de cómo el Cazador cae en manos del enemigo
Durante el viaje de regreso hice toda clase de reflexiones referentes a mi conducta futura, para conseguir el favor de todos mis superiores. Springinsfeld me había abierto los ojos y hecho ver que todos me envidiaban, como así era en realidad. Entonces recordé lo que me dijo una vez la adivina de Soest, y me sentí abrumado de preocupaciones. Reflexioné buscando los motivos que mis ocultos enemigos podrían tener para odiarme y me asombró que todos fueran tan hipócritas fingiendo con sus adulaciones una estimación que no sentían. Por lo tanto, decidí imitarles, decirle a cada uno lo que más podría gustarle y tratar a todos con respeto, aunque en lo más profundo de mi corazón no lo sintiera. Reconocí sobre todo que mi propia soberbia era la que me había acarreado mayores enemigos y tuve por necesario mostrarme de nuevo humilde, arrostrar con los simples soldados todas las penalidades y alegrías, ante los superiores descubrirme siempre, con el sombrero en la mano, y por lo demás disimular el lujo de mis trajes. Me había hecho entregar por el comerciante de Colonia cien táleros y pensaba gastar la mitad con mis compañeros de armas, los dragones, pues sabía ahora que la avaricia no hace amigos. Estaba, pues, decidido a enmendarme y a emprender este nuevo camino. Pero hice la cuenta sin contar con los huéspedes, pues apenas hubimos puesto pie en la región montañosa, ya nos acechaban ocultos en un punto estratégico ochenta fusiles y cincuenta jinetes. Precisamente yo marchaba en vanguardia con cinco jinetes y un cabo para reconocer el camino. El enemigo nos dejó pasar tranquilamente, para que el resto de la escolta no advirtiera la trampa. Sin embargo, fueron en nuestro seguimiento ocho jinetes al mando de un corneta, y nos estuvieron vigilando hasta que los carros fueron atacados y nosotros intentamos dar la vuelta. Entonces se precipitaron sobre nosotros, invitándonos a que nos rindiésemos. Yo en particular iba bien montado, pues cabalgaba en mi mejor caballo, y me lancé al galope en dirección a la llanura para ver la manera de salvar, al menos, el honor. Entretanto, la salva que el enemigo descargó sobre los nuestros me hizo comprender que había sonado la hora de cambiar de intenciones, por lo que traté de huir, pero el corneta lo había calculado todo y ya nos había cortado el paso. Al intentar presentar batalla, me ofreció perdón, puesto que me tomó por un oficial. Yo entonces pensé: «Escapar con vida es sin duda mejor que jugárselo todo a una carta», y le pregunté si mantendría su palabra como un honorable soldado. Él contestó:
—¡Sin, duda alguna!
Entonces le alargué mi espada y me entregué prisionero. Inmediatamente me preguntó mi nombre, pues le pareció que yo era noble y oficial. Cuando le contesté que me llamaba el Cazador de Soest, me dijo:
—Tuvisteis suerte; de haber caído hace un mes en nuestras manos no me habría sido posible sostener mi palabra, ya que se os tenía por hechicero.
Este corneta era un valiente y joven noble, apenas dos años mayor que yo, y mucho le alegró la honra de haber aprisionado al famoso Cazador. Mantuvo su palabra honradamente y a la holandesa, lo que significa respetar todo lo que el cinturón del contrario ciñe. Le dije en secreto que en el reparto del botín tratara de quedarse con mi caballo, porque en su silla se escondían treinta ducados y al caballo difícilmente se le encontraría semejante. El corneta se me mostró al instante tan encantador y cariñoso como si hubiera sido mi propio hermano, de modo que me ofreció su caballo cuando montó el mío. De nuestra escolta quedaron seis hombres muertos y trece prisioneros; los demás consiguieron huir, sin tener empero el valor de atacar al enemigo para reconquistar el botín, lo que habrían podido hacer muy fácilmente, ya que cabalgaban todos ellos en velocísimos corceles.
Después de repartirse el botín y los prisioneros, se separaron suecos y hessianos dirigiéndose a sus respectivas guarniciones. El corneta se quedó conmigo, el cabo y tres dragones, y nos condujo a una fortaleza que no estaba a más de dos millas de nuestra guarnición. Este lugar, llamado Lippstadt, lo había asediado yo largo tiempo: mi nombre era allí de sobras conocido y yo más temido que amado. Al divisar la ciudad, el corneta mandó un jinete al comandante para anunciarle su llegada y, al mismo tiempo, notificarle el resultado de la empresa y quiénes eran los prisioneros. El tremendo barullo que se armó en la ciudad no se puede describir, pues todo el mundo quería ver al Cazador, de mí se narraban multitud de historias y no parecía sino que fuera yo un gran personaje.
Nosotros, los prisioneros, fuimos conducidos directamente al comandante, el cual se asombró no poco de mi juventud. Me preguntó si había servido en el bando sueco y de qué región era hijo. Cuando le hube dicho la verdad me preguntó si no tenía deseos de volver a servir en sus huestes. Yo le contesté que no habría tenido inconveniente de no impedírmelo el juramento de fidelidad que había prestado a las banderas del emperador. Ordenó luego que se nos condujera y entregara al alcaide de la prisión, pero le permitió al corneta que nos invitara a cenar, pues yo acostumbraba tratar con idéntica caballerosidad a mis prisioneros, sin ir más lejos, a un hermano suyo que había caído en mis manos. Al llegar la noche se reunieron en casa del corneta muchos oficiales, tanto nobles como plebeyos. El anfitrión mandó a buscarnos al cabo y a mí. Todos ellos me trataron con gran cortesía y yo me porté tan alegre y sinceramente como si me encontrara en compañía de mis mejores camaradas y no entre enemigos. Sin embargo, extremé mi humildad puesto que supuse, y con razón, que todo mi proceder sería comunicado detalladamente al comandante.
A la mañana siguiente nos llevaron uno por uno ante el corregidor del regimiento, que nos tomó declaración. En cuanto entré en la sala, también él se asombró de mi juventud, y para hacerla resaltar me dijo:
—¿Qué te han hecho los suecos, hijito, para que luches contra ellos?
Esto me molestó, sobre todo porque había visto en su ejército a soldados tan jóvenes como yo, y le contesté:
—¡Los suecos me ganaron muchas piedras jugando al cantillo, y ahora quiero recuperarlas!
Cuando me oyeron hablar con tanto aplomo, los oficiales que se sentaban en torno al corregidor se avergonzaron de la actitud de este y uno opinó en latín que debería interrogarme sobre cosas más serias. Era harto sabido que no se encontraban ante un niño. También me enteré por sus palabras de que el corregidor se llamaba Eusebius, porque al dirigirse a él así lo había llamado el oficial.
Luego me preguntó mi nombre y cuando le hube contestado, exclamó:
—¡Ni los perros se llaman así!
—¡Quizá sea más fácil encontrar uno que se llame Eusebius! —contesté, pagándole con la misma moneda que el escribiente Cyriacus, cosa que los oficiales no me tomaron a bien, por lo que me recordaron que yo era un prisionero y que no había sido conducido allí para bromear.
No enrojecí por esta repulsa, ni les pedí perdón. Les dije simplemente que, si bien me habían capturado como soldado y no tenían por tanto intención de dejarme libre como niño, no quería yo ser tratado como un chiquillo, por lo que precisamente había contestado de aquella manera y en el mismo tono en que me habían formulado las preguntas, para evitar que se mofaran de mí, por lo cual creía haberme comportado con justicia. Me interrogaron luego acerca de mi patria, lugar de nacimiento y procedencia; sobre todo si ya había servido con los suecos, y sobre la situación de Soest, de cuántos hombres constaba la guarnición y una serie de cosas semejantes. Contesté a todo breve y expeditivamente, y sobre Soest y su guarnición dije solamente aquello que me pareció. Que había desempeñado el papel de bufón me lo callé porque me avergonzaba de ello.