CAPÍTULO SEXTO,

de lo que llevó a cabo con Júpiter la legación de pulgas

Yo pensé para mí: «Quizá no sea un verdadero loco, sino que finja serlo, como yo hice a mi vez en Hanau, para escapar». Decidí, pues, enfurecerlo para así probarlo, ya que la cólera es el mejor medio de reconocer a un verdadero loco. Con tal propósito le dije:

—Me fui del cielo porque, ¡oh, Júpiter!, te echaba de menos; tomé, pues, las alas de Dédalo y volé hasta la tierra a buscarte. Pero siempre que en ella pedí razón de ti, encontré que te eran prodigadas las peores alabanzas. Tú y todos los dioses sois proclamados en la tierra como seres malvados, frívolos y apestosos. De ti aseguran los mortales que no pasas de ser un rufián piojoso y adúltero y todos se preguntan qué derecho te asiste para que puedas castigar a la gente a causa de unos vicios que tú mismo cultivas. Según ellos, Vulcano no sería más que un paciente cornudo, Venus una ramera, Marte un asesino, Apolo un licencioso cazador de putas, Mercurio un ladrón y alcahuete, Príapo un montón de inmundicia y Hércules un bárbaro idiota. En fin, que a toda la corte de los dioses la juzgan tan impía y pecadora que la creen muy digna de tener su Olimpo en los establos de Augias, que ya sin ella apestan.

—¡Ah! ¿No sería una suerte que, absteniéndome de toda piedad, persiguiera con mis rayos y truenos a estos impenitentes calumniadores y blasfemos? ¿Qué piensas tú de ello, mi fiel Ganimedes? ¿Tendré que torturar a estos impíos con la sed eterna, como a Tántalo? ¿O será preferible machacarlos en un mortero como a Anaxarco de Abdera, o acaso, meterles en el toro de fuego de Falaris, en Agrigento? Pero, no… Todos estos castigos y tormentos aún me saben a poco. Quiero llenar de nuevo la caja de Pandora y vaciarla sobre las cabezas de estas gentes; Némesis deberá despertar a las tres diosas de la venganza y lanzarlas sobre ellos, y Hércules tomar prestado el can de las tinieblas, el Cerbero, y dar caza a estos canallas como si fueran lobos. Cuando ya se hallen abatidos y exhaustos por el martirio y la persecución, haré que les aten a una de las columnas del Averno, junto a Hesíodo y Homero, donde dejaré que las Euménides les hagan expiar perpetuamente sus faltas.

Mientras amenazaba de tal guisa, Júpiter no tuvo la menor vergüenza de bajarse las calzas para ponerse a buscar unas pulgas que, como podía deducirse por su piel completamente acribillada, debían de atribularlo horriblemente. Yo estaba lleno de curiosidad por ver en lo que acabaría todo aquello.

—Alejaos de mí, pequeños desolladores —exclamó—. ¡Os juro por la Estigia que jamás obtendréis lo que pedís!

Le pregunté qué quería decir con ello. Y él me explicó que la estirpe de las pulgas le había enviado una embajada para saludarlo en cuanto se enteraron de que él andaba por la tierra. Esta misma embajada le hizo al propio tiempo la siguiente petición: Él les había dado por patria las pieles de los perros, pero en ocasiones se extraviaban e iban a parar a las de las mujeres. Estas pobres pulgas perdidas no solamente eran despiadadamente perseguidas, sino que, una vez aprisionadas, se las martirizaba y asesinaba machacándolas tan cruelmente entre los dedos que su padecimiento conmovía hasta a las mismas piedras.

—Pues sí —siguió diciendo Júpiter—, plantearon su problema de un modo tan conmovedor que me dieron lástima y les prometí mi protección, mas con la condición de preguntar antes a las mujeres. Pero ellas objetaron que si se les permitía a las mujeres tomar baza en el pleito, serían capaces de adormecer mis nobles sentimientos con sus lenguas emponzoñadas, o de seducirme con sus dulces y melosas palabras y sus lindas figuras, induciéndome a una sentencia falsa, seguramente perjudicial para ellas, las pulgas. Me suplicaron, además, que les permitiera seguir gozando de la servicial fidelidad que siempre me habían deparado, pues ellas siempre habían estado cerca de mí y sabían mejor que nadie lo ocurrido con Io, Calisto, Europa y otras, y jamás lo habían relatado, ni siquiera a Juno, pese a haber habitado también en su piel. En resumen, que habían mantenido el secreto tan bien que nadie había sabido nada de mis amores, en los que estuvieron sin embargo presentes. Pero si seguía yo permitiendo que las mujeres las persiguieran, las cazaran y, por la ley del más fuerte, las exterminaran, entonces pedían por lo menos una muerte digna; que, por ejemplo, se las ajusticiara con una destral como a las vacas o se las derribara a tiros como caza mayor. A lo que yo aduje: «¿Y las atormentáis tan cruelmente porque ellas os tiranizan?».

»—Pues sí —respondieron—, porque además nos tienen envidia, pues vemos, sentimos y nos apercibimos de demasiadas cosas, y por ello recelan de nuestro silencio. ¿Qué le vamos a hacer si las mujeres no respetan siquiera los dominios que por derecho propio nos están reservados, al expulgar sus perros falderos con peines, cepillos, jabones y lejías de tal manera que, por necesidad, nos vemos obligadas a abandonar la patria buscando refugio en tierras extranjeras? ¿Acaso no obtendrían más provecho sacando las pulgas a sus propios hijos?

»Entonces —prosiguió Júpiter— les permití que aposentaran en mis calzas, para después de percibir en mis propias carnes su modo de vivir, poder formar un juicio exacto. Pero esta canalla empezó a martirizarme tan villanamente que me veo obligado a deshacerme de ellas, como sea. Por mí que las mujeres las desmenucen y machaquen, y si alguna cayere en mis manos, no espere que le vaya a ir mucho mejor.