CAPÍTULO TRIGESIMOSEGUNDO,

que vuelve a tratar de la embriaguez y de cómo deberían evitarla los párrocos

Después de esta interrupción tuve que volver a hacer mi turno. Mi cura aún estaba allí y fue servido como los demás con abundante vino que él no quiso ni siquiera oler diciendo que no era su propósito embriagarse bestialmente. Un infatigable bebedor le replicó que el que bebía como las bestias era él, y que los borrachos, en cambio, lo hacían como los hombres.

—Porque —le dijo— los animales irracionales solo beben hasta que han saciado la sed; nosotros, los hombres, bebemos por el placer de beber y dejamos que el noble líquido nos embargue como lo hicieron nuestros antepasados.

—Sí, sí —contestó el cura—; pero yo estoy obligado a guardar mesura en todas mis cosas, como sacerdote que soy.

—¡Conformes! —le contestó aquel—. ¡Un hombre honrado debe sostener su palabra! —Y ordenó que le trajeran una jarra de vino y se la ofreció al cura, quien se las arregló para escabullirse, dejando al borrachín plantado con su cubo.

Pronto lo de arriba se vino abajo y todos los invitados parecieron no tener más propósito que vengarse bebiendo, llenarse de oprobio y vergüenza, y ponerse en ridículo de mil maneras distintas. Quien más capaz era de beber se enorgullecía de ello, tomándose sin duda por un sujeto de suma importancia. El conjunto daba la impresión de una carnavalada que a nadie asombraba más que a mí. Uno cantaba, el otro lloraba, otro renegaba, el de más allá rezaba, y aun hubo quien gritó tan fuerte como se lo permitió su voz enronquecida: «¡Adelante!». Algunos se comportaban silenciosamente o dormían pacíficamente; otros, en cambio, se daban al mismísimo diablo; unos alababan sus facecias en el campo amoroso, otros en el de la guerra, conversando todos muy animadamente incluso de cuestiones religiosas, sobre política, sobre comercio mundial y del Imperio, charlando sin cesar y sin comedimiento alguno. Unos corrían de aquí para allí sin poder estarse quietos en ningún sitio; otros yacían como sacos, incapaces de mover un solo dedo; ni hablar de levantarse, de tenerse derechos o andar. Los unos devoraban lo que les caía entre las manos como segadores hambrientos; otros, en cambio, devolvían todo lo que con anterioridad habían tragado. Todo su hacer y desgobierno era tan idiota, raro y pecaminoso que mi delito, por el que tan duramente había sido castigado, era en comparación con esto una pequeña broma. Finalmente se armó una más gorda a la mesa: volaron los vasos, las copas y los platos a estrellarse contra las cabezas, y se sucedieron las peleas con los puños, sillas y espadas, de tal suerte que a más de uno le corrió el rojo humor por las orejas, hasta que mi señor acalló las disputas.