donde se habla de la muerte de Herzbruder y de cómo Simplicius comienza de nuevo a galantear
Cada día que pasaba encontraba yo más agradable el balneario, y ello no solo porque el número de huéspedes aumentaba, sino porque me gustaba el lugar y las buenas maneras que en él imperaban. Trabé amistad con los más alegres de entre ellos y aprendí a ser cortés y a usar cumplidos, cosa que no me había preocupado antes en mi vida. Fui tomado por un noble porque me trataban de «señor capitán»; rango semejante no lo consigue generalmente a mi edad un soldado de fortuna. Y así la gente rica y elegante me mostraba no solamente amistad, sino que incluso me vi tratado como un hermano y yo hacía lo mismo que ellos. En fin, divertirme, jugar, beber y comer eran mi preocupación principal, todo lo cual es cierto que se me llevaba mis buenos ducados, de lo que apenas me daba cuenta porque mi bolsa estaba bastante llena con la herencia de Olivier.
Mientras tanto, Herzbruder fue empeorando, tanto, que finalmente tuvo que rendir cuentas con la naturaleza. Los médicos le desahuciaron después de haberle sacado todo lo que pudieron. Confirmó su testamento antes de abandonar este mundo y me hizo heredero de cuanto había ganado en la guerra y de lo que había recibido de su padre, Dios lo tenga en su gloria. Lo hice enterrar con todos los honores, vestí a sus criados con trajes de luto y los despedí con una buena suma de dinero.
Me resultó muy difícil despedirle, sobre todo porque moría envenenado; aunque yo no pude cambiar en nada los acontecimientos, estos me cambiaron a mí profundamente. Huí de toda compañía buscando la soledad, para dar audiencia a mis tristes pensamientos. Huí a esconderme en la floresta y pensé que no solo había perdido un buen amigo, sino también que nunca más tendría otro como aquel. Al mismo tiempo, hice toda clase de planes para el futuro, sin resolver, no obstante, nada. No bien me venían deseos de volver a la guerra, acudía a mi mente la idea de que un campesino de aquellos lugares se da mejor vida que un coronel, porque a estos montes no acudían las rondas. No podía imaginar que había un ejército para arruinar aquellas tierras, ya que todos los campos estaban labrados como en tiempos de paz y todos los establos llenos de ganado, mientras que en la llanura y en los pueblos no se podía encontrar ni un alma. Un día mientras me deleitaba escuchando el canto de los pájaros y pensaba que el ruiseñor encanta con sus trinos a los otros restantes pájaros, los cuales, por vergüenza y por robarle alguna de sus tonadas, dejan de cantar, se acercó a la otra orilla una bella joven, cuya presencia me produjo una emoción mucho mayor que la que habría podido causar cualquier elegante damisela, aunque sus pobres ropas eran las de una vulgar campesina. Llevaba un cesto a la cabeza, del que sacó un paquete de manteca, que iba a vender sin duda al balneario, y lo refrescó en el agua, para que no se derritiera con el calor asfixiante que hacía. Mientras tanto, se sentó en la hierba, se quitó el velo y sombrero campesinos y se secó el sudor del rostro, de manera que pude contemplarla un rato con ojos ávidos. Me pareció que no había visto jamás una criatura tan bella. Su cuerpo era proporcionado y sin falta; los brazos y manos, blancos como la nieve; el rostro era fresco y encantador y en cambio, tenía unos ojos negros fogosos. Cuando volvió a recoger la manteca, le grité:
—¡Ay, doncella! Vuestras manos han refrescado la manteca en el agua, en cambio, vuestra clara mirada ha incendiado mi corazón.
En cuanto me oyó y vio, escapó como una liebre, sin responder nada en absoluto, ni la menor palabrilla esperanzadora, y me dejó embargado de todas esas tonterías que atormentan a los necios enamorados.
Pero el ansia de seguir recibiendo la luz del nuevo sol no me permitió permanecer en aquellas soledades, sino que, a partir de ese momento, hice tanto caso del canto de los ruiseñores como si se tratara de aullidos de lobos. A toda prisa me fui al balneario y envié a mi criado para que detuviera a la vendedora de manteca y comerciara con ella hasta que yo llegara. Este hizo lo suyo y yo después lo mío. Pero encontré un corazón de piedra y una firmeza de carácter como nunca habría podido suponer en una campesina. Esto hizo que me enamorara más, aunque habría podido colegir, después de haber pasado por tantas escuelas del amor, que no se me rendiría tan fácilmente.
En aquel entonces habría debido tener o bien un tenaz enemigo o un buen amigo; un enemigo para que mis pensamientos se desviaran contra él, olvidando mi necio amor; un amigo que me aconsejara y me impidiera cometer tonterías. Pero, desgraciadamente, no tenía más que la abundancia del dinero, el mío y el de Herzbruder, que me deslumbraba; mis locos deseos, que me pervertían, y mi ruda inconsciencia, que me precipitaría en la perdición y el infortunio. Yo, necio de mí, habría debido suponer por nuestras ropas lo que nos separaba, porque como a mí se me había muerto Herzbruder y a aquella muchacha sus padres, llevábamos ambos luto cuando nos vimos por primera vez. ¿Cómo habría podido esperar alegrías de nuestro amor? En pocas palabras, había perdido de tal manera la cabeza y estaba tan ciego y atontado como el propio Cupido. Y como no confiaba en satisfacer mis deseos animales de otro modo, decidí casarme con ella. «¿Y qué? —pensaba yo—. Tú eres también hijo de campesinos, y nunca en tu vida llegarás a poseer ningún castillo. Y esta región es noble; durante toda la guerra, en comparación con otros lugares, ha sabido mantener su bienestar y su riqueza. Además, tienes dinero para comprarte la mejor hacienda de la comarca. Te casarás con esta honrada campesina y podrás vivir como un señor entre estos labriegos. ¿Dónde podrías encontrar un hogar más alegre que junto a este balneario, donde a causa de los huéspedes que van y vienen, verás cada seis semanas un mundo nuevo ante tus ojos, y podrás imaginar cómo cambia la esfera terrestre de un siglo al otro?». No cesé de hacerme estas y parecidas reflexiones, hasta que, finalmente, pedí la mano de mi amada y, aunque no sin mucho trabajo, obtuve su consentimiento.