CAPÍTULO SÉPTIMO,

en el que Avaro encuentra un banco y Iulo en cambio contrae deudas, mientras su padre viaja al otro mundo

Avaro robó tanto dinero que temió no poder encubrir su deslealtad a Iulo. Por eso ideó esta astucia para engañarlo, y fue que cambió parte de su oro en toscas piezas alemanas de plata, las metió en una gran alforja y acudió de noche a la cama de su señor, mintiendo y calmándole con aprendidas palabras y contándole que había encontrado un tesoro.

—Generoso señor —dijo—, tropecé con esta bolsa cuando me echaron de varios de vuestros locales predilectos, y como el sonido del metal acuñado no sonaba distinto que el de las vísceras de un difunto, habría jurado que había tropezado con un muerto.

Diciendo esto, vació la bolsa, y dijo además:

—¿Me aconseja mi señor que devuelva este dinero a su legítimo dueño? Espero que me dé una buena propina.

—Loco —respondió Iulo—, si tienes algo así, consérvalo. ¿Qué noticias me traes de aquella doncella?

—No pude hablar esta noche con ella porque, como he dicho, hube de escapar de varios lugares con gran peligro, y además me encontré este dinero inesperadamente.

Así se sirvió Avaro de mentiras tan bien como pudo, como suelen hacer todos los jóvenes e incipientes ladrones cuando alegan que se han encontrado lo que han robado.

Precisamente en esos días Iulo recibió cartas de su padre, y en las mismas una áspera advertencia por vivir de forma tan enojosa y despilfarrar tan terrible cantidad de dinero. Por los mercaderes ingleses que mantenían correspondencia con él y libraban los giros a Iulo había sabido todo acerca de las acciones de su hijo y Avaro, salvo que este robaba a su señor sin que se enterase. Esto le había preocupado tanto que había caído víctima de una grave enfermedad; escribió a los mencionados mercaderes que en adelante no debían dar a su hijo más que lo que cubriera las puras necesidades que un noble común tiene para vivir en París, con el añadido de que, si le daban más, él no se lo restituiría. A Iulo le amenazó diciendo que, si no se corregía y emprendía una vida distinta, lo desheredaría y dejaría de considerarlo como hijo.

Sin duda Iulo quedó consternado, pero no por eso hizo propósito de llevar una vida más ahorrativa, y aunque hubiera querido compensar a su padre por los grandes gastos a los que estaba acostumbrado, le habría sido imposible, porque ya estaba demasiado metido en deudas. Primero habría perdido su crédito con sus acreedores y, consecuentemente, con cualquier otro. Por su parte, el orgullo se lo había desaconsejado con insistencia, pues consideraba que iba en perjuicio de su reputación, adquirida a costa de gastar mucho. Por ello habló Iulo a sus compatriotas así:

—Señores, sabéis que mi señor padre no solo tiene parte en muchos barcos que van a las Indias Orientales y Occidentales, sino que también tiene en sus fincas de nuestra patria cuatro o cinco mil ovejas que esquilar, de forma que ningún caballero del país le iguala y menos aún aventaja. ¡No hablemos del metálico y los bienes inmuebles que posee! También sabéis que seré hoy o mañana único heredero de todo su patrimonio, y que mi padre está en trance de irse a la tumba. ¿Quién va a exigir de mí que viva como un mendigo? ¿No sería tal cosa, si la hiciera, una vergüenza para toda nuestra nación? Os ruego, señores, que no me dejéis caer en tal vergüenza sino que me ayudéis como hasta ahora con un poco de dinero, que yo os restituiré con gratitud y gravaré hasta el día del pago con intereses mercantiles, además de mirar a cada uno de vosotros con tanto respeto que estará satisfecho conmigo.

Al oír esto, algunos se encogieron de hombros y se disculparon, diciendo que por el momento no tenían recursos disponibles; pero en realidad su deseo era honesto y no querían indignar al padre de Iulo. Los otros, en cambio, pensaron que podrían desplumar a un buen pájaro cuando tuvieran a Iulo en sus garras. «Quién sabe —se decían a sí mismos— cuánto vivirá el viejo, y además donde hay ahorrador hay derrochador. Si el padre lo deshereda, no podrá quitarle la herencia materna». En suma, le dieron a Iulo unos mil ducados, a cambio de los cuales él empeñó lo que ellos quisieron, y les prometió un ocho por ciento anual, todo lo cual fue escrito en debida forma. Con eso Iulo no fue muy lejos, puesto que tras pagar sus deudas y que Avaro le quitara su parte, no le quedó mucho más. De tal modo que pronto tuvo que volver a pedir prestado y dar nuevas prendas, lo que fue informado a tiempo a su padre por otros ingleses que no participaban del negocio, con lo que el anciano se indignó tanto que hizo llegar una advertencia a quienes prestaran dinero a su hijo en contra de sus órdenes, recordándoles su anterior escrito, en el que indicaba que no les devolvería un céntimo y que, cuando regresaran a Inglaterra, los acusaría ante el Parlamento por corromper a la juventud y haber ayudado a su hijo en semejante despilfarro. Al propio Iulo le escribió, de su puño y letra, que en adelante no se llamara hijo suyo ni compareciera en su presencia.

Cuando tales noticias llegaron, las cosas empezaron a irle mal a Iulo: sin duda aún tenía un poco de dinero, pero no para continuar con su derrochador lujo, ni para equiparse para un viaje, ni para servir con un par de caballos en la guerra a ningún señor, cosas estas a las que le incitaban el orgullo y la prodigalidad. Y como nadie quería ofrecerle nada, imploró a su fiel Avaro que le hiciera un préstamo con lo que había encontrado. Avaro respondió:

—Vuestra gracia sabe bien que soy un pobre fámelo y nada tengo salvo lo que hace poco Dios me deparó.

«Ah, pícaro hipócrita —pensé yo—, ¿te ha deparado Dios lo que has robado a tu señor? ¿No deberías socorrerle en su necesidad con lo que es suyo? ¿No has contribuido y le has ayudado a comer, beber, gastar en putas, en muchachos y en juegos, y a derrochar lo que era suyo?». «Oh, pájaro —me dije—, sin duda viniste de Inglaterra como un cordero, pero desde que la codicia se apoderó de ti en Francia, te has convertido en un zorro o incluso en un lobo».

—Si ahora —siguió diciendo Avaro— no tuviera cuidado con tales dones de Dios y no los invirtiera en mi futuro, tendría que preocuparme y me haría indigno de toda suerte futura que pudiera esperarme. A quien Dios saluda ha de ser agradecido; quizá en toda mi vida no vuelva a encontrar cosa como esta. ¿Voy a entregarla ahora donde ni siquiera los ricos ingleses quieren prestar más, porque ya habéis perdido las mejores prendas? ¿Quién me aconsejaría tal cosa? Vuestra gracia mismo dijo que si tengo algo, he de conservarlo, y además todo mi dinero está en el banco, del que no puedo sacarlo cuando desee si no quiero renunciar a un gran interés.

Esas palabras resultaron sin duda difíciles de digerir para Iulo, que no estaba acostumbrado a oírlas ni a su fiel servidor ni a otros, pero el zapato que el orgullo y la prodigalidad le habían puesto le apretaba de tal modo que aceptó de buen grado un leve dolor, y mediante ruegos obtuvo de Avaro que le prestara todo el dinero que le había arrebatado y robado, con la condición de que en cuatro semanas Avaro recibiría su salario junto con los intereses de un ocho por ciento anual, y para que estuviera seguro de la suma y la pensión, empeñaría una propiedad nobiliaria que le había legado la hermana de su madre, todo lo cual se hizo en perfecta forma en presencia de los otros ingleses como testigos. La suma ascendió a seiscientas libras esterlinas, que en nuestra moneda son una importante cantidad de dinero.

Apenas hecho el contrato mencionado arriba, firmada la escritura y pagado el dinero, a Iulo le llegó la noticia de una alegre tristeza, y es que su señor padre había pagado su deuda con la naturaleza, por lo que enseguida se vistió de principesco luto y se preparó a viajar a Inglaterra cuanto antes, más para hacerse cargo de la herencia que para consolar a su madre. Y fue milagro ver cómo Iulo volvía a contar con un montón de amigos como los que tenía hacía días; también vi cómo sabía fingir, porque cuando estaba con la gente se mostraba muy triste por su padre, pero a solas con Avaro dijo: «Si el viejo hubiera vivido más habría terminado mendigando, especialmente si tú, Avaro, no hubieras acudido en mi ayuda con tu dinero».