de los planes que hace Simplicius y de cómo aprende a nadar cuando está con el agua al cuello
El castigo viene generalmente por donde se ha pecado, y la viruela infantil me dejó la cara de tal forma que nunca más volvieron a molestarme las mujeres. Me quedaron en ella unas preciosas cicatrices que me dieron el aspecto de una era después de trillados los garbanzos; adquirí una faz tan repulsiva que incluso mis rizados cabellos, en los que se había enredado más de una mujer, se avergonzaron de mi rostro y me abandonaron. A cambio obtuve unos pelos parecidos a las cerdas, de manera que me vi obligado a ponerme peluca. Al perder todos mis encantos, también desapareció mi voz al habérseme llenado el cuello de viruela. Mis ojos, que antes eran capaces de inflamar de amor todos los corazones, estaban ahora tan enrojecidos y lagrimosos como los de una anciana de ochenta años que padeciera glaucoma. Además, me encontraba en un país extraño, no conocía a nadie en absoluto que se interesara por mí, no comprendía el idioma y se me había terminado el dinero.
Reflexioné sobre mi pasado y las muchas oportunidades que se me había ofrecido para mejorar de posición, oportunidades que yo había desperdiciado. Vi claramente que mi buena fortuna en la guerra y el tesoro que había encontrado habían sido la causa de toda mi desgracia. No habría podido caer tan bajo si antes no me hubiera dejado deslumbrar y no me hubiera elevado tanto. Comprendí que lo que había considerado positivo había sido nefasto y me había conducido a la ruina más completa. Allí no había ermitaños que se interesaran por mí de buena fe, ningún coronel Ramsay que me rescatara de la miseria, ningún cura que me aconsejara, ni, en definitiva, ningún hombre que se preocupara por mí, sino que, ahora que el dinero había desaparecido, yo también tenía que irme y buscar una oportunidad en otro sitio, contentándome con hacer compañía a los cerdos, como el hijo pródigo. Hasta entonces no recordé los consejos de aquel cura que me había recomendado emplear mis medios y la fuerza de mi juventud en el estudio. Pero era demasiado tarde para cortar las alas al pájaro: ya había volado. ¡Oh rápida y desgraciada inconstancia! Cuatro semanas antes, era yo un personaje a quien admiraban los príncipes y enamoraba a las mujeres; el pueblo veía en mí a un ángel, una obra maestra de la naturaleza; ahora, sin embargo, tenía tan poco valor que hasta los perros se me meaban encima. Rumiaba sin parar buscando una solución a mi infortunio pues el posadero me había echado de la casa porque no tenía con qué pagarle. Gustosamente me habría alistado en el ejército, pero ningún reclutador me quería como soldado con aquel aspecto de búho tiñoso. Trabajar no podía, pues me faltaban todavía las fuerzas y además no estaba acostumbrado. Mi único consuelo era que se acercaba el verano y que, en caso de necesidad, podía tenderme en el campo ya que en ninguna casa querrían admitirme. Llevaba aún el regio traje que me había hecho para el viaje y, además, una maleta llena de valiosa ropa de hilo. Pero nadie me quería comprar nada de aquello por miedo a contagiarse. Al fin decidí cargármelo todo a la espalda y, espada en mano, ponerme en camino, hasta que llegué a una pequeña ciudad, en la que incluso había farmacia. Entré en ella y ordené preparar un ungüento que hiciera desaparecer las cicatrices que en mi rostro había dejado la enfermedad. Y, como no tenía dinero, le di al boticario una camisa muy fina, que él aceptó porque no era un necio como los que me las rechazaban. Yo pensaba que si lograba librarme de aquellas manchas vergonzosas, saldría de aquel estado de miseria. Cuando el boticario me consoló diciéndome que en ocho días, a lo sumo, habrían desaparecido todas las cicatrices que me había dejado en el rostro la viruela, me sentí más tranquilo. Aquel mismo día había mercado y en él había un sacamuelas que ganaba dinero a espuertas, vendiendo a las gentes todo tipo de potingues. «¡Necio! —me dije—. ¿Por qué no montas tú mismo un tenderete semejante? ¿No trabajaste con monsigneur Canard el tiempo suficiente para haber aprendido a engañar a un ingenuo campesino y ganarte así el caldo? ¡Si no lo haces es que eres un pobre diablo!».