donde Simplicius no acierta en las artes y escucha la apasionada canción de los golpes
De nuevo me encontraba con el plato en la mano cerca de la mesa, atormentándome con toda clase de pensamientos, y mi estómago no me dejaba tampoco en paz, pues, murmurando y retorciéndose, daba a entender otra vez que ciertos sujetos trataban de ganar el aire libre. Pensé en la ciencia que me había enseñado mi camarada la última noche, y levanté la pierna izquierda tan alto como pude, apreté con toda mi fuerza, y cuando iba a pronunciar las misteriosas palabras, se escapó el asqueroso sujeto con un ruido tremendo por la parte trasera, tanto que, de puro asustado, no supe ni dónde meterme. Me sobrecogí de miedo, como si estuviera ante la escalera para subir a la horca o el verdugo me hubiera puesto ya la soga al cuello. En mi espantoso miedo no fui dueño de mis miembros; mi pico se sublevó también y cuando más fuerte retumbó el trueno inferior fue cuando más escandalosamente grité yo mi je pete, que solo tenía que ser murmurado. Fue algo así como una competición entre la salida y la entrada de mi estómago, para comprobar cuál de las dos era capaz de estallar con más ruido. Me había proporcionado alivio, pero también el disfavor de mi amo. Los huéspedes, con este estruendo inesperado, volvieron a serenarse, pero a mí, como no podía poner freno, pese a todo mi empeño y fuerza, a aquellos vientos, me ataron a una comedera y me propinaron una lluvia de palos que jamás olvidaré. Fueron los primeros golpes que recibí desde que respiré por vez primera el aire del que todos juntos hemos de vivir y que yo ahora había corrompido de manera tan abyecta. Los presentes sacaron luego sus estuches de perfume y hasta su rapé para domeñar la asquerosa peste, pero nada pudieron los fuertes aromas. Con ese acto, en que superé al mejor comediante del mundo, logré paz para mis tripas pero bastonazos en la espalda, llenar de pestilencia las narices de los invitados y obligar a los criados a devolver el buen olor a la sala.