CAPÍTULO SEXTO,

que cuenta la mala pasada que le jugaron a Simplicius en el balneario

A mi llegada pude comprobar que Herzbruder no había mejorado nada, si es que no había empeorado, a pesar de que los médicos y boticarios le habían desplumado como a un ganso. Por lo demás, pareció haberse vuelto infantil y apenas si podía andar. Yo lo animé tanto como pude, pero cada vez estaba peor. Él mismo notaba cómo perdía fuerzas y que no aguantaría mucho más; su mayor consuelo era que yo estaría a su lado cuando cerrara los ojos para siempre.

Yo, por el contrario, procuraba disfrutar de la vida con el que fuera, pero de manera que Herzbruder no me echara en falta. Como ahora estaba viudo y libre de todo compromiso, la buena vida y mi juventud me arrastraban a toda clase de amoríos, cosa que se me daba bien; el susto de Einsiedeln se me había olvidado por completo. En los baños se encontraba, entre otras, una joven dama que se las daba de noble y que, en mi opinión, era más mobilis que nobilis. Sucumbí a sus encantos porque parecía bastante accesible. Al poco tiempo, no solo tenía entrada libre en su casa, sino que me proporcionaba todos los goces y placeres que yo pudiera desear. Mas su frivolidad pronto me cansó, procuré librarme de ella por las buenas; a mi entender, estaba más decidida a vaciar mi bolsa que a casarse conmigo. Además, exageraba su amor por mí con tan ardorosas miradas y otras manifestaciones que tenía que avergonzarme por los dos: de ella y de mí.

En el balneario se hospedaba también un suizo rico y distinguido, a quien no solo le habían robado todo el dinero sino que a su esposa le desaparecieron todas las joyas de oro, perlas, plata y piedras preciosas. Como tales cosas es tan triste perderlas como difícil obtenerlas, el suizo buscó ayuda y consejo para ver de recuperarlas. Por este motivo mandó llamar a un famoso exorcista de Geisshaut, quien con su spirítus familiaris obligó a devolver al ladrón, por su propia mano, cuanto robara antes; el brujo recibió diez táleros por su servicio.

Con este nigromante habría yo hablado muy a gusto, pero imaginé que no podía hacerlo sin rebajar mi dignidad, porque, en aquel entonces, no me creía yo un cualquiera. Por lo tanto, ordené a mi criado que aquella misma noche se emborrachara con él; había oído que era un buen conocedor de vinos. Se contaban muchas cosas asombrosas de él que yo no me atrevía a creer si no las oía de su propia boca. Me disfracé de vagabundo vendedor de ungüentos y me senté junto a él a la mesa, queriendo comprobar si el diablo le había dado facultades para reconocerme. Mas, por lo que pude advertir, no dio la menor señal de ello, pues siguió bebiendo, tomándome por lo que decían mis ropas, y a mi criado por más elevado personaje que a mí. A este le contó lo siguiente: Si el que había robado las joyas al suizo hubiera echado al agua parte de su robo, dándole así una parte del mismo al diablo, habría sido imposible descubrir al ladrón y recobrar lo perdido.

Escuché estas sandeces, asombrado de que el maligno, astuto y listo por demás, logre embaucar a los pobres humanos con semejantes nimiedades. Deduje que esa parte del robo era lo que correspondía del diablo y pensé que este arte no serviría de nada al ladrón si llevaban otro exorcista para descubrir el robo, si este tenía un pacto en el que no existiera esta cláusula. Ordené luego a mi criado, que era más ladrón que un bohemio, que emborrachara al hechicero, le robara después sus diez táleros y arrojara dos al Rench, cosa que ejecutó magistralmente. Cuando, a la mañana siguiente, el domador de demonios notó a faltar su dinero, se dirigió a un arbusto de la orilla del Rench, para conferenciar seguramente con su spiritus familiaris. Pero el pobre fue tan mal recibido que salió del trance con la cara llena de arañazos y el cuerpo de cardenales. Me dio lástima de él y ordené a mi criado que le devolviera el dinero y le advirtiera que ya que había visto lo mal cumplidor que era el diablo, le sería más sensato romper con él su compromiso y reconciliarse con Dios. Pero este discurso hube de pagarlo caro luego, porque, desde aquel día, no cesó de fallarme mi estrella. Como por arte de brujería murieron mis dos hermosos caballos. No era nada extraño, pues vivía sin Dios, como un epicuro y nunca ponía lo mío bajo la protección divina. ¿Quién podía impedir, pues, a aquel brujo vengarse de mí?