de cómo a Simplicius todo se le vuelven hijos y cómo termina enviudando de nuevo
Poco después, me llevé a mi padrino conmigo y cabalgamos hasta el Spessart para obtener un documento de identidad y otros testimonios de mi procedencia y mi honrado nacimiento; los obtuve fácilmente con el testimonio de mi padrino y del libro de nacimientos del villorrio. Visité seguidamente al cura que me había protegido en Hanau. Me entregó un certificado en el que constaba el lugar donde había muerto mi padre y que yo había permanecido a su lado hasta su muerte y, finalmente, que había prestado mis servicios bajo las órdenes del gobernador Ramsay con el nombre de Simplicius. Luego hice que el notario extendiera un documento haciendo constar debidamente los referidos hechos, según las pruebas que poseía. «¡Quién sabe si algún día puedes necesitarlo!», pensé. Este viaje me costó más de cuatrocientos táleros, porque a la vuelta fuimos atrapados por una ronda, desensillados y despojados de todo cuanto poseíamos. Escapamos de la muerte de milagro pero tuvimos que regresar desnudos.
Entretanto, las cosas de casa no iban mucho mejor. En cuanto mi esposa se enteró de que su marido era todo un hidalgo, quiso hacer de gran dama, lo cual tuve que tolerarle porque se hallaba embarazada, aunque en la casa reinaba el más absoluto desorden. Además, la desgracia entró en mis establos, llevándose la mejor y mayor parte del ganado.
Todo esto aún podía soportarse, pero, o mirum; ninguna desgracia viene sola. El mismo día en que parió mi esposa, nació el hijo de nuestra criada. Este último ofrecía un extraño parecido conmigo y, en cambio, el de mi esposa era el vivo retrato del criado. Para rematarlo, la dama antes mencionada, me dejó en la puerta de mi casa y la misma noche otro niño, con una nota que decía que yo era el padre. Así, al verme de pronto con tres criaturas me entró pánico al pensar que podían salir más de cualquier rincón y la cabeza se me llenó de canas. Pero esto es lo que suele suceder cuando se lleva una vida tan impía y alocada, dominada por los instintos animales.
En fin, ¿para qué lamentarse? Tuve que celebrar el bautizo y aguantar los exabruptos de la autoridad. Como los suecos eran los dueños del lugar y yo había servido al emperador, la cuenta fue más elevada. No era más que el preludio de mi completa perdición. Mientras a mí me amargaban la existencia tantos acontecimientos desagradables, mi querida esposa lo tomaba todo a beneficio de inventario. Y hasta se permitía atormentarme con sus burlas e ironías a causa del hermoso regalito que me habían dejado en la puerta y por la bonita cantidad a que ascendía la cuenta. Pero si hubiera sabido qué clase de relaciones habían existido entre la criada y yo, seguramente habría sido mayor mi tortura. La pobre criatura era, sin embargo, tan buena que se ablandó por todo el dinero que yo había tenido que pagar por su causa, y mantuvo que el hijo era de un mentecato que me había visitado el año anterior, que había estado en mi boda, y al que ella apenas conocía. A pesar de todo, fue despedida, puesto que mi esposa sospechaba de ella lo mismo que yo del criado. Pero le estaba vedado decir nada, porque yo habría podido argüir que no me era posible estar a la misma hora en su cama y en la de la criada. En esta lucha salía yo perdedor, porque me veía obligado a educar al hijo de mi mozo, mientras a los míos no les estaba permitido heredarme, y aun debía callar como un ratón y darme por contento con que nadie supiera mis penas.
Con tales pensamientos me martirizaba diariamente. En cambio, mi esposa seguía deleitándose a todas horas con el vino, porque se había acostumbrado al jarro desde nuestra boda, de manera que este nunca se encontraba muy lejos de su boca y no se iba a acostar ninguna noche sin su correspondiente melopea. El vino ahogó prematuramente la vida de su hijo y a ella le quemó las entrañas, hasta que logré quedarme viudo por segunda vez. Lo cual me aligeró tanto el corazón que por poco soy víctima de un ataque de risa.