en el que el Cazador de Soest se deshace del Cazador de Werle
Un día, cuando me dedicaba a construir unos disfraces de demonio con patas de caballo y de buey, para poder asustar de esta manera a amigos y enemigos, y, así enmascarado, robar sin ser reconocido como hice en el robo del tocino, llegó a mis oídos lo siguiente: en Werle habitaba un osado sujeto, un facineroso que bajo mi nombre y vistiendo de verde cometía toda clase de perversidades, sobre todo con las mujeres y los pobres de toda la región, especialmente de nuestro distrito. De todas partes acudieron con quejas, y yo habría tenido que pagarlo muy caro si no hubiera podido probar en cada caso que me hallaba en un lugar distinto de aquel en que el tal individuo hacía de las suyas. No estaba yo dispuesto a cederle gratuitamente el uso de mi nombre y menos a permitirle que lo deshonrara. Así pues, con el permiso de mi comandante en Soest, hice pregonar mi desafío invitándole a luchar a campo libre con espada y pistola, mas no tuvo suficiente valor para acudir al reto. Hice saber que lo buscaría en el mismo Werle, incluso en el castillo de su propio comandante, si este no procuraba castigar su atrevimiento, y que si alguna vez daba con él durante alguna correría lo trataría como a un enemigo. Airado, dejé de trabajar en los disfraces con los que tantos éxitos me prometía, rasgué mi buen traje de paño verde y lo quemé públicamente ante nuestro cuartel en Soest, aunque valía más de cien ducados. Juré, además, que el próximo que me llamara Cazador moriría a mis manos, aunque luego me costara la cabeza; tampoco volvería a tomar el mando de mi pelotón hasta que hubiera vengado la ofensa recibida de mi sosias de Werle. Me alejé, pues, de todo servicio, cumpliendo únicamente con mis guardias. En cuanto fue conocido mi retiro por las cercanías, las guerrillas enemigas se envalentonaron de tal modo que diariamente las teníamos ante nuestras empalizadas. El Cazador de Werle siguió usando mi nombre y cobrando con ello abundante botín. A la larga esta situación se me hizo insoportable.
Mientras todo el mundo suponía que yo dormía en mis laureles y que no despertaría fácilmente, espiaba detalladamente todos los movimientos y quehaceres de mi sosias, enterándome de que acostumbraba robar de noche donde podía, aprovechándose cobardemente de las tinieblas. Sobre estas noticias basé mi plan de venganza. A mis dos criados los había ido yo educando como perros de presa, y me eran tan fieles que, por mí, se habrían arrojado al fuego. Envié a uno de ellos a Werle, a mi enemigo. Allí dio a entender que no quería permanecer por más tiempo conmigo, porque vivía como un puerco gandul, incluso decidido a no salir ya más de ronda; por esto se había ido a Werle con la esperanza de servirle a él, puesto que había llegado a desplazarme, llevando como llevaba el verde traje de cazador. Conocía todos los caminos y senderos del país y podría indicarle cualquier oportunidad de hacer un buen botín. El inocente idiota fiose de mi criado y llegó a dejarse convencer para ir una noche determinada a un cierto corral, a fin de robar unos gordos carneros que allí había. Pero allí lo esperaba yo con Springinsfeld y mi otro criado disfrazados de diablos. Había sobornado al pastor para que dejara los perros atados y no opusiera impedimento alguno a la entrada de los visitantes en la cuadra. Les oímos llegar y dejamos que abrieran un boquete en el muro. Una vez practicado, el Cazador de Werle ordenó a mi criado que entrara primero. Pero mi compañero de armas le advirtió:
—¡De ninguna manera! Podría estar vigilando alguien dentro y destrozarme la cabeza de un tiro. Ya veo que aún no tenéis gran práctica en estos asuntos, porque antes se debe inspeccionar a conciencia el lugar.
Desenvainó la espada, colgó el sombrero de la punta y lo introdujo repetidas veces en el agujero.
—¡Así debe hacerse —le dijo—, y comprobar primero si el dueño está o no en casa!
Luego, el propio Cazador de Werle entró en primer lugar. Springinsfeld saltó junto a él y, asiéndole la mano en la que llevaba la espada, le preguntó si se rendía. Esto lo oyó también su criado, que los acompañaba, y quiso escaparse, pero como yo no sabía cuál de los dos era el Cazador, lo perseguí y alcancé a los pocos pasos.
—¿Quién vive? —pregunté.
—Imperiales —repuso él.
—¿De qué regimiento? Yo también soy de los imperiales y ¡ay del bellaco que perjure de su señor!
—Somos dragones de Soest —contestó—. Queríamos únicamente un par de carneros. Hermano, si vos sois imperial también, entonces bien tendréis que dejarnos pasar.
—¿Quién sois de Soest?
—Mi camarada es el Cazador.
—¡Vosotros sois un par de sinvergüenzas! ¿Por qué no esquilmáis vuestro propio cuartel? El Cazador de Soest no es ningún idiota para dejarse atrapar en un establo.
—Perdón, de Werle, quise decir —intentó el otro disculparse.
Mientras tanto, llegaron Springinsfeld y el otro criado, que con sus máscaras y sus cuernos tenían un aspecto verdaderamente aterrador. Llevaban consigo a mi sosias.
—¡Mira como por fin nos encontramos, gran bellaco! —le dije—. Si no respetara las armas imperiales que llevas, te atravesaría simplemente la cabeza de un balazo. ¡Yo soy el Cazador de Soest y a ti te tengo por un miserable canalla y como a tal te tomaré hasta que no hayas cruzado con la mía tu espada!
A estas palabras, mi criado (quien, como Springinsfeld, vestía un disfraz de diablo con enormes cuernos de cabrón) colocó a nuestros pies dos espadas iguales que yo había traído de Soest, y le apremié a que cogiera una de ellas. Pero el pobre cazador se asustó como cuando eché a perder el baile aquel: humedeció todos sus pantalones, temblando de miedo como un perro mojado. Luego cayeron su camarada y él de hinojos a mis pies, pidiendo gracia. Pero Springinsfeld lo intimidó con profunda voz sepulcral.
—¡O luchas, o te rompo la crisma!
—¡Oh, ilustrísimo señor demonio! —gimió el desconsolado cazador—. ¡Yo no he venido aquí para batirme, haré todo lo que me pidas menos eso!
Sin embargo, mi criado le colocó la espada en la mano y me dio a mí la otra, pero el muy cobarde temblaba de tal modo que la dejó caer. Estábamos bajo la clara luz de la luna, de modo que el pastor y sus criados podían, desde sus cabañas, verlo y oírlo todo. Los llamé para que fueran testigos de la escena. El pastor vino, hizo como si no viera a los dos diablos y me preguntó para qué había de pelearme con aquellos sujetos en su cercado. Lo mismo podía hacer en cualquier otro sitio, porque nuestros negocios a él le tenían sin cuidado; él pagaba mensualmente su contribución y quería, por tanto, que lo dejáramos tranquilo en su establo. Luego se dirigió al Cazador y a su compañero y les preguntó por qué se dejaban imponer por mí de tal manera en vez de eliminarme sin tardanza. La contestación se la di yo:
—¡Tú, palurdo! ¡Querían robarte tus carneros!
—¡Así me laman a mí y a mis corderos el trasero!
Y se fue.
Yo volví a incitarle a la lucha. Pero mi pobre cazador apenas si podía tenerse en pie, tan aterrorizado estaba. Su camarada logró decir unas palabras tan conmovedoras que me entristeció y se lo perdoné finalmente todo. Pero Springinsfeld no quedó satisfecho con semejante solución y exigió al Cazador que besara el trasero a tres corderos: tal era el número de los que pretendían llevarse. Además les arañó tan ferozmente el rostro en su papel de diablo que parecía como si hubieran comido entre gatos. Con esta pequeña venganza se dio por satisfecho. El Cazador desapareció pronto de Werle, estaba demasiado avergonzado, y su camarada divulgó esta historia a los cuatro vientos, jurando y perjurando que yo tenía diablos de carne y hueso a mi servicio. Así me sentí pronto más temido que antes y, de manera pareja, menos querido.