CAPÍTULO DÉCIMO,

en el que el eremita se vuelve peregrino

La vida de san Alejo fue la primera que me saltó a la vista al abrir el libro. Allí encontré con qué desprecio de la tranquilidad había dejado la rica casa de su padre, visitado los santos lugares una y otra vez con gran devoción y, por fin, concluido su vida y peregrinación bajo una escalera, en la mayor pobreza, con incomparable paciencia y maravillosa constancia espiritual. «¡Ay! —me dije a mí mismo—, Simplicius, ¿qué haces tú? ¡Te pasas el tiempo aquí tumbado y no sirves ni a Dios ni a los hombres! Si el que está solo cae, ¿quién le ayudará a levantarse? ¿No será mejor que sirvas a tus congéneres, y ellos a ti a su vez, que estar aquí sin compañía alguna, sentado en soledad como una lechuza? ¿No acabarás siendo un miembro muerto del género humano si persistes en quedarte aquí? Y además, ¿cómo vas a soportar el invierno, cuando la montaña se cubra de nieve y tus vecinos dejen de traerte el sustento que te traen ahora? Sin duda ahora te honran como a un oráculo, pero cuando pierdas la novedad, no te verán digno más que de mirarte por encima del hombro, y en vez de lo que ahora te traen a casa, te despacharán a sus puertas diciendo que Dios te ayude. Quizá por eso Tanpronto se te ha aparecido en persona, para que te prevengas a tiempo y pienses en la inconstancia de este mundo». Con tales opiniones y pensamientos y otras parecidas me atormentaba, cuando me decidí a convertirme de eremita en hermano errante o peregrino.

Sin perder más tiempo, cogí la tijera y recorté mis largos hábitos, que me llegaban hasta los pies (y que mientras había sido ermitaño también me habían servido de manta y de sábana), pero cosí las piezas cortadas de forma que sirvieran al mismo tiempo de saco y bolsa, para guardar en ellos lo poco que lograra mendigar. Y como no podía conseguir un báculo de peregrino proporcionado y de puntas torneadas, me hice con una rama de manzano silvestre con la que confiaba poder hacer dormir a quien me amenazara con el puñal en la mano. Más adelante, un devoto cerrajero me dio una partesana para mi viaje, provista de una fuerte punta, para que me defendiera de los lobos que pudiera encontrar en el camino.

De tal forma equipado, me puse en camino hacia las frondas de Schapbach, donde rogué al mismo pastor un documento o certificado de que hasta hacía poco había vivido en su parroquia como eremita, pero ahora tenía la voluntad de visitar con devoción los santos lugares. Sin embargo, él me dijo que no me creía:

—Creo, amigo mío —dijo—, que o has dado un mal paso, para querer abandonar tu casa tan repentinamente, o tienes en mente convertirte en otro Empédocles de Agrigento, que se arrojó al volcán Etna para que creyeran que, puesto que no se le hallaba en parte alguna, había ascendido al cielo. ¿Qué te parecería si tú tuvieras una opinión así, y yo con mi certificado te ayudase?

Sin embargo, con mi buena labia, supe responderle bajo apariencia de santa simplicidad y honesta opinión de tal modo que me entregó el documento requerido, y creo que sentí una sagrada envidia o celo en él, y que veía con gusto mi futuro camino, porque ese buen hombre me tenía en mejor consideración, debido a mi vida tan inusualmente severa y ejemplar, que a los demás clérigos de la vecindad, aunque yo era un individuo malo y disoluto si se me comparaba con los verdaderos y justos clérigos y siervos de Dios.

Sin duda entonces yo aún no era tan impío como llegué a ser, y habría pasado por alguien de buena intención y propósito, pero tan pronto como trabé conocimiento con otros viejos vagabundos y establecí trato y conversación con ellos, fui haciéndome cada vez peor, por lo que al final habría podido pasar por jefe, cabeza de gremio y preceptor de tales gentes que hacen del vagabundeo una profesión, sin otro fin que ganarse así el sustento. Además, mi hábito y aspecto eran casi adecuados y propicios para mover especialmente a generosidad a las gentes. Cuando llegaba a un pueblo o se me daba entrada a una ciudad, especialmente en domingos y fiestas de guardar, me prestaban tanto jóvenes como viejos más atención que al mejor charlista del mercado, que lleva consigo un par de bufones, monos y macacos. Tan pronto me tomaban por un viejo profeta (en parte debido a mis largos cabellos y enmarañadas barbas, y porque iba descalzo hiciera el clima que hiciera), como por un extraño hacedor de milagros, pero la mayoría de ellos me confundían con el judío errante, condenado a vagar por el mundo hasta el Juicio Final. No aceptaba limosnas en dinero, porque sabía de lo que esa costumbre me había servido en mi soledad, y cuando alguien quería obligarme a aceptar una decía: «Los mendigos no deben tener dinero». Con eso conseguía, desdeñando unos céntimos, que se me diera mucho más en comida y en bebida de lo que habría podido comprar con unas monedas.

Así que marché remontando el Gutach y atravesando la Selva Negra por Villingen, hasta Suiza, en cuyo camino no me aconteció nada notable o inusual salvo lo que antes he contado. Desde allí yo mismo conocía el camino hacia Einsiedeln, y no necesitaba preguntar a nadie, y cuando llegué a Schaffhausen no solo me dejaron entrar a la ciudad sino que, después de ser objeto de muchas burlas en el pueblo, fui amablemente albergado por un honrado y acomodado burgués; y fue oportuno que viniera y se apiadara de mí, como gran señor muy viajado (que sin duda en sus idas al extranjero había experimentado muchas cosas, tanto dulces como amargas), porque algunos malos chiquillos estaban empezando a tirarme las bostas de la calle.