en el que, por una ruta corta y divertida, Simplicius vuelve a casa con su padre
Mientras mi herida se curaba fui tratado como un príncipe, aunque el daño no era mortal ni peligroso. Llevaba siempre una capa de dormir de piel forrada de cibelina y nunca en mi vida gocé de una mesa tan ricamente servida y provista. Esto fue todo el botín que saqué de mis hazañas, además de las alabanzas del zar, que me llegaron amargadas por la envidia de sus cortesanos.
Cuando hube sanado completamente fui mandado en barco del Volga a Astracán, para construir allí lo mismo que en Moscú, molinos de pólvora, porque le era completamente imposible al zar proveer continuamente con pólvora fresca aquellas fortalezas fronterizas a través de un camino tan largo y peligroso. Yo marché gustoso, porque el zar me había prometido, terminado aquel trabajo, mandarme a Holanda con una rica bolsa de dinero como era digno de mis servicios y de su riqueza. Mas, ¡ay! Cuando nos creemos más seguros en nuestras esperanzas y proyectos, sopla un viento inesperado y nos desbarata los planes. El gobernador de Astracán me trató como si fuera el mismísimo zar, de modo que en poco tiempo pude ponerlo todo en perfecto orden. Refundí todas las municiones almacenadas y corrompidas por el tiempo, como el joyero que platea las cucharillas viejas. Entre los rusos eran aquellas cosas asombrosas y nunca vistas, y a causa de estas y otras ciencias, pronto me tuvieron por un hechicero unos, otros por profeta o santo, y los hubo también que me consideraron un nuevo Empédocles o un Gorgias de Leontinos.
Pero cuando una noche me encontraba fuera de la fortaleza, en un molino de pólvora, fui asaltado y robado junto con algunos de mis compañeros por una pandilla de tártaros, que me internaron tanto en su país que tuve incluso tiempo suficiente para ver los famosos corderos vegetales de Tartaria, también llamados borametz, y catarlos personalmente. Mis cautivadores tártaros me entregaron a los tártaros de la Siberia a cambio de mercancías chinas, y estos me entregaron luego como regalo especial al rey de Corea, con el que tenían firmado un armisticio en aquellos tiempos. Allí fui muy considerado porque no tenía igual en el manejo del sable y porque enseñé al rey a acertar un blanco apuntando de espaldas, con el fusil apoyado en el hombro y mirando a través de un espejo. A causa de esto me devolvió por servil petición mi libertad y pude trasladarme por el Japón a Macao, con los portugueses. Estos se preocuparon muy poco de mí y me vi conducido de un lado a otro como un corderito, hasta que unos piratas turcos o mahometanos me hicieron prisionero. Después de llevarme consigo durante todo un año, visitando todas las islas de aquellos extraños mares de la India Oriental, me vendieron a unos comerciantes egipcios de Alejandría, que me condujeron con sus mercancías a Constantinopla. Como en aquel entonces el emperador turco armaba una flota de galeras para luchar contra los venecianos y necesitaba remeros, pues iban muy escasas sus provisiones de esclavos, los comerciantes turcos tuvieron que entregarle toda su mercancía humana, aunque fuera al contado. Entre estos prisioneros también me encontraba yo, por lo que tuve que aprender a remar. El pesado trabajo duró apenas dos meses, hasta que nuestras galeras fueron valerosamente abordadas en los mares levantinos por los caballeros venecianos y yo libertado con todos mis compañeros cristianos, cautivos de los turcos. Cuando estas galeras fueron conducidas a Venecia cargadas de rico botín y de muchos prisioneros turcos de noble linaje, me vi de nuevo libre. Quise peregrinar a Roma y Loreto para contemplar aquellos lugares y agradecer a Dios mi libertad, y me dieron prontamente un pasaporte con objeto de alejar cuantos impedimentos se opusieran a mis propósitos, y también ayuda monetaria de los ricos comerciantes de la ciudad, de manera que, provisto con el largo hábito de los peregrinos, pude emprender tranquilamente mi peregrinación.
Me dirigí primero a Roma, donde me fue muy bien, ya que obtenía mucho pidiendo limosna. Después de permanecer unas seis semanas allí, seguí con otros peregrinos a Loreto; entre estos se encontraban también algunos alemanes y suizos que querían regresar a sus patrias. Acompañándolos atravesé el paso de san Gotardo y, por Suiza, volví a la Selva Negra, al hogar que había conservado y engrandecido mi padre, adonde no traje conmigo más que una luenga barba.
Tres años y numerosos días había estado ausente, un tiempo durante el que crucé mares y tierras, visité pueblos y razas extrañas, pero siempre pude observar en ellos más maldad que bondad. Entretanto, había sido pactada la paz alemana, de manera que pude vivir en santa tranquilidad en la casa que regentaba mi padrino. Lo dejé con su trabajo y yo me dediqué a los libros y al estudio, todo lo cual se convirtió en mi única alegría.