de cómo Simplicius da pábulo al cándido cura para que olvide corregir su vida epicúrea
Sin embargo, mi embriaguez amorosa no llegaba hasta el punto de cometer la tontería de no echar en caso necesario por la borda todo género de amistades durante mi estancia en la fortaleza. Demasiado sabía cuán perjudicial es atraerse la animadversión de los sacerdotes que de tanto crédito y prestigio gozan en todos los pueblos. Con la cabeza bien sentada sobre mis hombros, me dirigí a la mañana siguiente a visitar al cura. Le mentí con finura exquisita, expresando una enorme cantidad de hipocresías, refiriéndole por qué había decidido seguir sus consejos. Y por el aire de su rostro pude reconocer que se alegraba de todo corazón.
—Sí —le dije—, lo que he echado en falta siempre, incluso en Soest, ha sido una persona que con sus consejos supiera guiarme. ¡Ojalá hubiera transcurrido ya el invierno y pudiera emprender mi viaje de estudios!
Luego le pedí me diera aún otro buen consejo, recomendándome una universidad adonde dirigirme. Me contestó que él había estudiado en Leiden, pero como reconocía por mi hablar que provenía yo de la Alta Alemania, me aconsejó Ginebra.
—¡Jesús y María! —exclamé—. ¡Ginebra está aún más lejos de mi patria que Leiden!
—¿Qué oigo? —dijo con gran consternación—. ¡El señor es papista! ¡Oh, qué desilusión!
—¿Por qué, señor cura? —inquirí—. ¿Se ha de ser papista por el hecho de no querer ir a Ginebra?
—¡Oh, no! ¡Sino porque invocáis el nombre de María!
—¿Es que no está permitido a un cristiano nombrar a la madre de su salvador? —volví a preguntar.
—Claro que sí —replicó—. Pero os suplico, por lo que más queráis, que os dignéis indicarme qué religión profesáis, pues dudo que el caballero crea en los Evangelios, ya que pese a haberos visto cada domingo en la iglesia, en la fiesta de la Navidad no os acercasteis a la mesa del Señor ni con nosotros ni con los luteranos.
Yo contesté:
—El señor cura sabe muy bien que soy cristiano, de lo contrario no me habría visto tan frecuentemente en sus sermones. Por lo demás, confieso que no soy ni de Pedro ni de Pablo, sino que creo simplemente en lo que encierran los doce artículos de la santa fe cristiana. No me uniré a ninguno de ambos bandos mientras uno u otro no me convenza totalmente de que es él el que está en posesión de la única religión verdadera.
—¡Ahora sí que veo que el señor tiene un valiente corazón de soldado, porque sin religión ni creencias ni deberse a Dios se une al viejo emperador, colocando tan imprudentemente su salvación en un brete! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puede ser un mortal tan osado? ¿No os enseñaron en Hanau a pensar de otro modo? ¿Por qué no queréis quedaros con nuestras creencias cristianas, cuyos fundamentos tan claros como el sol que nos alumbra se asientan tanto en la naturaleza como en las Sagradas Escrituras?
—Señor cura, esto lo dicen todos de su religión. ¿A quién creer, entonces? ¿No es poca cosa entregar mi alma a un bando al que calumnian los demás, acusándolo de falsedad? Ved objetivamente lo que dice Conrad Vetter y Johannes Nass acerca de Lutero, y también lo que imprimen Lutero y los suyos contra el papa. ¿Por qué bando tengo que decidirme, si el uno desprecia al otro como si todo en él estuviera corrupto? ¿Puede alguien aconsejarme honradamente que me meta en el lío como una mosca en un plato de sopa? ¡Oh, no, el señor cura no puede aconsejarme en conciencia! Prefiero apartarme por completo de los caminos trillados que exponerme a seguir uno equivocado. Además hay más religiones que las de Europa, y si adopto una de ellas, puede ser que desprecie luego todas las demás.
Luego dijo él:
—El señor está profundamente equivocado, pero yo tengo esperanza en Dios; Él os iluminará y os ayudará a salir del lodo. Para este fin voy a mostraros con tal claridad la verdad de nuestra confesión, de las Sagradas Escrituras, que os podréis salvar aunque estéis a las mismas puertas del infierno.
Yo le respondí que sentía gran necesidad de sus explicaciones, pero pensaba para mí: «Mientras no me prives de mis amoríos, tu fe será muy buena». El lector se dará cuenta del redomado impío que era yo, pues permitía que el cándido cura se fatigara en balde con el objetivo de que no se entrometiera en mis cosas, mientras me decía yo: «Antes quizá de que termines tus pruebas ya estaré donde crece el pimiento».