CAPÍTULO VIGÉSIMO,

que contiene un divertido paseo de la Selva Negra a Moscú, en Rusia

Las tropas francesas, suecas y de Hessen se acercaron durante el otoño a nuestra región. Querían aprovisionarse de lo nuestro y, al mismo tiempo, bloquear la ciudad imperial más próxima, construida por un rey inglés y bautizada con su nombre. Por esta razón todo el mundo huyó con sus ganados y sus bienes a los bosques. Yo hice como los demás y dejé la casa, que había sido ocupada por un coronel sueco, bastante vacía. Este coronel encontró en mi gabinete algunos libros, puesto que, con las prisas, no había sido posible llevárselo todo, y entre ellos algunos de geometría, matemáticas y fortificaciones. Dedujo seguidamente que no habitaba la casa un simple campesino y empezó a indagar y estudiar mi personalidad. Consiguió, mediante invitaciones corteses y entreveradas con alguna amenaza, que me presentara a él en mi hacienda. Me trató muy cortésmente y ordenó a sus gentes que no destruyeran nada en vano de lo que había en la casa. Por su amigable comportamiento logró que le contara todo lo que sabía de mi procedencia y estirpe. Se admiró de que viviera durante la guerra entre los campesinos, permitiendo que gentes extrañas ataran sus caballos en mis establos, cuando bien podía hacer yo lo propio y con mayores honores y gloria en los ajenos. Debía empuñar de nuevo la espada, me dijo, y no malgastar las facultades que Dios me había dado junto al hogar o detrás de un arado. Si entraba al servicio de los suecos, él podía asegurarme que, por mis conocimientos en el arte de la guerra y mi conocimiento de la ingeniería, podría bien pronto alcanzar alto rango. Me mostré frío y le dije serenamente que un ascenso exigía muchas penas y fatigas si no contaba uno con amigos que pudieran echar una mano y hacer el resto. Él replicó que mis cualidades ya me proporcionarían ambas cosas, amigos y ascensos. Se inclinó a creer que entre los suecos encontraría sin duda algún pariente que de algo me valdría. A él mismo le había sido ofrecido el mando de un regimiento por el general Torstensson; si esta promesa era mantenida, lo que no dudaba, a mí podría hacerme su teniente coronel. Con palabras semejantes consiguió hacerme la boca agua. Como las esperanzas de una próxima paz eran pocas y yo preveía un largo período de acuartelamientos y, finalmente, la ruina de mi hacienda, decidí aceptar. Prometí al coronel que lo seguiría mientras él se comprometiera a darme la plaza de teniente coronel en su futuro regimiento.

Así lo sellamos. Mandé venir a mi padre o padrino, que estaba con todo el ganado en Bayrischbrunn, donde perdiera yo mi piedra, y les hice entrega a él y a su esposa de mis bienes; después de su muerte debía heredarlo todo el bastardo Simplicius, al que habían dejado a la puerta de casa, pues no existían herederos legítimos. Luego tomé mi caballo y lo que tenía en dinero y alhajas, ordené mis asuntos e indiqué cómo debía ser educado este hijo mío.

Repentinamente fue abandonado el bloqueo, de manera que tuvimos que levantar el campo para unirnos al ejército principal. Le hice de mayordomo a mi coronel y mantuve su hacienda, con sus criados y caballos, robando y pillando, lo que en lenguaje bélico se llama forrajear.

Las promesas de Torstensson, de las que tanto se había alabado el coronel, resultaron no ser a la larga tan satisfactorias como él se prometía. Según a mí me pareció no estaba muy bien considerado.

—¡Ah! —solía decirme—. ¿Quién será el malnacido que me ha calumniado entre los oficiales? Creo que no estaré con ellos por mucho más tiempo.

Y como sospechaba que yo no aguantaría con él, se inventó una serie de cartas según las cuales había sido destinado a reclutar un regimiento a Livonia, de donde era hijo. Con estas logró convencerme para que lo acompañara de Weimar al Báltico. Pero de ello no resultó tampoco nada, porque no solamente no podía reclutar ningún regimiento sino que apenas si era un pobre hidalgüelo y lo único que poseía era la dote de su esposa, consistente en unas miserables y estériles tierras.

Aunque ya me había engañado dos veces, conduciéndome a tal distancia de mi hogar, volví a caer en una nueva trampa. Me mostró una carta recibida de Moscú, en la que, según dijo, se le ofrecía un alto empleo en el ejército, o por lo menos así lo tradujo, hablándome de fabulosos sueldos. Y como vi que se ponía en camino con mujer e hijos, pensé que no se trasladaría por un par de patos. Le acompañé, pues, de esperanzas henchido el corazón, porque, de todas formas, ya no me quedaba otro medio de vida, ni tampoco veía posibilidad de volver a Alemania. Pero cuando llegamos a la frontera rusa y nos encontramos con numerosos soldados alemanes licenciados, oficiales en su mayoría, empecé a recelar de nuevo y dije al coronel:

—¿Qué demonios vamos a hacer allí? ¡Nos marchamos de donde hay guerra y nos vamos a donde reina la paz y donde los soldados nada tienen que hacer, pues están siendo licenciados!

Renovó sus hermosos discursos y me dijo que no pasara penas, él sabía mejor lo que debía hacerse que aquellos tipos desmoralizados, los cuales no debían de ser seguramente de mucho provecho.

Al haber llegado con bien a Moscú, observé con toda claridad que de nuevo volvía a encontrarme en un brete. Cierto era que mi coronel conferenciaba diariamente con los grandes magnates, pero vi también que dedicaba su máximo interés a los altos dignatarios de la Iglesia y no a los boyardos, lo que no me parecía tan extravagante como papista. Reflexioné sobre lo que pretendía con todo ello, pero no supe qué conclusión sacar. Finalmente él mismo me aclaró la situación. No se trataba de guerra, y su conciencia le impelía a adoptar la religión ortodoxa. Amistosamente me aconsejaba ahora, ya que de otra manera no podía mantener su palabra, que siguiera su ejemplo. Su majestad imperial el zar tenía excelentes informes acerca de mi persona y de mis dotes, y se dignaría concederme un título de nobleza con sus tierras correspondientes y numerosos siervos si yo, por mi parte, estaba dispuesto a acomodarme a sus deseos. Me aconsejó que no desdeñase tan generoso ofrecimiento, ya que era saludable tener en este poderosísimo monarca un señor bien dispuesto y no un enemigo. Sus palabras me llenaron de pesadumbre y no supe qué contestarle. En otro lugar le habría dado la respuesta que se merecía, pero tuve que darle a mi lira otros acentos, dada mi calidad de prisionero, callando mi intención hasta que no encontrara una respuesta favorable. Finalmente le dije que había emprendido aquel gran viaje con la sana intención de entrar al servicio militar de su majestad imperial el zar, después de que él mismo, el coronel, me hubiese convencido. Si no precisaba el zar de mis servicios, entonces lo sentía mucho, yo no podía cambiar las cosas, ni tampoco echarle a él culpa alguna, puesto que si me había invitado a emprender aquel largo viaje no había sido inútilmente; era para mí un inmenso honor que el zar quisiera favorecerme con su bondad, pero lamentaba no poder aceptar, pues en aquel momento me era completamente imposible cambiar de religión; por el contrario, mi deseo era regresar a la Selva Negra para volver a hacerme cargo de mi hacienda.

El coronel me contestó lo siguiente:

—Haced, señor mío, lo que más os plazca. Yo pensé solamente que si Dios y la suerte os favorecían, estaríais dispuesto a aceptar tal favor agradecidamente, pero ya que despreciáis vivir como un príncipe y no deseáis veros ayudado, por lo menos admitiréis, así lo espero, que he tratado de favoreceros por todos los medios sin desechar ninguna oportunidad.

Me hizo una profunda reverencia, se fue por donde había venido y me dejó plantado, sin permitirme siquiera que le acompañara hasta la puerta.

Estaba sentado en mi silla, reflexionando y tratando de ordenar mis ideas, cuando oí parar dos coches delante de nuestra casa. Miré por la ventana y vi cómo mi buen coronel subía a uno de ellos en compañía de sus hijos, y en el otro su esposa en la de sus hijas. Las dos carrozas eran del gran príncipe y los criados llevaban las libreas de su casa. También había algunos sacerdotes, que esperaban a la noble familia para rendirles honores lo más amablemente que esperar cabe.