en el que el gran dios Júpiter es capturado y ofrece el consejo de los dioses
En efecto, me di cuenta del escaso aprecio en que se me tenía y decidí enmendarme llevando una vida más virtuosa. Cierto que volví de nuevo a mis correrías, pero me porté con amigos y enemigos tan amigablemente y con tanta modestia que todos los que cayeron en mis manos quedaron pronto confundidos entre mi mala fama y mi generosa conducta. Di también fin a mis absurdos gastos y reuní en poco tiempo una bonita suma de ducados y alhajas, que escondí en la selva de Soest, en las oquedades de los árboles. Esto lo hice por consejo de una famosa adivina de Soest, la cual me aseguró que me acechaban muchos enemigos, codiciosos de mi dinero, que tenía más dentro de la ciudad y en mi propio regimiento que fuera, en el campo y entre las guarniciones enemigas. Apenas se había difundido la noticia de la desaparición del Cazador cuando caí sobre los que se alegraban de ello, y aún no se había enterado un pueblo del ataque al vecino cuando ya tenía que comprobar con pesar que yo aún existía. Recorrí la región como una tromba: tan pronto aparecía en un lugar como en el opuesto, de forma que ahora di más que hablar que antes, cuando éramos dos a engrandecer mi fama.
En una ocasión me hallaba con veinticinco mosqueteros no lejos de Dorsten, al acecho de una caravana que debía de estar ya en camino bajo la protección armada del enemigo. Como nos encontrábamos a un paso de este, yo mismo, según mi costumbre, permanecía de guardia. Pasó por allí un hombre finamente vestido, hablando solo y en voz alta, al tiempo que esgrimía un curioso espadín español. De su monólogo pude entender las palabras siguientes:
—Castigaré al mundo de una vez para siempre. ¡Lástima que el Gran Numen se oponga!
Según tales palabras podía tomársele por un gran príncipe, viajando por el país quizá de incógnito, para comprobar por sí mismo la conducta de sus súbditos y, al parecer, también para castigarlos. Pero también pensé yo: «Si este hombre es enemigo, supondrá un hermoso rescate, y si no lo es, lo tratarás con toda cortesía». Salté hacia él, lo encañoné con el gatillo alzado, y le dije:
—Tenga el señor la bondad de seguirme a estos arbustos, de lo contrario tendré que tratarle como a un enemigo.
Él contestó con gran dignidad:
—A un trato semejante no estamos los de nuestra estirpe acostumbrados.
—Por esta vez, el señor tendrá que acomodarse a las circunstancias.
Lo llevé, pues, a nuestro escondrijo, con los míos, e hice cubrir luego la plaza de guardia. Le pregunté quién era y me contestó muy orgullosamente que no me daría la menor alegría el saberlo: era un gran dios. Yo temí que fuera un gentilhombre de Soest y que me conociera, y que por ello quería provocarme como a todos los de Soest, a quienes es fácil airar mentando al gran Dios y su dorado mandil. Mas pronto me di cuenta de que, en vez de un noble caballero, había detenido un loco de remate, erudito en insano exceso, que no tardó en calificarse de dios Júpiter. Esta presa no era precisamente de mi gusto, pero una vez hecha, me era preciso conservarla. Después de todo, el tiempo de espera se me hacía pesado y así podría ver pasar las horas más distraídamente, conversando con tan estrambótico personaje. Enseguida trabamos el diálogo siguiente:
—¿Cómo es, mi venerado Júpiter, que has abandonado tu trono celestial? —inquirí—. Perdóname esta pregunta descortés, pero ¿no somos nosotros, aquí, en la espesura, descendientes de faunos y ninfas, con su rango de dioses, y no tenemos por tanto derecho a saber el secreto de tu inesperada venida?
—Te juro por la Estigia —contestó Júpiter— que no te lo revelaría si no observara en ti una extraña semejanza con mi copero Ganimedes y si no fueras hijo de Pan. En su honor habré de relatarte que a través de las nubes se elevó hasta el Olimpo un griterío inmenso contra los pecados de este mundo, y el consejo de los dioses acordó que descendiera yo a la tierra y exterminara con un diluvio cuanto vive sobre su corteza, como en tiempos de Licaón. Pero como yo siento un sumo aprecio por el género humano y antes prefiero obrar con misericordia que no con dureza, vago ahora por estos andurriales, a fin de informarme por mis propios ojos de los verdaderos quehaceres de los hombres. Y aunque estos son peores de lo que yo creía, no quiero exterminarlos sin criterio: castigaré únicamente a los culpables, y a los demás espero guiarlos a mi voluntad.
Tuve que morderme los labios para no estallar en una carcajada oyéndole hablar de tal guisa y repuse:
—¡Oh, Júpiter! Serán inútiles todos tus trabajos si no envías al mundo un nuevo diluvio o fuego destructor. Si inspiras una guerra, darás ocasión a que acudan a ella todos los canallas, perversos y crueles, para martirizar al hombre pacífico y piadoso. Si mandas escasez, entonces son los acaparadores y usureros los que se aprovechan, porque su grano aumenta de valor. Si siembras la muerte, entonces triunfarán los avaros y los supervivientes, porque ellos lo heredarán todo. Tendrás que exterminar, pues, al mundo entero, si quieres hacer justicia.