CAPÍTULO DECIMONOVENO,

que trata un poco de los anabaptistas húngaros y su forma de vida

Después de mi extraña aventura me mantuve muy retraído. Mi mayor alegría y satisfacción era sentarme tras los libros, los cuales me tenían muy ocupado. Todos ellos trataban de asuntos que exigen reflexión. Pronto tuve en gran desprecio aquello que precisan saber los gramáticos y profesores de escuela; en cuanto se refiere a la música, la odiaba como a la peste, por lo que mi laúd se vio echado de casa y convertido en astillas; las matemáticas y la geometría aún encontraron aceptación en mí, pero pronto las deseché; dediqué algún tiempo a la astrología y astronomía, que me tuvieron muy interesado hasta que también estas me parecieron falsas e inseguras, de manera que me decidí luego por el arte de Raimundo Lulio. Pero aquí encontré mucha palabrería y poco fondo y lo dejé pasar en buena hora por considerarlo pura fantasía. Luego me puse sobre la pista de los signos hebreos y los jeroglíficos egipcios, pero finalmente tuve que reconocer que ninguna de las ciencias era mejor ni más profunda que la teología, madre y soberana de todas las ciencias. A partir de esta elaboré una forma de vida para los hombres que parecía más bien propia de los ángeles: una sociedad con solteros y casados, hombres y mujeres, que vivirían según los principios de los anabaptistas, encabezados por un superior sensato y en la que cada cual se ganaría el pan con su propio trabajo y dedicaría el resto del tiempo a alabar y servir a Dios para la futura salvación de su alma. Tiempo atrás vi en Hungría un modo de vida semejante en las cortes anabatistas, y me sedujo tanto que a punto estuve de unirme voluntariamente a ellos o simplemente reconocer que consideraba la vida de aquellas gentes la más feliz del mundo, siempre que no se hubieran metido en ideas heréticas, falsas y contrarias a la Iglesia cristiana de todos, pues su comportamiento me recordaba el de los esenios judíos descrito en las obras de Flavio Josefo y otros. Tenían grandes tesoros y comida de sobras que, pese a todo, no malgastaban. Entre ellos no se oían nunca imprecaciones, murmuraciones o manifestaciones de impaciencia, ni tampoco una sola palabra inútil. Los artesanos trabajaban en sus talleres como por encargo. Los maestros de escuela enseñaban a los niños como si fueran los propios hijos. Jamás vi mezclarse a hombres y mujeres, sino que estaban separados por sexos y se dedicaban a lo que a cada uno correspondía. Vi estancias en las que solo había parteras, a quienes sus compañeras cuidaban, como a sus niños, en todo lo necesario sin que los maridos debieran preocuparse. En otras salas especiales no había más que cunas con criaturas, en las que unas mujeres se ocupaban de la comida y la limpieza, para que así las madres únicamente debieran preocuparse de dar el pecho a sus hijos tres veces al día. Y de las tareas de cuidado de parteras e infantes estaban al cargo las viudas. En otro lugar, las féminas solo hilaban, incluso vi habitaciones con más de cien ruecas. Una lavaba, la otra hacía las camas, una tercera ordeñaba las vacas, una cuarta limpiaba las palanganas, una quinta era camarera, la sexta administraba la ropa blanca, y así con todas, pues cada una sabía lo que debía hacer. Y de manera igual se ordenaban las funciones entre los hombres. Si alguien caía enfermo, tenía su propio cuidador o cuidadora, médico y boticario, aunque también es verdad que con la dieta excelente y la vida pulcra que llevaban sería raro verlos enfermar, es más, entre ellos me encontré con hombres muy viejos tan sanos y serenos como jamás había visto en otro lugar. Tenían unas horas determinadas para comer y dormir, pero ni un minuto para pasear o jugar, salvo los jóvenes, que después del almuerzo paseaban una hora con su preceptor, por razones de salud. Además, tenían que rezar y cantar salmos, no existían ni la ira, ni los celos, ni el rencor, ni la envidia, ni la enemistad, ni las preocupaciones por asuntos terrenales, ni el orgullo, ni la pesadumbre. En resumidas cuentas, reinaba por todas partes una armonía tan agradable que todo parecía dedicado honradamente a engrandecer el reino de Dios y multiplicar la especie humana. Ningún hombre se veía con su mujer excepto en la hora en que se encontraban en el dormitorio, donde no había más que una cama hecha, un orinal, un jarro con agua y una toalla, para que ambos pudieran irse a dormir con las manos limpias y levantarse al día siguiente para, trabajar. Además, todos se llamaban mutuamente hermanos y hermanas, con una confianza tan honrada que era imposible suscitar deshonestidad. Me habría gustado llevar una vida tan bienaventurada como la de estos herejes anabaptistas, ya que la creo superior a la monacal. Pensé: «Si pudieras lograr para esta conducta tan cristiana la protección de tu autoridad, podrías ser un nuevo santo Domingo o san Francisco». A menudo también me decía: «¡Serías tan feliz si consiguieras que los anabaptistas se convirtiesen y enseñaran a nuestros correligionarios su forma de vida! ¡O si siquiera pudieras convencer al resto de los cristianos para que se condujeran de una forma (aparentemente) tan honrada y cristiana como hacen estos anabaptistas, qué gran obra habrías realizado entonces!». Pero después añadía: «Iluso, ¿acaso puedes tú hacer algo con las vidas de los otros? Hazte capuchino, porque ya has padecido a todas las mujeres». Aunque también pensaba luego: «El mañana no es el hoy, ¿quién sabe qué te será preciso en el futuro para seguir el camino de Cristo? Hoy tiendes a la castidad, pero quizá mañana ardes de deseo».

Pasé mucho tiempo con estos pensamientos y otros parecidos, y habría dado mi hacienda y toda la fortuna a una comunidad cristiana como aquella para poder convertirme en uno más. Pero mi padre enseguida profetizó que jamás lograría yo reunir una congregación así.