CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO,

de cómo los pensamientos de Simplicius son más devotos en el pillaje que los de Olivier en la iglesia

A la mañana siguiente, apenas clareado el día, Olivier me dijo:

—¡Arriba, Simplicius! Vamos a partir a la buena de Dios, para ver si damos con alguna cosa que valga la pena.

«¡Oh, buen Dios! —pensé yo—. ¿Vamos a robar en tu santísimo nombre?». Desde que abandonara al ermitaño nunca había podido ocultar mi asombro cuando alguien decía: «¡Venga, hermano, vamos a beber una jarra de vino en nombre de Dios!». Encontraba doblemente pecaminoso emborracharse en tu nombre, ¡oh, padre celestial! «¡Cuánto he cambiado, Dios bondadoso! ¿Qué será finalmente de mí, si no cambio de vida? ¡Detenme, que voy de cabeza al infierno, puesto que no hago penitencia!». Entre palabras y pensamientos semejantes, seguí a Olivier a un pueblo en el que no había ni un alma. Para dominar la vista subimos a la torre de la iglesia. Allí Olivier tenía escondidos los zapatos y medias de que me había hablado la noche anterior, además de dos mendrugos de pan, trozos de tasajo y medio barril de vino, con lo que habría podido alimentarse durante ocho días. Mientras me ponía las prendas que me había regalado, me contó que desde aquel lugar solía acechar un buen botín; por esta razón estaba tan bien provisto, y añadió que tenía otros cuantos más como aquel, porque, si no se sentía seguro en un sitio, podía ir a otro. Tuve que alabar su astucia, pero le di a entender que no era correcto profanar de tal manera un lugar santo, dedicado a Dios.

—¿Qué? —estalló—. ¿Profanar? Si las iglesias pudieran hablar, reconocerían que la afrenta que yo les hago es incomparablemente menor que las que otros les han hecho sufrir. Desde que la construyeron, ¿cuántos y cuántas crees que habrán entrado en esta iglesia con la aparente intención de honrar a Dios, pero, en realidad, solo querían lucir su nuevo traje, su elegante figura, su arrogancia o tantas otras cosas? Entra uno con altivez de pavo real y se queda plantado delante del altar, como si quisiera adorar los pies del santo. Otro se pega a un rincón, como el Publicano en el templo, y suspira, pero sus suspiros están dirigidos únicamente a su amada, en cuyo rostro se posa su mirada, y si ha ido allí es solo por ella. Hay incluso quien se presenta en la puerta del templo o entra en él con un fajo de facturas en la mano, como si fuese un recaudador de impuestos de guerra, más para amenazar a sus deudores que para rezar. Si supiera que estos no iban a misa, se pasaría las horas en casa repasando los libros de cuentas. Sucede frecuentemente que los domingos es anunciado por algún mensajero lo que las autoridades desean comunicar al pueblo; por este motivo los campesinos temen la santa misa más que los pobres delincuentes al juez. ¿No crees que algunos de los que están enterrados merecían haber muerto por la espada, la horca, en el fuego o en la rueda? Más de uno hay que no podría entablar amoríos si no acudiera a la iglesia. Si se quiere prestar o vender algo, no hay lugar más adecuado. Si a algún usurero no le queda tiempo en toda la semana para pensar en sus maldades, durante el santo oficio maquina el mejor modo de ponerlas en práctica. Unos y otros se sientan y discuten sus asuntos durante el oficio y el sermón, como si el templo hubiera sido edificado para semejantes menesteres y con frecuencia se consultan y toman decisiones inimaginables en lugares privados. Otros duermen, como si no hubieran ido a hacer nada más. Otros no hacen más que chismorrear y decir cosas por este estilo: «¡Oh, sí! El cura ha estado muy acertado sermoneándole a este o aquel». Otros ponen suma atención a las palabras del cura, pero no para mejorar su conducta, sino para criticarlo luego si se desvía lo más mínimo de sus opiniones. Callo aquí las historias que leí de amoríos y que, gracias a los alcahuetes y alcahuetas en las iglesias, pudieron tener sus comienzos, y un sinfín de cosas que no tengo ahora en la memoria. Pero hay más todavía, y es que los hombres no solo profanan en vida el templo con sus pecados, siguen con su orgullo y necedad profanándolo después de muertos. Visita una iglesia y verás pavoneándose en lápidas y epitafios a aquellos que hace años fueron pasto de los gusanos. Si miras hacia arriba, verás más escudos, yelmos, espadas, banderas, botas, espuelas y objetos semejantes que si estuvieras en una armería. No es, pues, de extrañar que durante esta guerra en algunos lugares los campesinos hayan convertido las iglesias en fortalezas para defender sus bienes. Así pues, ¿por qué no habría de permitírseme, como soldado, dedicarme a mi oficio en una iglesia, si tiempo atrás dos capellanes organizaron, para conseguir un cargo, tal baño de sangre que la iglesia parecía más un matadero que un lugar sagrado? Y aun haría la vista gorda si vinieran aquí solo a celebrar el oficio divino, porque soy un hombre de mundo, pero los curas no respetan la majestad suprema del emperador romano. ¿Por qué habría de estar prohibido que me alimente gracias a la iglesia si hay tanta gente que come de ella? ¿Es justo que un rico sea enterrado en una iglesia a cambio de un buen soborno para que así pueda mostrar su vanidad y la de su familia, y que, sin embargo, un pobre (tan crítico como él y quizá más piadoso), que no tiene una perra, tenga que ser enterrado extramuros, en un rincón? Cada cosa es según se la mira. Si hubiera yo sabido que tendrías reparo en espiar desde la torre de una iglesia, habría tenido preparada una respuesta más a propósito. Por el momento, confórmate con lo dicho hasta que encuentre mejor manera de convencerte.

Habría replicado a Olivier que todos los que profanaban las iglesias eran gente tan licenciosa como él y que ya recibiría su merecido, pero como no tenía gran confianza en él y no quería verme de nuevo envuelto en una pelea, le di la razón. Me pidió luego que le contara cómo me habían ido las cosas desde que nos separáramos en Wittstock y por qué llevaba traje de bufón cuando llegué al campamento de Magdeburgo. Pero como, a causa del dolor de garganta, no tenía ganas de hablar, me disculpé y le pedí que me contara antes la historia de su vida, que indudablemente tenía que ser rica en aventuras. Consintió en ello y empezó a narrar así su existencia desalmada.