de cómo Olivier estudió en Lieja y cómo se comportaba
Como la fortuna de mi padre aumentaba, crecía el número de parásitos e hipócritas que alababan mi buena cabeza para los estudios, pero callaban mis defectos o los disculpaban al suponer que quien no lo hiciera no gozaría del favor de mi padre ni de mi madre. Por este motivo estaban mis padres más orgullosos de su hijo que un mosquito que criara una lechuza. Me asignaron un preceptor y me enviaron a Lieja, más para que aprendiera gabacho que para estudiar; no querían hacerme teólogo, sino comerciante. El preceptor tenía orden de no ser demasiado severo conmigo para que no me volviera miedoso y servil. Tenía que dejar que me mezclara con los chicos de mi edad para que no me volviera tímido, pensando siempre en que no querían convertirme en un monje, sino en un hombre de mundo que supiera distinguir entre lo blanco y lo negro.
»Mi preceptor no necesitaba de estas instrucciones, puesto que ya tenía cierta inclinación hacia toda clase de pillerías. ¿Cómo iba a censurar mis pequeñas faltas si él las hacía mucho más gordas? Se encontraba como pez en el agua entre amoríos y borracheras, y tenía afición a peleas y querellas. Por este motivo, enseguida me vi rondando con él y los de su calaña por callejuelas, aprendiendo bien pronto sus vicios más que sus latines. En lo referente a los estudios, confiaba en mi buena memoria y mi despierta inteligencia, y por ello mi imprudencia aumentó; ahogado como estaba en toda clase de vicios, canalladas y diabluras, mi conciencia se hizo tan ancha que un buen carro de heno habría podido pasar por ella holgadamente. Nada de esto me preocupaba cuando en misa, durante el sermón, leía a Berni, Burchiello y Aretino, y no había nada que me gustara más del oficio como la frase “ite, missa est”. Además, no me consideraba un cualquiera, sino que me las daba de gran señor. Todos los días eran para mí Carnaval o San Martín, y como no solo mi padre me enviaba dinero para caso de necesidad sino que también mi madre me enviaba buenos cuartos, comenzamos a frecuentar a señoras, sobre todo mi preceptor, con las que aprendí a enamorar y a jugar. Las riñas, peleas y reyertas ya me eran familiares y mi preceptor no me negaba ni comilonas ni borracheras, ya que él mismo me acompañaba. Esta estupenda vida duró más de año y medio, hasta que llegó a conocimiento de mi padre por su representante en Lieja, con el que vivíamos en pupilaje. Este recibió orden de vigilarnos, de despachar al preceptor, de no dejarme las riendas sueltas, de controlar mis gastos. Todo lo cual fue causa para nosotros dos de muchas amarguras, pero, aunque el preceptor estaba despedido, seguíamos sin separarnos ni de día ni de noche. Como no podíamos gastar lo que antes, nos unimos a una banda que se dedicaba a robar los abrigos de la gente por las callejuelas, y de ahogarlas incluso en el Mosa. Lo que obteníamos por este peligroso medio lo gastábamos íntegro con nuestras rameras, olvidando el estudio casi por completo.
»Pero una noche que salimos de caza para robar abrigos y otras prendas a los estudiantes, fuimos atrapados. Mi preceptor murió apuñalado y yo fui a dar con mis huesos en la cárcel, junto con otros cinco auténticos tunantes. Al día siguiente, durante el interrogatorio, mencioné al representante de mi padre, que era un hombre respetable, y después de preguntarle por mi persona, me dejaron en libertad bajo su responsabilidad, aunque tuve que permanecer arrestado en su casa, esperando el resultado del proceso. Entretanto fue enterrado mi preceptor; los cinco restantes, condenados por ladrones, rateros y asesinos, y mi padre, informado de mi situación, acudió presuroso a Lieja y solucionó la causa con dinero. El sermón que me echó fue muy duro, me reprendió diciéndome que era su cruz y su desgracia, que mi madre estaba a su vez desesperada por mi mala conducta. Me amenazó con desheredarme y mandarme al diablo si no me corregía. Prometí enmendarme y cabalgué con él a casa. Así terminaron mis estudios.