donde el secretario de la cancillería percibe un fuerte olor
La estima de mi señor por mí aumentaba de día en día, sobre todo porque a medida que la tranquilidad y buenos alimentos borraban mi demacración, más me iba pareciendo a su hermana y a él mismo. Todos los que tenían tratos con el gobernador eran bondadosos conmigo para de esta manera hacerse gratos a sus ojos. El que más me apreciaba era el secretario del señor, y encargado de enseñarme las reglas aritméticas, quien se divertía extraordinariamente con mi simpleza y sencillez. Este secretario había terminado justamente sus estudios y aún tenía la cabeza llena de pájaros; tanto que parecía como si le faltara o le sobrara algún tornillo, y trataba de convencerme de que lo blanco es negro, y lo negro, blanco; al principio le creía en todo, luego en nada absolutamente. Le critiqué un día la suciedad de su tintero, pero él me contestó que era la mejor pieza de toda su cancillería y que pescaba en él cuanto quería: doblones, trajes, todo lo que poseía había salido de allí. No quise creerle semejante cosa y le pregunté cómo se las había arreglado para pescar tanto en un trasto donde apenas cabían dos dedos. Él opuso que era gracias al spiritus papyri (así llamaba a la tinta), y que el tintero encerraba, en verdad, gran género de cosas. Dijo que él poseía un brazo especial en la cabeza y con él pensaba encontrar muy pronto una esposa, y quizá tierras y criados. No pude por menos que asombrarme ante este arte y le pregunté si también lo conocían otras gentes.
—Seguro —contestó—; todos los cancilleres, doctores, secretarios, abogados, comisarios, notarios y comerciantes se sirven de este arte para llegar a ricos, si saben pescar.
—Pues, entonces, ¿son tontos los campesinos y las demás gentes trabajadoras, ganándose su pan con el sudor de la frente? —pregunté.
—No, la cosa es así: muchos no conocen los beneficios de este arte y no los aprenden siquiera; otros querrían hacerlo, pero les falta el brazo de la cabeza; otros tienen el brazo, pero no conocen sus movimientos; finalmente hay otros que lo saben y lo pueden todo, pero que viven en un precario equilibrio y no tienen oportunidad, como yo, de sacarle beneficios a esa sabiduría.
Mientras hablábamos del tintero, que por cierto a mí me recordaba al saco de Fortunato, cayó en mis manos un libro nobiliario. Dentro encontré más tonterías amontonadas de las que nunca podré volver a ver de golpe. Le dije al secretario:
—Los hombres somos sin excepción hijos de Adán, y un día u otro quedamos convertidos en ceniza y polvo. ¿De dónde les viene, pues, a estos señores la gran diferencia y distinción con que aquí se les titula? ¡Santísimo! ¡Insuperabilísimo! ¡Excelentísimo! ¿No son todas estas cualidades divinas? Aquí veo in «clemente», más allá un «severísimo». ¿Y qué quiere decir esto de «bien nacido»? De todos es sabido que nadie cae del cielo ni sale del agua ni crece del suelo, como una col, sino que llega a este mundo naciendo. ¿Y cómo no se cansa de tanto hablar quien se hace llamar «honorable» o «respetable» o «venerable»? ¿Acaso hay expresión más absurda que «Vuestra Ilustrísima»? ¿A cuántos pertenece el lustre?
El secretario no pudo evitar reírse de mí y se tomó la molestia de explicarme los títulos palabra por palabra. Yo me mantuve en mis trece y no quise dejarme convencer de que tuvieran el menor sentido, pues para mí sería mucho más comprensible que a un prelado se le llamara «amable» que «severísimo». Además, si la palabra «noble» refiere las más estimables virtudes, ¿por qué entonces cambia el rango según preceda a un príncipe o a un conde? El título de «bien nacido», por otra parte, me parecía inexacto a todas luces, como podría atestiguar la madre de cualquier barón. ¡Que le pregunten si fue placentero el parto, a ver qué contesta!
Nos encontrábamos en plena discusión cuando se me escapó del cuerpo una ventosidad tan enorme que ambos, el secretario y yo, caímos de espaldas del susto. Por si fuera poco, no solo se manifestó en nuestros oídos sino en las narices. Luego me gritó enfurecido:
—¡Tú, marrano, vete con los otros puercos a la pocilga! ¡Ese es el lugar que a ti te corresponde y no este, hablando con personas sensatas de lo que no entiendes!
Sin embargo, tuvo que abandonar el lugar junto conmigo a causa del maldito olor. Y así terminaron mis buenas relaciones con el secretario.