donde Simplicius desciende con los silfos al centro de la Tierra
Mis deseos de visitar el lago Mummel aumentaron al decirme mi padrino que él ya había estado allí y que conocía el camino. Cuando supo mi plan, me dijo:
—Y ¿qué sacaréis de todo ello, si lo conseguís, mi señor ahijado? No veréis nada más que un simple estanque en un bosque umbroso, y después de todos los esfuerzos, os volveréis arrepentido con los pies cansados, pues no se puede cabalgar hasta allí, y el camino es largo. Yo no fui allí por gusto, sino al verme perseguido y precisado a huir cuando el doctor Daniel —dijo, si bien se refería al duque D’Anguin— y sus guerreros barrieron toda la región hasta Philipsburg.
Pero el hecho de que se negase a acompañarme no me hizo desistir de mi plan, sino que empecé a buscar un guía que me condujera al misterioso lugar. Cuando aquel vio que la cosa iba en serio, opinó que la siembra de avena ya había terminado y que como en la hacienda no tenía entonces ningún trabajo urgente que hacer, se prestaría a acompañarme, pues sentía por mí un gran cariño y no me quería perder de vista, y además, como las gentes del campo creían que era yo su hijo y presumía de ello, quería hacer conmigo lo que cualquier hombre humilde habría hecho con el propio si este, sin su colaboración y sin su sostén, había logrado la suerte de convertirse en un gran señor.
Y así, tras caminar por montañas y valles, llegamos al lago de Mummel en menos de seis horas, porque mi padrino era más ágil que una lagartija y tenía unos pies seguros y firmes como los de un joven. Primero comimos de las provisiones que habíamos llevado, pues el largo camino y la ascensión nos habían dejado hambrientos y exhaustos; luego me dediqué a contemplar el lago y vi algunos troncos trabajados, que ambos tomamos por los restos de la balsa del duque wurtemburgués. Medí luego y dibujé la anchura y la longitud del lago mediante un cálculo geométrico, porque su contorno era demasiado largo y dificultoso para recorrerlo contando los pasos. Como el cielo estaba completamente despejado y no corría ni una pizca de viento, quise probar lo que había de cierto en aquella leyenda según la cual se originaban horribles tempestades cada vez que se arrojaban piedras al misterioso estanque. En cuanto a las truchas que el lago no toleraba, pude explicármelo por el sabor mineral del agua y, por tanto, lo creí posible.
Para poner manos a la obra, me dirigí decididamente hasta un punto donde el agua clara y pura adquiría por la profundidad un color tan negro como el carbón que hacía temblar los corazones solo de contemplarla. Empecé a arrojar allí piedras tan grandes como me lo permitían mis fuerzas. Mi padrino no quiso ayudarme en aquella tarea; por el contrario, me previno y aconsejó y recomendó prudencia tan encarecidamente como supo. Yo proseguí tozudamente mi trabajo y las piedras que no podía llevar por su peso y tamaño las arrastraba y arrojaba al lago, hasta que tuve unas treinta en el agua. El cielo empezó entonces a cubrirse de negros nubarrones y a retumbar con horribles truenos. Mi padrino me gritó desde la desembocadura del lago que me pusiera a salvo y huyera para que no nos alcanzara la lluvia, el horrible temporal o cualquier otra cosa peor, pero yo le contesté:
—¡Padre, me quedaré a esperar el fin de todo esto, aunque lluevan alabardas!
—Vaya —opuso él—, os comportáis como todos los jóvenes temerarios a los que tanto da si el mundo se va al garete.
Mientras escuchaba sus lamentaciones no apartaba el ojo de la profundidad, porque pensaba que pronto deberían aparecer las burbujas, como siempre sucede cuando se arrojan piedras en agua corriente o estancada. Pero no sucedió nada de todo esto, sino que, a gran profundidad, vi moverse criaturas parecidas a los sapos que subían como enjambres de cohetes. Cuanto más se acercaban, más aumentaban de tamaño e iban pareciéndose a cuerpos humanos, lo cual primero me asombró pero, cuando los tuve más cerca, me llenaron de pavor.
—¡Ay, cuán grandes son las maravillosas obras del Señor, tanto en las entrañas de la Tierra como en las profundidades de las aguas! —exclamé a voz en grito, tanto que, a pesar de los truenos, mi padrecito me oyó claramente desde la otra orilla.
Apenas había proferido estas palabras cuando uno de los silfos, llegado a la superficie del agua, me contestó:
—¿Ya te has convencido de ello y apenas si has visto nada? ¿Qué dirías si te hallases en el mismo centro de la Tierra y visitaras nuestra mansión, que acabas de inquietar con tus pedruscos?
Entretanto, subieron muchos más de aquellos hombrecillos de las aguas como hábiles buzos. Me miraron curiosamente y, para asombro mío, volvieron a subir las piedras que yo había arrojado en el lago. El más distinguido de todos ellos, cuyas ropas relucían como oro y plata, me tiró una fulgurante piedra, grande como el huevo de una paloma y tan verde y transparente como una esmeralda, y habló:
—¡Toma esta pequeña alhaja, para que sepas de qué hablar cuando menciones este lago!
No bien hube recogido la piedra, embolsándomela, me pareció que me iba a asfixiar. No pude mantenerme erguido, me tambaleé y caí finalmente en el lago. En cuanto entré en el agua, no obstante, me rehíce de nuevo y logré, gracias al poder de la piedra, respirar en el agua como si esta fuera aire. Inmediatamente pude nadar como aquellos hombrecillos acuáticos, sin esfuerzo alguno, y me sumergí con ellos hacia lo profundo, como una bandada de halcones se precipita a tierra en busca de su presa.
Cuando mi padrecito contempló aquel milagro, huyó como si le ardiera la cabeza. Llegado a casa contó todo lo sucedido, sobre todo cómo los hombrecillos del lago habían sacado las piedras que yo había arrojado, dejándolas en el mismo lugar de donde las había tomado y cómo, a cambio, se me habían llevado consigo. Algunas gentes le concedieron crédito pero la mayoría lo tomó por un nuevo cuento. Otros imaginaron que yo mismo me había lanzado al agua, en imitación de Empédocles de Agrigento (que se arrojó al Etna para que todo el mundo pensara que había subido al cielo), después de pedir a mi padre que difundiera aquella fábula para darme inmortal nombre; hacía tiempo que se habían percatado de mi humor melancólico, de que estaba desesperado y otras cosas por el estilo. Algunos habrían pensado también, si no hubieran sabido de mi fuerza, que mi padre adoptivo me había asesinado para satisfacer su codicia y quedar como señor único de todas mis pertenencias. Así pues, en aquel tiempo no se habló apenas de nada más que del lago Mummel, de mí, de mi viaje y de mi padre, tanto en las cercanías de las termas como en el resto de la región.