que no es sino corto y trata únicamente de Simplicius
Un día leí lo que el oráculo de Apolo dio por contestación a los emisarios romanos que le preguntaron lo que debían hacer para gobernar a sus súbditos. «Nosce te ipsum», les dijo; esto es: «Conócete a ti mismo». Ello me dio ocasión para reflexionar sobre mi vida y pasar la cuenta de todas mis andanzas. Y, así, me dije lo siguiente:
—Tu vida no ha sido vida, sino muerte. Tus días, tenebrosa oscuridad; tus años, un pesado sueño; tus placeres, pecados; tu juventud, una fantasía; tu felicidad, el tesoro de un alquimista que se evapora por la chimenea antes de que él se dé cuenta de que lo tiene. Seguiste la guerra a través de todos sus peligros, te acompañaron la suerte y la desgracia, tan pronto estuviste en lo alto como caíste por el lodo, fuiste poderoso y mísero, rico y pobre, ora alegre, ora apesadumbrado, amado y odiado, loado y despreciado. Pero tú, mi pobre alma, ¿qué has sacado de todo este viaje? Yo soy pobre en bienes, mi corazón está cansado y pesaroso, se muestra inerte y pervertido para todo lo bueno, pero más miserable es aún mi conciencia, atemorizada y angustiada; yo mismo la he cubierto de oprobio con mis pecados y mis vicios. Mi cuerpo está cansado, mi razón turbada; perdidas la mejor juventud y la inocencia, desaparecida la más noble edad. Ya ninguna alegría me aguarda, soy enemigo de mí mismo. Cuando salí al mundo, después de la muerte de mi santo padre, era ingenuo y cándido, recto y honrado, humilde, sobrio, casto y devoto, pero pronto fui malvado, falso, hipócrita, impaciente y, sobre todo, impío; y todo lo había aprendido sin necesidad de maestro.
»Deseaba el honor, pero no por él mismo sino por delirio de grandeza. Mi tiempo no lo empleaba para la bienaventuranza, sino para satisfacer mi cuerpo. Muchas veces lo había acercado al peligro y nunca me había preocupado de poner en seguridad mi alma, para morir, al menos, santa y piadosamente. Solo tuve en cuenta el presente y el bienestar actual y ni una sola vez pensé en el porvenir y mucho menos en que algún día debería responder de mi alma ante el Señor.
Estos pensamientos me martirizaban de continuo. Inesperadamente llegaron a mis manos unos escritos del predicador Antonio de Guevara de los que debo transcribir aquí una parte, porque fueron lo bastante impresionantes para hacerme despreciar este mundo. Así dicen sus palabras: