de los medios por los que el Cazador trabó amistades y de la devoción que sintió en un sermón
Cuando la Fortuna quiere abatir a alguien, lo alza primero muy alto, y el buen Dios avisa fielmente al que va a caer. También esto me sucedió, pero no paré mientras. Era tal el convencimiento de que mi felicidad estaba asegurada que no creía en nada que la pudiera malograr, pues todos me querían y apreciaban, sobre todo mi comandante. Aquellos a quien él tenía en estima me los gané con mi humildad, a sus criados los atraje a mi favor con mis regalos, y con aquellos que eran algo más que mis iguales, la borrachera nos hermanó y nos juramos eterna fidelidad y amistad. Los simples soldados y burgueses fueron míos, porque para cada uno tenía unas palabras amistosas. «¡Qué persona más simpática es el Cazador! —se decían las gentes entre sí—. ¡Incluso habla con los chiquillos en la calle y no se pelea con nadie!». Como allí todos me apreciaban, no creí que pudiera sucederme ninguna desgracia. Además, mi bolsa estaba aún bastante llena.
Frecuentemente visitaba yo al cura más anciano de la ciudad, el cual me prestaba los libros de su biblioteca. Cuando iba a devolverle alguno, charlábamos de un sinfín de cosas y, como siempre estábamos de acuerdo, solíamos llevarnos muy bien. Por año nuevo me regaló una botella de aguardiente de Estrasburgo, que, según es costumbre en Westfalia, había endulzado con azúcar cande. Al visitarlo un día, lo encontré sumido en la lectura de José, una comedia que yo había escrito en mis ratos de ocio y que mi patrón le había prestado sin mi conocimiento. Palidecí al ver una de mis obras en manos de un hombre tan ilustrado e inteligente, porque de todos es sabido que nada hay que delate mejor el carácter de una persona que sus propios escritos. El cura hizo que me sentase y ciertamente alabó la idea de mi obra, pero censuró que me hubiera detenido tanto en el tema de los amoríos de la mujer de Putifar y enseguida añadió:
—De la abundancia del corazón habla la boca. Si no supierais cómo late un corazón amante, no podríais describir tan a lo vivo el goce de esta mujer.
Yo le contesté que lo escrito no lo había descubierto yo, sino que lo había copiado de otros libros para ejercitarme en el arte de escribir.
—Sí, sí —me contestó—, pero estad seguro de que sé acerca de vos más de lo que os figuráis.
Yo me asusté y cuando vio que cambiaba de color, prosiguió:
—Sois joven y listo, simpático y hermoso, vivís sin agobios y, según se dice, sin privaros de nada. Os suplico y advierto que reflexionéis sobre los peligros a que os halláis expuesto. ¡Guardaos del animal que lleva trenzas! Podéis quizá pensar: «¿Qué se le da a este cura de lo que yo hago o dejo de hacer?» —al decir esto el cura, yo pensé: «¡Lo has adivinado!» o «¿Qué derecho tiene para sermonearme?». Pero estad seguro de que me interesa vuestro bien como si fuerais mi propio hijo. Es una gran pena, y de ello tendréis que responder ante el Sumo Hacedor, que arrastréis por el lodo vuestro talento y dejéis que se corrompa vuestro noble espíritu que reconozco en este escrito. Mi paternal consejo sería que emplearais en el estudio vuestras energías juveniles y vuestro dinero; que os alejéis de la guerra, antes de que caigáis en una asechanza de la suerte y lleguéis a observar por vos mismo la verdad de este dicho: Joven soldado, viejo pordiosero.
Yo escuchaba el sermón impaciente, porque no estaba acostumbrado a estos discursos, pero no dejé transparentar el color de mis pensamientos. Agradecí sus consejos bien intencionados y le prometí reflexionar sobre el asunto, aunque interiormente no pensaba abandonar mis amoríos ahora que los había probado. Esto ocurre siempre a los jóvenes que, cuando oyen tales advertencias, ya han perdido la costumbre de ser gobernados y se dirigen sin dilación a la ruina.