loado sea Dios —respondió él— porque al fin se encuentra algo que me permita testimoniar mi gratitud.
Acto seguido, hizo que me dieran una bata hasta que mi hábito estuvo forrado, lo que se hizo con paño de lana, porque no quise aceptar otro forro. Cuando tal cosa hubo ocurrido, me dejó ir y me dio algunos escritos para que los entregara por el camino a sus parientes, más para recomendarme a ellos que porque tuviera mucho que contarles.