de cómo Simplicius se convierte en un vagabundo y en un impostor
Por aquella época tenía yo más hambre que un maestro de escuela, mi estómago no encontraba ocasión de hartarse; no me quedaba ya más que un anillo de oro con un diamante engarzado que bien podría valer sus buenas veinte coronas. Lo vendí por doce y como de dejarlas en mi bolsillo corría el fácil riesgo de que se evaporaran enseguida, decidí hacerme médico. Compré los ingredientes necesarios para preparar una theriaca diatessaron; con ciertas hierbas, raíces, manteca y aceite, hice un ungüento para todo género de heridas, con el que habría podido sanarse hasta un caballo; un polvo para blanquear los dientes con cina, ojos de cangrejo, piedra esmeril y polvos detergentes; y un agua azul compuesta de lejía, cobre, sal amoniacal y alcanfor, contra el escorbuto, el mal aliento, los dolores de muelas y de ojos. Me hice también con todo un arsenal de cajas y botes de latón, papelinas y recipientes de vidrio con que envasar mi mercancía, para que hiciera más efecto. Y mandé imprimir etiquetas en francés con indicaciones sobre el uso de los potingues. En tres días terminé los preparativos y apenas si había gastado tres coronas entre la farmacia y los envases, y de esta manera abandoné la ciudad. Así, pues, empaqueté todos mis trastos y me propuse ir de pueblo en pueblo hasta Alsacia, vendiendo mi mercancía por el camino. Luego, en Estrasburgo, ciudad neutral, tan pronto como pudiera me embarcaría en un barco mercante del Rin hasta Colonia, para desde allí seguir viaje hasta el lugar donde me esperaba mi mujer. La intención era buena, pero no se cumplió ni por asomo.
Cuando por vez primera puse a la venta mis potingues frente a la puerta de una iglesia, los negocios no me fueron bien porque me comporté como un bendito y no me valía ni el parloteo ni las fanfarronerías. Tenía que adoptar, pues, otro sistema si pretendía hacer dinero. Me fui a la posada con todos mis chismes, y mientras me sentaba a la mesa me enteré por el dueño de que por la tarde se reuniría bajo los tilos todo tipo de gentes y allí podría vender algo si mi mercancía era buena, aunque como por el país había tantos pillastres, los campesinos se mostraban reacios a soltar el dinero si no les demostraban que los medicamentos hacían prodigios. Cuando me di cuenta de cómo pensaban, pedí un buen vaso de aguardiente de Estrasburgo, cacé uno de esos sapos que suelen cantar en primavera y verano en las aguas estancadas e insalubres, de color dorado o casi rojo, manchas negras en su vientre y aspecto desagradable, lo metí en un vaso de vidrio lleno de agua y lo coloqué al lado de mis mercancías sobre una mesa que situé bajo los tilos. Empezó a acudir gente, y mientras todos estaban allí reunidos pensaron algunos que quería sacar muelas con las tenazas que me había dejado en la posada, pero yo exclamé:
—¡Señores y buenos amigos! —dije como pude porque no sabía mucho francés—. Yo no soy ningún sacamuelas, pero tengo agua buena para los ojos, que hace desaparecer toda irritación de los ojos enrojecidos.
—Sí, muy cierto —contestó un gracioso—, se nota en los vuestros que parecen dos tomates maduros.
Yo le respondí:
—Verdad es, pero si no tuviera de mi agua, ya estaría ciego. El ungüento y los polvos para los dientes blancos y las heridas quiero venderlos, pero el agua para los ojos la regalo. No soy ningún charlatán ni engañabobos, solo vendo mis remedios. Si los pruebas y no te gustan no me los compres.
Dejé que uno de los curiosos eligiera uno de los paquetitos. Tomé del mismo una porción del tamaño aproximado de un garbanzo y lo desleí en mi vaso de aguardiente que la gente tomó por agua. Con las tenazas extraje el sapo del vaso lleno de agua y dije:
—Mirad, buenos amigos, si esta bestia venenosa se bebe mi remedio y no muere, entonces no vale maldita la cosa y no cabe que me lo compréis.
Y, después, metí al pobre sapo, que nacido en el agua y criado en ella no puede soportar otro elemento o licor, en el aguardiente y cerré el vaso con un pedazo de papel, para que no pudiera escapar. Empezó a saltar y rebullir en el interior mucho más briosamente que si le hubiese puesto sobre brasas; el aguardiente era bebida demasiado fuerte para él, y, al poco tiempo murió estirando las cuatro patas. Los campesinos abrieron las bocas y los bolsillos, tras haber visto la prueba con sus propios ojos. No existía para ellos en el mundo entero un ungüento mejor que el mío; por tanto, no tuve que hacer nada más que envolver aquellas porquerías y cobrar. Los había que compraron tres, cuatro, cinco y hasta seis paquetes, para estar bien provistos de aquel valioso potingue en caso de necesidad. Compraron para sus amigos y parientes que vivían en otros pueblos. De esta necia manera y aunque no era día de mercado, gané aquella tarde diez coronas y aún me quedaba más de la mitad de mi mercancía. La misma noche me fui a otro pueblo: temía que hubiera algún campesino incrédulo que quisiera meter un sapo en agua para probar mi remedio y, al ver que no funcionaba, quisiera darme un buen repaso. Para demostrar la bondad de mi electuario de manera distinta, me preparé con harina, azafrán y agallas, arsénico amarillo, y con harina y vitriolo, un sublimado de mercurio. Cuando quería hacer la prueba ponía sobre la mesa dos vasos llenos de agua pura, uno de los cuales contenía además bastante aguafuerte o salfumán. En este mezclaba un poco de mi ungüento y luego vertía en los dos vasos cantidad suficiente de mis venenosos líquidos. Donde no había ungüento y tampoco aguafuerte, se volvía el agua negra como la tinta, pero la otra a causa del aguafuerte se quedaba igual.
—¡Caramba! —exclamaba la gente—. ¡Este es un ungüento excelente y por poco dinero!
Después, cuando vertía el contenido de los dos vasos en uno, el líquido se aclaraba de nuevo y los buenos campesinos sacaban sus bolsas y lo compraban todo, algo que no solamente le venía de perlas a mi hambriento estómago, sino que me permitió volver a viajar a caballo, prosperar, ganar dinero y llegar felizmente a la frontera alemana. Por eso, bienhallados campesinos, no os creáis tal fácilmente a los charlatanes extranjeros, porque os engañarán, ya que no les interesa vuestra salud, sino vuestra bolsa.