que trata de cómo van las cosas cuando uno se mete entre perros y gatos
Cuando Olivier terminó su relato, no pude hacer otra cosa que admirar la providencia divina. El buen Dios no solo me había protegido paternalmente en Westfalia de aquel monstruo, sino que consiguió apartarlo de mí. Entonces me di cuenta de la mala jugada que había hecho Olivier y que el viejo Herzbruder había profetizado y de cómo Olivier la había interpretado para mi provecho, según pudo comprobarse en el capítulo decimosexto. Si llega a saber aquella mala bestia que yo era el Cazador de Soest, seguramente me habría hecho pagar el miedo que le hice pasar en el establo. Pensé en lo sabiamente que había vaticinado el anciano Herzbruder cuanto debía sucedernos. Aun cuando, hasta aquel momento, todas sus suposiciones habían resultado ciertas, pensé que o tendría que suceder algo inesperado o yo no trataría de vengar la muerte de aquel hombre, que había merecido cien veces la horca y la rueda. También me di cuenta de cuánto me favorecía el no haberle relatado mi vida primero, ya que le habría contado yo mismo cómo le había ofendido. Mientras así reflexionaba observé en el rostro de Olivier algunos cortes, que no tenía en Magdeburgo. Supuse, pues, que aquellas cicatrices eran la marca de Springinsfeld, quien, en su disfraz de diablo, le había arañado la cara. Le pregunté de dónde provenían tales cicatrices, indicando al mismo tiempo que, aunque me había contado toda su vida, seguramente me ocultaba la mejor parte, ya que no me había dicho quién le había señalado de aquella manera.
—Ay, hermano —replicó—, si fuera a contarte todos los crímenes y villanías en que tomé parte, a los dos se nos haría demasiado largo. Mas, para que veas que no quiero ocultarte ninguna de mis peripecias, voy a relatarte toda la verdad, aunque haya sido yo el burlado.
»Creo de corazón que desde el vientre materno estoy predestinado a llevar arañazos en el rostro. Ya en mi infancia, siempre que me peleaba con mis compañeros de estudios, salía con el rostro arañado. Uno de los diablos del Cazador de Soest dejó también sus garras en mi rostro, cuyas marcas duraron unas seis semanas, pero desaparecieron con el tiempo. Las cicatrices que aún puedes observar proceden de una aventura distinta. Cuando estuve con los suecos acuartelados en Pomerania, tenía una hermosa dueña. El posadero se veía obligado a abandonar su lecho para dejarnos a nosotros sitio. En cambio, su gato, que estaba habituado a dormir en la cama, no faltaba ni una sola noche y nos causaba gran molestia, puesto que no quería abandonar su sitio acostumbrado. Esto contrarió tanto a mi dueña, quien, por lo demás, no soportaba a los gatos, que prometió no mostrarse cariñosa conmigo si no lograba deshacerme del bicho. Si quería disfrutar de su complacencia, tenía que acceder a su deseo, y yo me proponía no solo contentarla, sino vengarme del animalucho, y divertirme al hacerlo. Lo metí en un saco y me lo llevé junto con los dos enormes perros del posadero, que a mí me conocían pero que con el gato eran bastante huraños, a un prado grande y espacioso, con la esperanza de pasar un buen rato. Y es que, como no había árboles por los alrededores a los que el gato pudiera trepar, creí que los perros lo perseguirían por la pradera como si fuera una liebre, mientras yo disfrutaba observándolo. Pero ¡maldito bicho! Pude comprobar en carne propia lo poco que se aprecian gatos y perros. Cuando abrí el saco y el gato no vio más que dos enormes enemigos en medio de un campo tan vasto en el que no había donde subirse, no quiso dejarse arrancar la piel a ras de suelo y saltó al lugar más elevado que pudo encontrar, o sea, a mi cabeza. Al querer impedírselo se me cayó el sombrero, y cuantos más esfuerzos hacía yo para obligarlo a descender, tanto más me clavaba las uñas para sostenerse. En esta lucha no podían los perros resignarse a un papel de espectadores, por lo que se mezclaron en el juego. Con las fauces saltaron hacia mí, por delante, por detrás, por los lados, en busca del gato, que no quería abandonar mi cabeza, sino que se aferraba con sus uñas, sosteniéndose lo mejor que podía. Si alguna vez intentaba alcanzar con sus aceradas uñas a los perros y no lo conseguía, era yo quien paraba el golpe. Como las narices de los perros obtuvieron alguna vez lo suyo, estos intentaron, desesperados, alcanzarlo, y era también mi rostro quien recibía sus dentelladas. Si yo mismo intentaba hacer bajar al gato con mis manos, me mordía y arañaba con todas sus fuerzas. De esta manera salí tan destrozado por los perros y el gato que era muy difícil reconocer en mí facciones humanas. Y lo peor era que corría el peligro de que los perros, en uno de sus saltos, alcanzaran mi nariz, o una oreja, y me dejaran sin ella. Mi cuello y mi gorguera estaban tan ensangrentados como el mostrador de un herrero el día de San Esteban, cuando se convierte en establo para hacer la sangría a los caballos. Y como no se me ocurrió ninguna forma de escapar de aquella situación angustiosa, finalmente me dejé caer al suelo para que los perros atraparan al gato y mi capitolium dejara de ser su campo de operaciones. Los perros degollaron al gato, pero el juego aquel no me había proporcionado ninguna diversión, sino únicamente la burla y un rostro tal como el que ves ahora ante tus ojos. Tanto me encolericé que, más tarde, maté a los dos perros. A mi dueña, que me había incitado a cometer aquella necedad, le propiné tal paliza que parecía una aceituna prensada y huyó de mi lado. Sin duda alguna, no se sentiría demasiado inclinada a seguir amando aquella máscara horrible por más tiempo.