del arte que Simplicius enseñó a su anfitrión a cambio del lecho
Yo había perdido la noche anterior una especificación de todas las artes que había practicado, y que había escrito para no olvidarlas tan fácilmente, pero en ella no decía en qué forma y con qué medios practicarlas. A manera de ejemplo, escribo aquí el principio de ese catálogo:
Hacer pábilos o mechas de tal modo que no huelan, olor que a menudo traiciona a los mosqueteros, y hace que sus ataques queden en nada.
Hacer mechas que ardan aunque estén mojadas.
Hacer pólvora de forma que no arda cuando se clava en ella un hierro al rojo, lo cual es útil a las fortalezas, que tienen que albergar una gran cantidad de ese peligroso huésped.
Disparar a hombres o pájaros solo con pólvora, de forma que por un tiempo se quedan como muertos pero luego vuelven a levantarse sin daño alguno.
Dar a un hombre el doble de sus fuerzas sin utilizar raíz de serbal, y llevar a cabo cosas prohibidas por el estilo.
Cuando uno se ve detenido en una salida, clavar los cañones del enemigo y prepararlos de tal modo que revienten al utilizarlos.
Estropearle a uno el mosquete, de tal forma que falle todos los tiros hasta que lo limpie con cierto material.
Dar en el blanco mas fácilmente poniéndose el mosquete en el sobaco y dando la espalda a la diana, que apuntando al modo común.
Cierto arte de que no te alcance bala alguna.
Preparar un instrumento con el que, sobre todo en las noches silenciosas, se puede oír maravillosamente cuanto resuena o se dice a increíble distancia (lo que por lo común está fuera del alcance humano y es imposible), algo que es muy útil en las guardias y especialmente en los asedios, etcétera.
De este modo se describían muchas habilidades y artes en dicha especificación, que mi anfitrión había encontrado y recogido. Por eso vino a verme a mi cámara, me enseñó el catálogo y preguntó si realmente era posible que esas cosas pudieran hacerse de forma natural. A él le costaba creerlo, pero tenía que confesar que en su juventud, cuando había servido con el mariscal Von Schauenburg en Italia, había muchos que decían que todos los príncipes de Saboya estaban a salvo de las balas:
—Dicho mariscal había querido atentar contra el príncipe Thomas, al que tenía cercado en una fortaleza. En una ocasión en que ambas partes habían concertado una hora de alto el fuego para enterrar a los muertos y mantener conversaciones, había dado orden a un cabo de su regimiento, al que consideraban el más certero tirador de todo el ejército, de apuntar con su mosquete, con el que era capaz de apagar una vela a cincuenta pasos, al antedicho príncipe, que iba a subir al parapeto del muro para conferenciar, y tan pronto pasara la hora del armisticio meterle una bala. Ese cabo había prestado atención al tiempo, y durante todo el alto el fuego había tenido ante los ojos y en su punto de mira al tan mentado príncipe. Cuando el toque de campanas había marcado el fin del armisticio, y cada una de las dos partes se ponía a resguardo, había disparado contra él, pero el mosquete le había fallado inesperadamente, y en el tiempo que el cabo había necesitado para volver a armarlo el príncipe había desaparecido tras el parapeto, tras de lo cual el mariscal, que también se encontraba en las trincheras, había dado orden al cabo de disparar a un suizo de la guardia del príncipe, y él le había apuntado y alcanzado de tal modo que él otro había caído dando volteretas. Ahí se había visto de manera palpable que había algo de verdad en el hecho de que ningún príncipe de Saboya podía ser alcanzado o perjudicado por tiros de mosquete. Él no podía saber si tal cosa era debida a aquellas artes o quizá a que aquel elevado príncipe tenía una gracia especial de Dios por descender, según se decía, de la estirpe del real profeta David.
Yo respondí:
—Tampoco yo lo sé, pero una cosa es cierta, y es que las artes ahí reseñadas son naturales y no hechicerías, y si alguien no lo cree, que me diga cuál de ellas considera más asombrosa e imposible y se lo probaré enseguida, siempre que sea una que no requiera más tiempo y ocasión del que tengo para ponerla en práctica, porque quiero seguir mi camino y continuar mi proyectado viaje.
A esto dijo él que era imposible que la pólvora no ardiera si se le aplicaba fuego, a no ser que antes la echase al agua. Si podía probar eso de forma natural, él creería sin verlas todas las demás artes, que eran más de sesenta, y que no podía creer antes de esa prueba. Yo respondí que me trajera rápido un poco de pólvora y otro material que yo necesitaba para ello, además del fuego, y que enseguida vería que el arte se basaba en hechos. Cuando lo hizo, le hice proceder de la forma adecuada, y encender el fuego, pero no consiguió quemar más que unos granitos, aunque pasó en ello un cuarto de hora, sin lograr otra cosa al aplicar un hierro al rojo como mecha y carbón en polvo sobre él.
—Sí —dijo al fin—, pero ahora la pólvora no sirve para nada.
Yo le respondí con obras, y antes de que pudiera contar dieciséis preparé sin esfuerzo la pólvora de tal modo que ardió apenas tocarla el fuego.
—Ah —dijo él—, si Zurich hubiera conocido este arte, no habrían sufrido tan grandes daños como el rayo hizo en su polvorín.
Una vez vista la certidumbre de este arte natural, enseguida quiso saber también con qué medios podía asegurarse una persona contra las balas de mosquete, pero no quise comunicarle tal cosa. Él se empleó con halagos y promesas, pero yo dije que no necesitaba dinero ni riquezas. Pasó a las amenazas, pero yo respondí que había que dejar pasar a los peregrinos hacia Einsiedeln. Me acusó de ingratitud por la amable hospitalidad recibida, pero yo le dije que ya había aprendido bastante de mí. Como no quería dejarme ir, pensé engañarle, porque para obtener de mí ese arte por grado o por fuerza habría que ser una persona de mayor rango, y como me di cuenta de que no le importaba si era con palabras o cruces con tal de que no le disparasen, le engañé como Tanpronto me había engañado, de tal modo que no fuera embustero, y él se quedara sin saber aquel arte. Así que le di la siguiente nota:
—El remedio de este escrito hará que ninguna bala te alcance.
Asa, vitom, rahoremarhi, ahe, menalem renah, oremi, nasiore ene, nahores, ore, eldit, ita, ardes, inabe, ine, nie, nei, alomade, sos, ani, ia, ahe, elime, arnam, asa, locre, rahel, nei, vivet, aroseli, ditan, Veloselas, Herodan, ebi, menises, asa elitira, eve, harsari erida, sacer, elachimai, nei, elerisa.
Cuando le di la nota, le dio crédito porque le pareció un galimatías que nadie podía entender. Sea como sea, así me libré de él y gané la gracia de que quisiera darme unos cuantos táleros para alimentarme durante el camino, pero yo me negué a aceptarlos y me contenté sobradamente con un desayuno. Así que marché Rin abajo hacia Eglissau, pero por el camino me detuve donde el Rin tiene sus cataratas, y con gran estrépito y rugido pulveriza por así decirlo parte de sus aguas.
Por aquel entonces empecé a pensar si no me había excedido con mi anfitrión, que tan amablemente me había acogido. «Quizá —pensaba—, en el futuro dé ese escrito y esas necias palabras a sus hijos o amigos como cosa cierta, y ellos confíen en ella, se pongan en peligro innecesario y muerdan el polvo antes de tiempo. Y entonces ¿quién sino tú tendría la culpa de su temprana muerte?». Quise por eso dar la vuelta, deshacer lo hecho, pero me preocupaba que si volvía a caer en sus garras me tratara peor que antes, o al menos se vengara de mi engaño. Así que seguí hacia Eglissau, donde rogué comida, bebida, albergue y medio pliego de papel, en el que escribí lo siguiente:
Noble, piadoso y venerado señor: vuelvo a darte las gracias por el buen albergue, y ruego a Dios que se lo pague a mi señor mil veces, pero por lo demás tengo la preocupación de que quizá en el futuro mi señor se arriesgue demasiado y tiente a Dios, por haber aprendido de mí tan espléndido arte contra las balas. Quiero advertir a mi señor y explicarle ese arte para que no sea causa de daño. Yo escribí: «El remedio de este escrito hará que ninguna bala te alcance».
Mi señor debe entender bien esto, y sacar de cada palabra no alemana, que ni es ni mágica ni tiene otro poder, la letra central, y juntándolas en orden verá que dicen: «Ponte allá donde nadie dispare, y estarás a salvo». Que mi señor siga este consejo, guarde buena memoria de mí y no me acuse de engaño, encomendándonos ambos a la protección de Dios, que es el único que protege a quien quiere. A tantos de tantos, etcétera.
Al otro día no quisieron dejarme pasar, porque no tenía dinero para pagar la aduana, así que tuve que quedarme sentado dos horas, hasta que vino un honrado caballero que pagó por mí el tributo por el amor de Dios. Pero resultó ser nada menos que un verdugo. El aduanero le dijo:
—¿Qué es esto, maese Christian, es que pensáis terminar el trabajo con este tipo?
—No sé —respondió maese Christian—, nunca he probado mis artes con un peregrino, como tampoco con un aduanero.
Con eso el aduanero se quedó con dos palmos de narices, y yo seguí mi camino hacia Zurich. Pero primero envié mi escrito a Schaffhausen, porque no estaba tranquilo con el asunto.