CAPÍTULO VIGESIMOCTAVO,

donde por envidia se instruye a Simplicius en las por lo demás delicadas artes adivinatorias

En esta desgracia era yo completamente inocente. Los alimentos extraños para mí, y sobre todo los medicamentos que cada día debía tomar para recomponer mi retorcido estómago y mis anudados intestinos, originaban en mi interior enormes y numerosas tempestades y rugientes ciclones que me martirizaban en su búsqueda por encontrar una salida al aire libre, y a la larga me era completamente imposible resistir su furia. Tampoco creía yo que fuese inadecuado el no impedir a los tales su camino, facilitando el trabajo de la naturaleza, ya que ni mi knan, ni el ermitaño (pues esa clase de fétidos huéspedes no abundaba entre nosotros) me habían enseñado nunca a resistirles. Y así dejé paso a aquello que pugnaba por abrírselo hasta que, como ya he dicho, perdí todo mi crédito a los ojos del secretario. Tampoco habría lamentado tanto esa pérdida si no hubiera sufrido luego ningún percance mayor, pues me ocurrió como al hombre piadoso que llega a una corte donde la serpiente aguarda para enfrentarse con Nausícaa, Goliat con David, el minotauro con Teseo, Medusa con Perseo, Circe con Ulises, Egisto con Menelao, Paludes con Corebo, Medea con Pelias, Neso con Heracles y, aun peor, Altea con su hijo Meleagro.

Mi señor tenía, además de a mí, a otro paje, un muchachuelo taimado que estaba ya con él desde hacía un par de años, y al que le abrí mi corazón porque contábamos la misma edad, pensando que éramos como Jonatan y David. Pero él, que me tenía envidia por el favor con que el señor me distinguía, temiendo que le arrinconara por completo, encontró el medio de poner piedras en mi camino y arrastrarme así a mi perdición. Yo no recelaba de nadie, por lo que le confiaba todos mis secretillos; claro que como siempre eran de naturaleza muy simple, nunca pudo ayudarme. Un día charlábamos, antes de dormirnos, en la cama en que yacíamos juntos discutiendo sobre las artes adivinatorias. Me prometió enseñarme este arte y me hizo esconder la cabeza debajo de la manta para este objeto. Yo obedecí y esperé ansioso la aparición del espíritu de los augurios. ¡Maldita sea! Pronto la tuve que sacar de allí, porque el espíritu se me metía por las narices.

—Y pues… ¿qué ha sido? —me preguntó mi maestro.

—¡Vaya uno has soltado! —le contesté.

—Y tú lo has adivinado, así es que dominas este arte a la perfección.

Dada mi inocencia no tomé a mal su broma, sino que quise saber a toda costa cómo se las arreglaba para librarse de ellos con tan poco ruido. Mi camarada respondió:

—Es un arte fácil. Únicamente tienes que levantar la pierna izquierda al aire, como los perros contra las esquinas, y murmurar: je pete, je pete, je pete. Verás que se escabullen tan silenciosamente como si hubiesen robado algo.

—Esto es estupendo —le dije—, y aunque luego apeste, se van a creer todos que los perros han corrompido el aire, sobre todo si alzo bien la pierna izquierda. ¡Ah, si yo hubiera conocido esto hoy en la cancillería del secretario!