CAPÍTULO VIGESIMOTERCERO,

en que se habla del oficio del cual Olivier era maestro, y Simplicius, un aprendiz

De buena gana habría estallado en una carcajada al oír esta parte del relato de Olivier, pero tuve que mostrarme compasivo. Precisamente cuando empezaba yo a contar mi vida, vimos acercarse un coche acompañado por dos jinetes. Bajamos del campanario y nos instalamos en una casa cerca del camino desde la que se podía atacar fácilmente a los viajeros. Yo debía tener cargado el mosquetón por su acaso, pero Olivier eliminó de un disparo a uno de los jinetes, derribándole junto a su caballo antes de que se percatasen de nuestra presencia al instante. El otro escapó mientras yo obligaba al conductor a bajar del pescante amenazándole con el mosquete, gatillo alzado. Olivier saltó sobre él y con su espada le abrió la cabeza hasta los dientes. Quería también degollar a las mujeres y niños que había en el interior del carruaje, que parecían más muertos que vivos, pero yo me opuse rotundamente, y le dije que antes tendría que vérselas conmigo.

—¡Oh, tú, necio Simplicius, nunca pensé que fueras tan estúpido como aparentas!

Yo repliqué:

—¿Qué sacamos nosotros de la muerte de estos críos inocentes? Si fueran sujetos capaces de defenderse, sería otra cosa.

—Los huevos a la olla antes de que se conviertan en polluelos. Conozco muy bien a estos jóvenes parásitos. Su padre, un comandante, es un perro sarnoso y no hay nadie en el mundo que maltrate más a los soldados.

Con estas palabras insistió en continuar con la carnicería, pero lo contuve hasta que se tranquilizó. Se trataba, de hecho, de la esposa del comandante, sus criadas y tres hermosos niños, a los que compadecí por su triste suerte. Los encerramos en una bodega, para que no nos delataran demasiado pronto; allí no tenían más que fruta y nabos que comer hasta que alguien llegara a rescatarlos. Después saqueamos el carruaje y con siete hermosos caballos cabalgamos hacia lo más espeso del bosque.

Tras haberlos atado y haber echado una ojeada por los alrededores, observé, no lejos de nosotros, a un individuo plantado silenciosamente junto a un árbol. Se lo señalé a Olivier y le dije que debíamos tener precaución.

—¡Qué tonto eres! —me contestó—. Este es un judío a quien yo mismo até al árbol. Hace tiempo que murió helado.

Y después de decir esto se acercó a él y dándole unos golpecitos en la barbilla, le dijo:

—¡Ah, perro, qué buenos ducados me diste! —Y mientras le golpeaba de esta guisa la mandíbula, cayeron de su boca unos doblones, que el pobre había conservado hasta la muerte. Olivier metió la mano en su boca y sacó de allí doce doblones y un precioso rubí—. Este botín —me dijo— te lo agradezco a ti, Simplicius.

Me dio entonces el rubí, mientras él se embolsaba el dinero. Y se iba en busca del campesino. Me quedé solo torturándome con todo género de reflexiones acerca de la situación tan peligrosa en que me hallaba. Me asaltó la idea de tomar un caballo y huir, pero temí que Olivier me alcanzara y me derribara de un disparo. Malicié, además, que intentara por esta vez poner a prueba mi fidelidad y que estuviera espiándome desde cualquier lugar. También pensé en huir a pie, pero aunque lograra escapar de Olivier no lo haría de los campesinos de la Selva Negra, quienes tenían fama de no dejar pasar a los soldados sin ajustarles las cuentas. «Si tomas todos los caballos —me decía—, para que Olivier no pueda alcanzarte y te pescan luego los de Weimar, te tomarán sin duda por un asesino y acabarás en la rueda». En fin, que no lograba encontrar ningún medio eficaz para escapar, y además, me encontraba en un bosque espeso del que no conocía caminos ni veredas. Despertó en mí el remordimiento de conciencia, torturándome con la idea de que al haber detenido yo el coche, me había hecho culpable de la muerte del pobre cochero y del encierro de las mujeres y los niños, quienes quizá perecerían también en aquel sótano como aquel judío. Intenté consolarme recapacitando en mi inocencia, pues había actuado obligado contra mi voluntad. Pero mi conciencia me decía que por mis anteriores ruindades tenía bien merecido el ser apresado en compañía de este redomado asesino y recibir de la justicia el premio a que me había hecho acreedor. Quizá el Dios justiciero había decidido castigarme de esta guisa. Por último, recuperé la esperanza y pedí a Dios que me librara de aquella situación. Y en medio de aquella devoción, me dije: «¡No seas necio! ¡No estás encarcelado, ni tus pies se hallan sujetos con cadenas, el amplio mundo se abre a tus pies! ¿No tienes caballos suficientes para emprender la huida? Y si no quieres cabalgar, tus pies son lo bastante rápidos para llevarte lejos de aquí». Pero mientras así me atormentaba llegó Olivier en compañía del campesino. Este nos condujo a una casa, donde comimos y dormimos unas cuantas horas, por turnos. Después de medianoche continuamos cabalgando y a mediodía llegamos a la frontera de Suiza, donde Olivier tenía muchas amistades, que nos atendieron cumplidamente. Mientras nos divertíamos, el posadero mandó llamar a dos judíos, que nos compraron los caballos por la mitad de su valor. Todo marchó como sobre ruedas, de manera que no fue necesario gastar muchas palabras. Los judíos solo estaban preocupados por si los caballos eran de los imperiales o los suecos, y cuando se enteraron de que eran de Weimar, dijeron:

—Entonces no podemos conducirlos a Basilea, sino a Suabia o a Baviera.

Quedé profundamente asombrado de tales conocimientos y de la confianza de que hacían gala.

Comimos como grandes señores, y pude probar las ricas truchas y cangrejos. Ya oscurecido, reemprendimos la marcha. Nuestro campesino iba cargado como una mula con asados y otros alimentos. Al día siguiente, llegamos a una granja solitaria, donde nos recibieron muy amablemente. Permanecimos allí unos días más a causa del mal tiempo; luego, siempre a través del bosque y por senderos apartados, alcanzamos la casita adonde me había llevado Olivier cuando me uní a él.