CAPÍTULO TERCERO,

de la extraña procesión de toda la corte infernal y demás caterva

La amistosa conversación entre estos dos espíritus infernales fue tan terrible e impetuosa que provocó alarma en todo el Averno, de tal modo que a toda prisa se reunieron los ejércitos infernales para escuchar lo que había que hacer. Allí se presentó el primer hijo de Lucifer, el orgullo, con sus hijas; la codicia, con los suyos; la ira, junto con la envidia y el odio; la venganza, los celos, la calumnia y todos sus parientes; y así también la lujuria con su cohorte, compuesta por la avaricia, la gula, la ociosidad y sus iguales, ítem más la pereza, la infidelidad, la malicia, las mentiras, la curiosidad, tan cara a las doncellas, y la falsedad con su hija favorita, la adulación, que en vez de su abanico llevaba una cola de zorro. Todo lo cual daba como resultado una extraña procesión que era asombrosa de ver, porque todos venían con su extraña y propia librea. Una parte vestidos con espléndidos ropajes; la otra como mendigos; y la tercera, como la desvergüenza y sus iguales, iban casi desnudos. Una parte tan gordos y obesos como Baco, la otra tan amarillos, pálidos y flacos como un viejo y seco rocín. Aquella parecía tan amable y encantadora como Venus, la otra tan amarga como Saturno, la tercera tan furiosa como Marte, la cuarta tan pérfida y mojigata como Mercurio. Una parte era fuerte como Hércules, o tan derecha y rápida como Hipómenes, la otra coja y tullida como Vulcano, de forma que, con tan distintas y extrañas maneras y desfiles, se habría podido creer que era el ejército de Odín, del que nos han contado tan asombrosas historias. Y además de los que he mencionado aparecieron más que yo no conocía ni sé nombrar, algunos completamente embozados y encapuchados.

Lucifer pronunció ante esta horrible caterva un áspero discurso en el que reprochó su negligencia a toda la horda en general y a cada uno en particular, y a todos reprendió porque por su abandono la lerna malorum evitaba Europa. Increpó a la pereza, llamándola bastarda que arruinaba a los suyos, y la echó para siempre de su reino infernal, ordenándole buscar su escondrijo en la tierra.

Luego incitó con toda seriedad a los demás a mostrar mayor celo del que hasta entonces habían demostrado a la hora de anidar en los humanos. Amenazó con terribles castigos a aquellos de los que en el futuro advirtiera en lo más mínimo que no llevaban a cabo su actividad con el ahínco suficiente. Les repartió a su vez nuevas instrucciones y memoriales e hizo importantes promesas a los que hicieran buen uso de ellas.

Cuando ya parecía que la asamblea de este reino tocaba a su fin, y todos los estamentos infernales iban ya a regresar a sus asuntos, un individuo harapiento y de rostro muy pálido se adelantó montado en un lobo viejo y astroso; hombre y montura estaban tan hambrientos, flacos, cansados y decaídos como si ambos hubieran estado largo tiempo en una tumba o trabajando en un desolladero. El individuo se quejó de una dama que caracoleaba delante de él, a lomos de un caballo napolitano que valía cien pistolas; toda la vestimenta y adornos tanto de ella como del caballo resplandecían de perlas y piedras preciosas; los estribos, los herrajes, los enganches y todas las correas de la rienda o bocado, junto con sus cadenas, eran de oro puro y las herraduras de los cascos de plata fina, de tal modo que no se les podían llamar herraduras. Ella misma estaba esplendorosa, fastuosa y arrogante, su rostro florecía como una rosa, o al menos parecía como medio achispado, tan fresco resultaba en todos sus gestos. A su alrededor, olía a polvos para el cabello, bálsamo, almizcle, ambrosía y otros aromas; de haber sido otra, hasta su madre habría podido rebelarse contra ella. En suma, todo a su alrededor era tan exquisito que se la habría podido tomar por la más poderosa de las reinas con tan solo que fuera coronada, porque de ella se dice que solo reina sobre el dinero y no el dinero sobre ella. Por eso al principio me asombró que el mencionado mísero personaje que cabalgaba sobre el lobo pudiera reprocharle algo, pero resultó ser más arrogante de lo que habría cabido pensar de él.