CAPÍTULO PRIMERO,

que trata de las causas que dieron con el Cazador en Francia

Tantas veces va el cántaro a la fuente que acaba por romperse. La mala pasada que le jugué al hospedero no me pareció bastante y seguí haciendo de las mías para castigar su insaciable avaricia. Enseñé a sus pupilos cómo aguar la manteca para extraer la sal sobrante, y cómo ablandar con vino el queso duro para dejarlo como parmesano. Todo esto equivalía a clavar espinas en el corazón del avaro. Haciendo uso de mis artimañas, separé vino y agua, y compuse una canción dedicada al avaro en la que le comparaba con un cerdo inservible mientras no estuviera muerto sobre el tajón del carnicero. Para cantarla, me acompañaba del laúd, lo que acrecentaba su indignación y le movía a devolverme las bromas con traición, pues no me estaba manteniendo para que encima arruinara su hacienda.

Dos jóvenes nobles que figuraban también entre los pupilos recibieron de sus padres una letra de cambio y la orden de viajar a Francia para aprender allí el idioma. Esto sucedía mientras el criado alemán de mi señor se hallaba de viaje y no podía por tanto acompañarles. Al criado gabacho, sostenía el amo, no se le podían confiar los caballos para ir a Francia; no le conocía aún lo suficiente y temía, así dijo, que el sujeto se olvidara de regresar y lo dejara sin caballerías. Me pidió que le hiciera la merced de acompañar a los nobles a París; de todas maneras, mis asuntos no iban a arreglarse en las cuatro semanas que duraría el viaje. Él tendría buen cuidado de ellos como si se tratara de los suyos propios si yo le concedía plenos poderes. Las súplicas de los dos caballeros y mis propios deseos de visitar París me aconsejaron el viaje. Ahora podía hacerlo sin gastos extraordinarios, ya que, de todas maneras, tendría que pasar el tiempo con la barriga al sol y comiéndome mi dinero. Así pues, como postillón, me puse en camino con los dos nobles. El viaje transcurrió sin nada que sea digno de mención. Llegados a París, nos dirigimos a la casa del representante de nuestro hospedero, donde los jóvenes nobles hicieron efectiva su letra de cambio. Pero, a la mañana siguiente, fui arrestado y se me incautaron de los caballos. Llegó un individuo y dijo que mi señor le debía dinero, con el permiso del comisario de distrito tomó los dos caballos y los convirtió en dinero contante y sonante. ¡Dios me perdone lo que allí maldije! Así pues, me encontré allí plantado como la estatua Matz de Dresde, sin saber qué hacer ni a quién recurrir y sin poder regresar a Colonia, por aquel camino largo e inseguro. Los hidalgos me mostraron gran compasión, dándome una cuantiosa propina y sin dejarme marchar hasta que encontrara un buen señor o una ocasión mejor para regresar a Alemania. Alquilaron una casa en la que me albergaron y en la que pude serles útil cuidando de uno de ellos enfermó por la falta de costumbre ante tan incómodo viaje. Como me mostré muy hábil y muy cuidadoso, me regaló su traje, ya que él se había hecho equipar a la última moda parisina. Me aconsejaron que permaneciera unos años en París para aprender el idioma. Lo que tenía en Colonia no se me escurriría de las manos, porque nuestro hospedero cuidaría de conservarlo a buen recaudo. Y mientras me hallaba ante aquel dilema, indeciso respecto a mis planes futuros, el médico que acudía cada día a visitar al enfermo me escuchó entonar una cancioncilla alemana acompañado del laúd. Le gustó tanto que inmediatamente me ofreció una buena paga y alojamiento en su casa si accedía a enseñar a sus hijos a tocar. Sabía mejor que yo mismo cuál era mi situación y también que no rechazaría a un buen amo. Pronto nos pusimos de acuerdo, pues los dos nobles caballeros me recomendaron calurosamente y me comprometí con el doctor para tres meses.

Este médico hablaba tan bien como yo el alemán y el italiano como su lengua materna, por lo que entré más gustosamente a su servicio. Pero cuando celebrábamos con mis nobles compañeros mi despedida tomando unas copas, acudieron a mi mente pensamientos malos. Pensé en mi hermosa mujercita, en el prometido alferezazgo y en mi tesoro de Colonia, en las cosas que había abandonado de forma tan imprudente. Y como en la mesa saliera el tema de nuestro hospedero avaro, se me ocurrió una idea que comuniqué a los comensales:

—¡Quién sabe si nuestro hospedero no se las ha apañado para deshacerse de mí y quedarse con mi fortuna de Colonia!

El doctor opinó que bien podía suceder, sobre todo si el hospedero creía que yo era un individuo de baja procedencia.

—No —replicó uno de los nobles—. Si nuestro hospedero le envió aquí fue para vengarse por las burlas recibidas a causa de su avaricia.

El noble enfermo no estaba conforme:

—Yo creo que ha sido otra la causa. Un día que estaba yo tendido en mi cama pude oír una conversación entre nuestro hospedero y su criado gabacho. Oí duras palabras y me enteré de lo que se trataba. El gabacho pedía el despido, pretextando que el Cazador lo acusaba ante su mujer de no cuidar bien de los caballos. Pero el hospedero malentendió las palabras chapurreadas en su mal alemán por el francés y el celoso avaro creyó sin duda que se trataba de unos amoríos entre el Cazador y su esposa. Convenció al gabacho para que se quedara ya que de todas maneras el Cazador se iría de la casa enseguida. Desde aquel día miraba a su esposa con malos ojos y las regañinas se multiplicaron. Yo hube de tener mucho cuidado con aquel loco.

—Sea por el motivo que fuere —intervino el doctor—, creo que todo ha discurrido como miel sobre hojuelas para que os vieseis obligado a quedaros aquí. No caigáis en la desesperación. En la primera ocasión que se me presente yo mismo os enviaré a Alemania. Mas escribid a Colonia para que cuiden de vuestro tesoro, pues tendrán que dar cuenta. Por otra parte, el hecho de que el hombre que se presentó como acreedor sea un buen amigo del hospedero y de su representante en París me hace sospechar que todo haya sido una Jugarreta preconcebida. Creo incluso que vos mismo habéis traído el pagaré por cuya causa se os fueron incautados y vendidos los caballos.