CAPÍTULO VIGESIMOCUARTO,

en el que el Cazador caza un conejo en medio de la ciudad

El abogado se alimentaba de lo que le daban sus huéspedes y no sus huéspedes de lo que él les daba: todos habríamos podido comer hasta hartarnos con lo que le pagábamos si el maldito lo hubiera empleado para tal objeto. Al principio no comía yo con sus restantes clientes, sino con sus criados y sus niños, porque no tenía dinero. A veces se nos servían unos platitos que a mí, acostumbrado a los calderos de carne de Westfalia, se me antojaban españoles. No recibíamos ningún pedazo de carne en la mesa, sino solamente la que había estado pasando desde ocho días antes por la mesa de los huéspedes, quienes ya la habían roído por todas partes, y era tan oscura y correosa como correspondía por su ancianidad matusalénica. Con los restos, su mujer, que hacía las veces de cocinera, preparaba un caldo acre y negruzco que endemoniaba con pimienta. Los huesos quedaban mondos y brillantes como para usarlos en la fabricación de fichas de ajedrez, pero ni aun así habían terminado de prestar servicio: se reunían en un depósito destinado a este objeto y cuando nuestro avaro tenía bastantes, eran desmenuzados para sacarles los ínfimos restos de grasa, que tanto podían servirle luego para hacernos sopa como para lustrar los zapatos. En los días de ayuno, que nuestro mesonero cuidaba de que se celebraran sin faltar uno, teníamos que contentarnos con mordisquear apestosos arenques, salmones salados y pútrido bacalao seco. Todo lo compraba por su baratura y para este objeto, no le pesaba ir él mismo al mercado de los pescadores para adquirir lo que allí se tiraba a los gatos y que estos generalmente despreciaban. Nuestro pan era negro y reseco, y nuestra bebida una cerveza tan floja y amarga que cortaba los intestinos. Un criado me dijo que en verano aún se ponían peor las cosas, pues era menester comer carne llena de gusanos, pan mohoso y lo único bueno que llegaba a sus dientes era por el mediodía un par de rábanos y, por la noche, un manojo de lechuga.

Un día trajo a casa seis libras de tripas, que instaló en el sótano. Como los niños encontraron para su alegría abierta la ventana del sótano, se armaron de un tenedor atado a una caña y las fueron pescando, cuidando de hacerlas desaparecer prestamente en sus estómagos. Más tarde dijeron que había sido el gato, pero nuestro cuentagarbanzos no lo quiso creer, cogió el gato, lo pesó y vio, naturalmente, que ni en vivo pesaba lo que las tripas. En vista de tan desvergonzada tacañería, exigí comer con los estudiantes, que eran sus otros huéspedes. Aunque aquí se comía con un poco más de distinción, no me fue de gran ayuda el cambio. Todos los manjares que se nos servían estaban cocidos a medias, lo que a nuestro patrón satisfacía por varias razones. Ahorraba madera y no nos era posible comer mucho. Contaba además todos los bocados que ingeríamos y se rascaba pensativo detrás de la oreja cada vez que observaba en nosotros un apetito razonable. Su vino estaba aguado; su queso, duro como la piedra, y la manteca holandesa, generalmente tan salada que nadie era capaz de tragarse más de media onza por comida. La misma fruta se nos servía tantas veces como fuera preciso para que madurara y resultara comestible. Si alguno de nosotros se quejaba, le hacía espantosas escenas a su esposa, para que pudiéramos oírle, pero secretamente le ordenaba que siguiera tocando con su viejo y acostumbrado violín.

Una vez le regaló uno de sus clientes un hermoso conejo, que yo vi colgado en la despensa, pensando que, por una vez, comeríamos caza. Pero el criado alemán me dijo que ni lo soñara, que no se nos metería entre los dientes. Su señor no tenía la menor intención de servírselo en la mesa a sus huéspedes. Que si por la tarde quería yo darme una vuelta por el mercado, lo vería expuesto allí para la venta. Le corté un pedazo de oreja al conejo y cuando nos sentamos a la mesa para comer (nuestro dueño no estaba presente), conté a mis compañeros de infortunio que el avaro intentaba vender el precioso animal. Yo pensaba engañarle, si uno de ellos venía conmigo. No solamente podríamos divertirnos a su costa, sino que incluso nos comeríamos el conejo. Todos asintieron y afirmaron que ya le habrían jugado cualquier mala pasada mucho antes si hubieran tenido ocasión e ingenio para ello. Por la tarde nos dirigimos al mercado, al lugar donde precisamente acostumbraba estar nuestro señor cuando tenía algo que vender. Allí vigilaba cuánto recibía el encargado de vender sus cosas, para que no le sisara ni un céntimo. Observamos que conversaba con distinguidos caballeros de su gremio. Yo había dado las oportunas instrucciones a un individuo, el cual se dirigió al revendedor del conejo y le dijo:

—¡Este conejo me pertenece, amigo! Estoy en mi derecho al reclamarlo, pues me ha sido robado la noche pasada. Si no me lo entregas daré cuenta al juez para pena tuya.

El vendedor le respondió que allí estaba el señor que se lo había entregado para que lo vendiera y que, sin duda, este no lo había robado. Empezada la discusión pronto les rodeó la gente, lo cual observó nuestro avaro, quien al oír el escándalo, indicó por gestos al vendedor que entregara el conejo; le abochornaba horriblemente la idea de que se supiera que, con tantos huéspedes, aún vendía conejos. El individuo mostró a todo el mundo el pedazo de oreja y lo acercó al corte, de modo que todos le dieron la razón y le adjudicaron el conejo. Yo me acerqué a él como por casualidad, con mi acompañante, y se lo compré. Puesto de acuerdo, entregué el conejo a nuestro hostelero y le pedí que nos lo sirviera aquel mismo día. Al sujeto de marras, en vez de pagarle lo acordado, le di una propina como para dos jarras de cerveza. De esta manera, el avaro tuvo que servirnos el conejo aun contra su voluntad sin poder ni siquiera quejarse, lo que a nosotros nos proporcionó suficientes motivos de risa. Y si hubiera permanecido por más tiempo en su casa, alguna otra jugarreta semejante se me habría ocurrido.