de cómo Olivier se fue a la tumba y se llevó a seis consigo para le hicieran compañía
Mientras nosotros descansábamos de nuestras fatigas, Olivier envió al campesino en busca de comida y municiones. Cuando se hubo marchado, Olivier se desprendió de su chaqueta y me dijo:
—Hermano, no estoy dispuesto a cargar yo solo con el maldito dinero.
Se desató y extrajo unos cuantos embutidos, que hasta entonces había llevado atados al cuerpo, y los arrojó sobre la mesa al tiempo que añadía:
—Tendrás que hacer un esfuerzo, hasta que acabe con el trabajo y tengamos suficiente para los dos. ¡Este maldito dinero ya me ha llenado de ampollas!
—Hermano —le contesté—, si tuvieras tan poco como yo no te pesaría tanto.
—¿Qué dices? —me interrumpió—. ¡Lo que es mío es tuyo, y lo que obtengamos en lo venidero nos lo repartiremos a partes iguales!
Tomé los dos embutidos y me di cuenta de que eran muy pesados: estaban llenos de oro. Dije que aquellas bolsas se llevaban muy mal y que si él lo permitía, los cosería de tal modo que no fuera tan duro llevarlas. No le pareció mal, así que le acompañé hasta un roble hueco del que sacó tijeras, aguja e hilo, y de unos pantalones viejos cosí una especie de faltriqueras donde metí varias monedas doradas. Después de ponérnoslos bajo las camisas, nos encontramos acorazados por los cuatro costados con una espesa capa de oro que nos protegería, si no de los disparos, sí contra los sablazos. Como me sorprendía no verla, le pregunté si tenía también plata, y me contestó que tenía más de mil táleros en otro árbol, de los que cuidaba el campesino, a quien le pedía cuentas porque tal nimiedad le importaba poco.
Después de empaquetado el oro, regresamos a nuestro refugio, donde cenamos y nos calentamos junto al hogar. Una hora después del amanecer, cuando menos lo esperábamos, cercaron la casa un cabo y seis mosqueteros, con los fusiles cargados y las mechas encendidas. Descerrajaron la puerta y, a gritos, exigieron nuestra rendición. Pero Olivier, que como yo, siempre tenía un mosquete listo para disparar y la afilada espada al alcance de la mano, contestó desde su sitio, sentado a la mesa mientras yo permanecía tras la puerta, con unos cuantos balazos, que derribaron inmediatamente a dos de los sujetos. Yo me encargué del tercero, y herí al cuarto con un disparo similar. Seguidamente, Olivier desenvainó su afilada espada, comparable a la del rey Arturo, y la descargó sobre el hombro del quinto, abriéndolo en canal hasta el vientre, de manera que se le salieron las entrañas y cayó a sus pies. Mientras tanto, con la culata del mosquete, yo le asesté al sexto un porrazo tal en la cabeza que le hice estirar las dos patas a un tiempo. El séptimo le asestó un golpe parecido a Olivier, y con tal fuerza que le saltó la tapa de los sesos. Yo le aticé de la misma manera al que se había cargado a Olivier, obligándolo, inmediatamente, a acompañar a sus camaradas al reino de los muertos. Cuando el herido de bala se dio cuenta y vio que iba a por él, arrojó el suyo y empezó a correr, como si el mismo diablo lo persiguiera. La pelea había durado apenas lo que se tarda en rezar un padrenuestro; en tan escaso lapso de tiempo, siete valientes soldados se habían ido a la tumba.
Dueño ya del lugar, fui a comprobar si a Olivier le quedaban señales de vida. Lo encontré desprovisto de alma, e inmediatamente pensé que no rimaban un cuerpo muerto con tanto dinero. Le despojé de la piel de oro que le había cosido el día anterior, y me la colgué del cuello, junto a la otra. Como había destrozado mi mosquete, tomé el de Olivier y también su espada. Así, provisto para un caso de necesidad, me puse en camino y precisamente en la dirección de donde debía venir el campesino. Me hice a un lado para esperarlo y, al mismo tiempo, pensar en lo que haría en adelante.