que es el último de este cuarto libro porque, después, no hay ninguno más
Nuestro inesperado encuentro casi nos impidió comer. Nos preguntábamos el uno al otro cómo nos había ido desde que no nos veíamos. Pero, como tanto el posadero como su criado iban continuamente de un lado a otro, no pudimos decirnos nada en confianza. El posadero se admiraba de que pudiera admitir a mi mesa a un tipo tan piojoso. Yo le expliqué que esta era la costumbre entre soldados al encontrarse con un antiguo camarada. Supe que hasta entonces Herzbruder había estado en el hospital, viviendo de limosnas. Vi además que sus heridas estaban muy mal cuidadas, por lo que alquilé un cuarto al posadero y llamé al mejor médico de la ciudad. También mandé llamar a un sastre y a una zurcidora, para que lo vistieran y lo ayudaran a librarse de sus piojos. Precisamente tenía en una bolsa aparte aquellos doblones que Olivier había sacado de la boca del judío muerto y los desparramé sobre la mesa mientras le decía a Herzbruder, de modo que lo oyera el posadero:
—Mira, hermano, esto es todo el dinero que tengo, pero quiero gastarlo contigo y mantenernos a los dos.
Así, el posadero cuidó de atendernos tan bien como podía. Al barbero le enseñé el rubí que le sacamos al judío, cuyo valor era de unos veinte táleros, y le dije:
—El poco dinero que tengo he de dedicarlo a alimentarnos y a vestir a mi compañero, así que os daré este anillo si le curáis por completo y rápido.
Así pues, cuidé de Herzbruder como a mi segundo yo. Mandé hacerle un sencillo traje de paño gris. Antes visité al comandante que me había proporcionado el pase y le dije que había encontrado a un camarada malherido y que quería esperar hasta que sanara totalmente. No creía que se me perdonara en el regimiento el dejarle abandonado. El comandante alabó mis propósitos y me dio permiso para quedarme tanto tiempo como necesitara. Me hizo el ofrecimiento de proveernos a los dos de los necesarios pases si mi camarada quería acompañarme.
Cuando regresé junto a Herzbruder, me senté en su cama y le rogué que, sin ambages, ahora que estábamos solos, me contara cómo había llegado a aquel extremo de miseria. Pensé que quizá por alguna falta importante había sido apartado de su cargo. Me contó lo siguiente:
—Ya sabes, hermano, que fui el factótum y el más fiel amigo del conde de Gütz. Por otra parte, debe de serte también conocido el fin desdichado de la última campaña que tuvo lugar bajo su mando. No solamente perdimos la batalla de Wittenweier, sino que tampoco conseguimos romper el sitio de Breisach. Y como los comentarios que se oyen por este motivo son muy contradictorios, sobre todo desde que el conde fue llamado a Viena para pasarle cuentas, el temor y la vergüenza han hecho que haya decidido vivir en esta infamia y morir en la miseria o bien continuar escondido hasta que el conde haya podido demostrar su inocencia. Tengo la firme creencia de que siempre fue fiel al emperador romano. El hecho de que no hubiera tenido suerte el pasado verano es, sin duda, debido al designio de la Providencia y no a ninguna falta del conde.
»Mientras intentábamos liberar Breisach, y dada la indolencia que reinaba en nuestro bando, yo mismo me armé, aunque no era mi deber ni mi tarea, y me lancé contra el puente de barcazas, como si quisiera conquistarlo yo solo. Lo hice para dar ejemplo a los demás, porque aquel verano aún no habíamos progresado nada. Quiso la suerte, o más bien la desgracia, que fuera yo de los primeros en alcanzar el puente, y en vérselas con el enemigo. La lucha fue muy dura. Si fui el primero en atacar, fui el último en retroceder cuando los míos se retiraron al no poder resistir el furioso contraataque de los franceses. Caí en poder del enemigo. Había recibido un balazo en el muslo y otro en el brazo, con lo que no podía huir ni defenderme con mi espada. La angostura del lugar y la ferocidad de la lucha no permitían parlamento ni treguas. Recibí un golpe en la cabeza, que me derribó al suelo. Como iba finamente vestido, en un momento me robaron todas mis ropas y me arrojaron al Rin, como si estuviera muerto. En aquel estado tan angustioso, supliqué a Dios que me ayudara y confié mi salvación a su santa voluntad. Y mientras hacía distintas promesas, pude sentir su ayuda. La corriente del Rin me dejó en la orilla. Allí taponé mis heridas con musgo, y aunque estaba medio muerto de frío, me sentí dotado de una maravillosa fuerza que me impulsó a salir de allí. Dios continuó ayudándome, aunque gravemente herido, hasta llegar a donde se encontraban unos hermanos de Merode y mujeres de soldados que se compadecieron de mí a pesar de que no me conocían. Pero ellos dudaban ya de poder conquistar la fortaleza, y esto me dolió más que mis heridas. Calentaron y vistieron mi cuerpo al amor de una hoguera. Pero, antes aún de que pudiera vendar mis heridas, observé cómo los míos levantaban el cerco y emprendían una vergonzosa retirada. Aquello me resultaba tan insoportable que decidí no darme a conocer para no participar de aquella vergüenza. Me uní a algunos mutilados de nuestro ejército que tenían un cirujano militar. Le entregué una crucecita de oro que llevaba colgada de mi cuello y, desde entonces, se aplicó a curar mis heridas. Querido Simplicius, en esta miseria he tenido que vivir. No pienso identificarme ante nadie hasta saber en qué para el asunto del conde de Gótz. Tu compasión y tu fidelidad han sido para mí un gran consuelo que me demuestra que el buen Dios no me ha abandonado. Cuando salí de misa esta mañana, te vi a la puerta del comandante y pensé que Dios te había enviado a modo de ángel en mi ayuda.
Consolé a Herzbruder lo mejor que supe, le dije que poseía mucho más dinero, y que todo estaba a su disposición. Luego le conté el fin de Olivier y también cómo me había visto obligado a vengar su muerte. Todo ello tranquilizó su estado de ánimo de tal manera que pronto empezaron a sanar sus heridas y mejoró su aspecto.