CAPÍTULO SEGUNDO,

de cómo Simplicius consigue el mejor amo de los tenidos hasta entonces

Monsigrreur Canard, que tal era el nombre de mi nuevo señor, me ofreció su ayuda y consejo para que no perdiera mi tesoro de Colonia, pues era consciente de lo preocupado que estaba y en cuanto me hubo instalado en su casa, me pidió que le contara detalladamente la situación de todos mis asuntos, para hacerse una idea cabal antes de aconsejarme. Pensé que perdería mucho a sus ojos si conocía mi humilde procedencia, por lo que dije pertenecer a una familia de hidalgos alemanes venida a menos, huérfano de padre y madre, con solo algunos parientes que vivían en una fortaleza ocupada por una guarnición sueca, algo que había tenido que ocultarle al hospedero y a los dos hidalgos, por ser todos ellos afectos al emperador y para que no reclamasen mis bienes por pertenecer al enemigo. Mi intención era escribir al comandante de la fortaleza, en cuyo regimiento ocupaba yo el cargo de alférez, para comunicarle de qué manera había llegado a esta situación y para pedirle que se ocupara de mi tesoro colocándolo a disposición de mis amigos hasta que yo tuviera ocasión de regresar a mi regimiento. Canard aprobó mis planes y me prometió dar curso a cualquier escrito que le entregara, aunque su destino fuera México o China. Después escribí a mi querida esposa, a mi suegro y al coronel de S. A., comandante en I., a quien iba dirigida la carta que incluía otras dos. En ellas comunicaba que me presentaría en el regimiento en cuanto dispusiera de medios para emprender el viaje.

Rogaba a mi suegro y al coronel que, sin desestimar el uso de las armas, trataran de recuperar mi fortuna antes de que se echase tierra sobre el asunto, y también les indiqué lo rico que era en alhajas de oro y plata y pedrería. Todas estas cartas las escribí por duplicado para mayor seguridad. Una copia la envió monsigneur Canard y la otra yo mismo la eché en el correo. Así, si una no llegaba al destinatario, llegaría la otra. Volvió a mí la alegría y me dediqué de todo corazón a enseñar a los dos hijos de mi amo, que recibían una educación de príncipes. Monsigneur Canard no solamente era muy rico, sino que le gustaba aparentar una manía que se le había pegado de los grandes señores y príncipes con los que trataba diariamente y a los que imitaba como un mono. Su casa parecía por el lujo la de un marqués, solo le faltaba el tratamiento de «ilustrísimo». Su presunción era tan desorbitada que trataba a los marqueses como si fueran sus iguales. Cierto es que también atendía a las pobres gentes que acudían a él, y no solo no aceptaba el poco dinero que estos podían darle, sino que prefería perdonarles sus deudas para así ganar su amistad y aparecer como su benefactor. Como yo era muy singular y a él le gustaba pavonearse, tenía que acompañarlo con sus criados cuando visitaba a los enfermos. También le ayudaba con frecuencia a preparar los medicamentos en su laboratorio, de tal manera que muy pronto estuvimos en pie de igualdad y más aún porque le gustaba hablar en alemán. Una vez le pregunté por qué no se hacía llamar por el título de la noble posesión que había comprado cerca de París por veinte mil coronas, y por qué quería que sus hijos fueran doctores, obligándolos a estudiar tan duramente.

—¿No sería mejor para ellos —le pregunté, ya que él ya tenía un título— comprarles, como a tantos otros caballeros, cargos en el Estado para asegurarles un puesto en la nobleza?

—¡Oh, no! —me contestó—. Si yo me acerco a cualquier príncipe, se me dice: «¡Sentaos, señor doctor, os lo suplico!». En cambio, los nobles han de presentar sus respetos y esperar.

Yo le repliqué:

—Pero ¿no sabe el señor doctor que todo médico tiene tres caras? La primera es la de un ángel, cuando el enfermo le ve acudir en su ayuda; la segunda, la de un dios cuando le salva; la tercera, la de un diablo cuando el enfermo, ya curado, lo despide. La estimación solo se mantiene mientras para el enfermo soplan malos vientos, pero en cuanto desaparecen y cesan los tumbos, los honores terminan. Se dice entonces: «¡Señor doctor, ahí está la puerta!». El noble recibe más honor al esperar que el doctor al sentarse, porque continuamente está esperando a su príncipe y tiene el privilegio de no separarse nunca de él. Sin embargo, el señor doctor tuvo una vez que probar algo del príncipe para comprobar cómo sabía. ¡Preferiría estar diez años de pie y esperando que no tener que catar las heces de otros aunque me fuera permitido esperar sentado sobre un montón de rosas!

—No me vi obligado a hacer eso, sino que lo hice por mi gusto; cuando el príncipe vio con cuánto interés intentaba aclarar su estado, aumentó el precio de mis honorarios. Y ¿por qué no probar aquella porquería si me valía cien pistolas? Él tiene que tragarse lo que yo le receto sin saber lo que es y sin cobrar nada por ello. ¡Habláis del asunto como un alemán y si fuerais de otra nacionalidad, diría que como un necio!

Al ver que iba a enfadarse y para devolverle el buen humor, le rogué disculpara mi simpleza y luego dirigí la conversación por más agradables derroteros.