del extraño discurso de Simplicius con una resma
Mi anfitrión iba un poco achispado cuando me llevó a casa, y quiso saber más de mí: de dónde venía, adónde iba, mi profesión y cosas parecidas; y cuando vio que sabía hablarle de tantos y distintos países como había recorrido en mi vida, y que no todo el mundo ha podido ver, como Moscú, Tartaria, Persia, China, Turquía y nuestras antípodas, se asombró en gran medida y me atendió con buen vino Veltliner y del Tesino. Él mismo había visto Roma, Venecia, Ragusa, Constantinopla y Alejandría, y como yo supe decirle muchos usos y costumbres de tales lugares, creyó también lo que me inventaba de países y ciudades más lejanos, porque yo me regía por Samuel von Golau Reumen, cuando dice:
¡Quien quiera mentir, que mienta sobre cosas alejadas!
¿Quién va a querer ir a comprobarlas?
Y como vi que me salía bien, llevé mi narración casi al mundo entero: había estado incluso en el espeso bosque del que Plinio habla en su Aquis Curiliis, pero que después, aunque se le busque con el mayor celo, no es posible encontrar de nuevo ni de día ni de noche; había comido incluso la amable y maravillosa planta de Borametz, en la Tartaria, y aunque no la había visto en los días de mi vida, supe explicarle a mi anfitrión su encantador sabor de tal manera que se le hizo la boca agua. Le dije: «Tiene la pulpa como un cangrejo, el color del rubí o el durazno rojo, y un olor que recuerda al de los melones y los pomelos». De paso, le conté también en qué batallas, asedios y escaramuzas había estado en mi vida, y también en eso mentí algo de más, porque veía que él así lo quería, de tal modo que se dejó entretener con esas y otras paparruchas como los niños con los cuentos, hasta que se durmió y a mí me llevaron a otra cámara bien acomodada, en la que pude dormir mecido en una blanda cama, cosa que hacía mucho tiempo ya que no me ocurría.
Desperté mucho antes que los propios habitantes de la casa, pero también por eso no pude salir de la cámara a aliviar una carga que sin duda no era grande pero sí muy molesta de sobrellevar determinado tiempo. Sin embargo, me encontré detrás de un tapiz con un lugar destinado al efecto, que algunos suelen llamar gabinete, mucho mejor equipado de lo que habría podido esperar en tal necesidad. Me senté a toda prisa, y pensé cuán preferible a mi noble bosque era esta bien adornada cámara en la que tenía ocasión de aculillarme, extraño y familiar a un tiempo en aquel lugar, sin padecer el miedo y las angustias que había superado otras veces. Una vez despachada la cosa, cuando estaba pensando en las artes y enseñanzas de Tanpronto, cogí de un cuaderno que colgaba a mi lado un pliego de papel en octavo para proceder con él, a lo que estaba condenado junto a otros en esa cámara y preso en ella.
—¡Ay! —dijo entonces este—. ¿Así que por mis fieles servicios y múltiples penalidades, soportadas durante largo tiempo, por los riesgos corridos, trabajos, miedos, miserias y dolores, he de experimentar ahora y soportar el agradecimiento general del infiel mundo? Ah, ¿por qué en mi juventud no me habrá devorado un pinzón, y hecho de mí estiércol enseguida, para que pudiera servir a mi vez a mi madre la tierra, ayudándole con mi innata carnalidad a producir una agradable florecilla o hierba, antes de que semejante vagabundo se limpiara conmigo las posaderas, alcanzando mi fin definitivo en un montón de mierda? ¿O por qué no me habrán utilizado en un retrete del rey de Francia, al que limpia el culo el de Navarra? ¿No habría sido mayor honor que quedar al servicio de un monje renegado?
Yo respondí:
—Bien veo en tus palabras que eres un individuo sin valor, indigno de otro entierro que aquel al que ahora voy a enviarte. Va a dar igual si eres enterrado en tan apestoso lugar por un rey o un mendigo, para que te permitas hablar de forma tan grosera y descortés, de lo que en cambio me alegro en el alma. Pero si tienes algo que alegar respecto a tu inocencia y los fieles servicios prestados al género humano, puedes hacerlo: mientras todo el mundo duerme en la casa, te daré con gusto audiencia, y te preservaré, una vez establecidos los hechos de tu presente ruina y decadencia.
A esto respondió la resma:
—Mis antepasados estaban al comienzo, según testimonio de Plinio, libro veinte, capítulo veintitrés, en un bosque, donde vivían en libertad en su propia tierra y extendían su especie. Fueron obligados a entrar al servicio del hombre como hierba salvaje, y denominados todos ellos con el nombre de cáñamo. De este broté y fui plantado siendo una semilla, en los tiempos de san Wenceslao, en el pueblo de Goldscheur, de cuyo lugar se dice que en él crecen las mejores semillas de cáñamo del mundo. Allí me tomó mi plantador del tallo de mis padres y me vendió, en primavera, a un buhonero que me mezcló con otras semillas de cáñamo extrañas y regateó con nosotras. El mismo buhonero me vendió luego a un campesino de la vecindad, y ganó en cada medida medio florín, porque de pronto subimos nuestro precio y encarecimos. Así que el mencionado buhonero fue el segundo que ganó conmigo, porque mi plantador, el que inicialmente me había vendido, ya adelantaba la primera ganancia. El campesino en cambio que me compró me tiró a un campo fértil y bien cultivado, donde no pude menos que pudrirme y morir bajo la peste del estiércol de caballo, cerdo, vaca y otros. Pero saqué de mí mismo un alto y orgulloso tallo de cáñamo, en el que fui poco a poco transformándome, y en mi juventud pude decirme: «Ahora serás, como tus antepasados, fértil multiplicador de tu especie, y producirás más grano y semilla de lo que ninguno de ellos hiciera». Pero apenas se había animado un poco mi desvergüenza con tales esperanzas, cuando oí decir a muchos que pasaban: «¡Mirad qué campo lleno de cuerdas de horca!», lo que tanto yo como mis hermanos consideramos un mal presagio, pero nos consolaba a nuestra vez oír decir a algunos viejos campesinos: «¡Mirad! ¿Qué hermoso y excelente cáñamo es este?». Pero ¡por desgracia!, pronto nos dimos cuenta de que la codicia y miseria de los hombres no iba a dejarnos seguir propagando nuestra estirpe: cuando pensábamos ir a dar semilla, fuimos inmisericordemente arrancados del suelo por individuos de variopinta fuerza y atados en grandes haces como delincuentes presos, por cuyo trabajo solían recibir las gentes su salario y, por tanto, el tercer beneficio de nosotros obtenido.
»Pero no bastaba con eso, sino que solo estaba empezando nuestro sufrimiento y la tiranía de los hombres, que querían hacer de nosotros, ¡una renombrada planta!, un puro y artificial poema humano (que tal llaman algunos a la rica cerveza). Nos arrastraron a profundas fosas, nos amontonaron y nos cubrieron de tal modo de piedras como si estuviéramos en una prensa. Y de allí salió la cuarta ganancia, para aquellos que hicieron ese trabajo. Luego inundaron por entero esas fosas de agua, de forma que quedamos sumergidos como si quisieran ahogarnos, sin contar con que ya nuestras fuerzas eran débiles. En ese fermento nos dejaron hasta que la belleza de nuestras ya marchitas hojas se pudrió por completo, y casi nos asfixiamos y perecimos. Solo entonces dejaron salir el agua, nos sacaron y nos depositaron en un prado verde, expuestos ora al sol, ora a la lluvia, ora al viento, de forma que incluso el amable aire se horrorizó de nuestro dolor y miseria, nos cambió y volvió todo a nuestro alrededor tan apestoso que casi nadie pasaba ante nosotros sin taparse las narices, o al menos decir: “¡Qué diablos!”. Pero los que así nos habían tratado obtuvieron la quinta ganancia en forma de salario. En tal estado hubimos de quedarnos, hasta que el sol y el viento nos arrebataron el último rastro de humedad y, junto con la lluvia, nos empalidecieron. Luego fuimos vendidos por nuestro campesino a un cañamero o preparador de cáñamo, con la sexta ganancia. Así fuimos a parar al cuarto amo desde que yo era una semillita. Este nos dejó descansar por un tiempo bajo un cobertizo, mientras estuvo ocupado en otros negocios y pudo conseguir jornaleros para seguir atormentándonos. Porque como el otoño y todos los demás trabajos del campo habían pasado, nos fue cogiendo uno tras otro, nos puso en gavillas de dos docenas en un cuartito detrás del horno, y nos calentó de tal modo que parecía que íbamos a sudar el mal francés, en cuya infernal angustia y riesgo pensé a menudo que íbamos a ascender al cielo junto con la casa convertidos en llamas, como a menudo sucede. Cuando ese calor nos dejó más hechos para el fuego que la mejor leña azufrada, nos entregó a un verdugo peor, que nos metió a puñados en la agramadera y dejó nuestros miembros cien mil veces más quebrados que lo que se suele hacer en la rueda al peor asesino. Luego nos golpeó con un palo con todas sus fuerzas para que nuestros rotos miembros se desprendieran limpiamente, con tal saña que parecía que se había vuelto loco, y el sudor, y a ratos otra cosa que huele peor, le caían a chorros. De este modo fue el séptimo que añadió un beneficio por causa nuestra.
»Pensábamos que ya no se podía inventar nada para maltratarnos más, de tal modo estábamos separados y a la vez mezclados y confundidos que ninguno se reconocía a sí mismo y lo suyo, sino que de nosotros no quedaba más que pelo o fibra, pues éramos cáñamo agramado. Pero nos pusieron en una tabla en la que fuimos de tal modo pateados, golpeados, aplastados, retorcidos y, en una palabra, triturados y apaleados como si de nosotros se quisiera hacer puro amianto, asbesto, algodón, seda, o por lo menos un delicado lino. Y de ese trabajo sacó el espadador el octavo beneficio que los hombres obtuvieron de mí y de los míos. Ese mismo día fui entregado, como cáñamo bien apaleado y espadillado, a varias ancianas y jóvenes aprendices que me hicieron pasar el mayor martirio que nunca he sufrido, porque me cortaron con sus distintos rastrillos de un modo que no cabe relatar. Primero me arrancaron la burda estopa, luego el cáñamo para hilar, y por último el cáñamo malo, hasta que por fin fui ensalzado como cáñamo fino y exquisita mercadería, delicadamente acariciado, empaquetado y depositado en un húmedo sótano, para que curara de la agresión y cogiera peso. De tal modo alcancé un corto descanso, y me alegré de haberme convertido, tras superar tantos padecimientos, en una materia tan necesaria y útil para vosotros los hombres. Por cierto que dichas mujeres obtuvieron de mí el noveno salario, lo que me dio especial consuelo y esperanza de que ahora (como habíamos alcanzado el número nueve, cifra angelical y maravillosa) quedáramos exentos de más martirios.